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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (51 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Al fondo del pasillo está el departamento de publicidad de Morrie Washington, que asimismo dispone de un apartado de desinformación. Cajas de whisky y de medias de nilón están amontonadas contra la pared, a la espera de preparar el terreno para los últimos favores electorales. Fue de la mesa de Morrie de donde salieron los rumores infundados respecto al respaldo que Sir Oswald Mosley prestaba al candidato conservador, y respecto al excesivo cariño que el laborista siente por sus alumnos. En cuanto el compás hace saltar los cerrojos, Pym rebusca rápidamente en los cajones. Un estado de cuenta bancaria, una baraja de naipes indecentes. El estado de cuenta figura a nombre del señor Morris Wurzheimer y arroja un saldo deudor de ciento veinte libras. El efecto de los naipes sería demoledor si la realidad de Judy no los eclipsara. Después de cerrar todo meticulosamente, Pym sube hasta la mitad del último tramo de escaleras y acecha los murmullos de Muspole por teléfono. La planta superior es el santuario. Es la caja fuerte, la sala de claves y el centro de operaciones en una pieza. Al final del pasillo están las habitaciones lujosas de nuestro candidato, que hasta el momento ni siquiera Pym ha pisado, porque Sylvia pasa horas irregulares en la cama, aquejada de jaquecas o intentando broncearse con una misteriosa lámpara de mano que le ha comprado a Muspole. No puede contar, por tanto, con una huida segura. En la puerta siguiente se encuentra la sede del denominado comité de acción, donde se reúne gran dinero y apoyo y se negocian promesas. El género de estas promesas sigue siendo en parte un misterio para mí, aunque Syd habló en una ocasión de un plan para rellenar de cemento el antiguo puerto e instalar allí un aparcamiento para contentar a muchos contratistas influyentes.

Muspole cuelga de improviso. Sin hacer ningún ruido, Pym gira sobre sus talones y se dispone a emprender una retirada por la escalera. Le salva el zumbido que produce Muspole al marcar otro número. Está hablando con una mujer, a la que hace preguntas tiernas, y ronronea al oír las respuestas. Muspole puede prolongar estas charlas durante horas. Es su pequeño placer.

Tras esperar hasta que la voz adquiere una cadencia tranquilizadora, Pym regresa a la planta baja. La oscuridad de la sala del comité huele a té y a desodorante. La puerta que da al patio está cerrada por dentro. Pym gira la llave silenciosamente y se la mete al bolsillo. La escalera del sótano apesta a gato. Hay cajas amontonadas en los peldaños. Tanteando el camino, reacio a encender la luz por miedo a que le vean desde el patio, Pym revive mentalmente el día en que, en Berna, bajaba su colada húmeda por los escalones de piedra a otro sótano distinto y se asustó al tropezar con
Herr Bastl
. Y cuando alcanza el último escalón pierde pie, en efecto. Se tambalea y cae pesadamente contra la puerta del sótano, que empuja con las dos manos al tratar de recuperar el equilibrio. La puerta chirría en la mugre. El ímpetu de su cuerpo es suficiente para introducirle en el sótano, que para su sorpresa está iluminado por una luz pálida. A su resplandor, Pym vislumbra el fichero verde y, delante de él, a una mujer que, armada con lo que parece ser un cincel, examina los cerrojos alumbrada por el destello mortecino de un farol de bicicleta. Sus ojos, que se han vuelto hacia él, son oscuros y belicosos. No hay la menor señal de contrición en ella. Y es algo que todavía me sorprende que a él no se le ocurriese dudar seriamente de que ella fuera la misma mujer, con la misma mirada y el mismo sosiego intenso y reprobador, cuya cara velada se había concentrado en Pym después de su triunfo en el acto electoral de Little Chedworth, y que le había acechado desde entonces en el curso de una docena de mítines. Incluso en el momento de preguntarle su nombre, Pym comprende que ya lo conoce, a pesar de que no posee una facultad premonitoria. La mujer lleva una falda larga que podría haber pertenecido a su madre. Tiene un rostro duro y constelado de marcas, y su pelo joven se ha vuelto grisáceo. Sus ojos, son desconcertantemente francos y brillantes, incluso en la penumbra.

–Me llamo Peggy Wentworth -contesta, desafiante, con un fuerte acento irlandés-. ¿Quieres que te lo deletree, Magnus? Peggy es un diminutivo de Margaret, ¿me has oído? Tu padre, Richard Thomas Pym, mató a mi marido John, y fue como si me hubiera matado a mí también. Y aunque necesite el resto de mi muerte en vida hasta que me entierren al lado de John, encontraré la prueba del asesinato y llevaré a esa bestia ante la justicia.

Al ver el parpadeo de una luz móvil, Pym mira bruscamente detrás de él. Mattie Searle está en la puerta, con una manta sobre los hombros. Tiene la cabeza inclinada hacia un costado, en beneficio de su oído bueno, y mira de reojo a Pym y luego a Peggy por encima de sus gafas. ¿Qué parte de la conversación habrá oído? Pym lo ignora. Pero la alarma torna fértil su cerebro.

–Ésta es Emma, de Oxford, Mattie -dice, osadamente-. Emma, te presento al señor Searle, el dueño de este hotel.

–Encantada de conocerle -dice Peggy, con calma.

–Emma y yo trabajamos en una obra de teatro de la universidad el mes que viene, Mattie. Ha venido a Gulworth para que podamos ensayar juntos. Pensamos que aquí no estorbaríamos.

–Ah, ya -dice Mattie. Sus ojos pasan de Peggy a Pym y viceversa, con una sagacidad que convierte en disparates las mentiras de Pym. Peggy y él oyen a Mattie subir la escalera con un perezoso arrastrar de pies.

No puedo decirte con gran exactitud, Tom, en qué lugares concretos ella le hizo a Pym cada una de sus confidencias. Su primer pensamiento al huir del hotel fue seguir huyendo, de modo que subieron a un autobús y fueron hasta el final del trayecto, que resultó ser la zona portuaria más desolada y vieja que puedas imaginarte: almacenes desventrados, con ventanas por las que se podía ver la luna, grúas inactivas que se elevaban como horcas desde la misma superficie del mar. Un grupo itinerante de afiladores de cuchillos había plantado allí su campamento, y debían de trabajar de noche y dormir de día, pues recuerdo sus rostros gitanos balanceándose por encima de sus ruedas, a la par que pisaban los pedales y las chispas saltaban sobre el corro de niños. Recuerdo a muchachas con músculos de hombre arrojando canastas de pescado mientras se gritaban obscenidades mutuamente, y a pescadores pavoneándose entre ellas con sus chubasqueros, demasiado grandiosos para interesarse por nadie más que ellos mismos. Recuerdo con un impulso de gratitud el fogonazo de cada cara o voz por fuera de las ventanas de la prisión en que Peggy me había encarcelado con su incesante monólogo.

En un puesto de té emplazado en el muelle, mientras tiritaban entre una muchedumbre de paupérrimos, Peggy refirió a Pym la historia de cómo Rick le había robado la granja. La había empezado en el momento en que subieron al autobús, para provecho de cualquiera que se molestara en oírla, y la había continuado sin una coma ni un punto y aparte, y Pym sabía que todo era verdad, todo era terrible, aun cuando muchas veces el puro veneno que ella destilaba le hacía sentirse a él secretamente protector con Rick. Caminaron para entrar en calor, pero ella no paró de hablar ni un solo segundo. Cuando él le pagó unas judías y un huevo en un Hogar del Marino que se llamaba
El pirata,
ella siguió hablando al mismo tiempo que extendía los codos, aserraba la tostada y utilizaba la cucharilla del té para aprovechar la salsa. Fue en
El pirata
donde le habló a Pym de la gran financiera de Rick que tomó posesión de las nueve mil libras que el seguro abonó a su marido John después de haberse caído en la trilladora y haber perdido las dos piernas a partir de la rodilla y todos los dedos de una mano. Mientras contaba esta parte, trazaba las líneas de la amputación sobre sus propias extremidades escuálidas, sin siquiera mirarlas, y Pym se sintió asustado al percibir de nuevo la fuerza de su obsesión. La única voz que nunca te imité, Tom, es la del acento irlandés de Peggy remedando las cadencias eclesiales de Rick cuando formulaba sus venturosas promesas: «Doce y medio por ciento más beneficios, querida, año tras año, suficiente para que el bueno de John viva de las rentas lo que le quede de vida, y suficiente para ti cuando se muera, y aún te sobrará después, querida, una parte reservada para que ese chico estupendo que tienes vaya a la universidad y estudie leyes como hará mi hijo, porque son lobos de la misma carnada.» Era un relato de Thomas Hardy lo que Peggy contaba, una historia llena de desastres fortuitos que parecían haber sido sincronizados por un Dios colérico para obtener el máximo de infortunio. Y ella era una heroína de Hardy, para completarlo: impelida por su obsesión y a solas frente a su destino.

John Wentworth, además de ser una víctima, era igualmente un asno, explicó ella, y estaba dispuesto a dejarse influir por el primer embaucador que apareciese. Fue a la tumba convencido de que Rick era un bienhechor y un camarada. Su granja era una finca de Cornualles llamada Tamar Rose, donde cada grano de trigo había que disputárselo al viento marino. La había heredado de un padre más juicioso, y el hijo de ambos, Alistair, era su único heredero. Cuando John murió no quedaba un penique para nadie. Todo había sido cedido, cada maldita propiedad hipotecada hasta el cuello, Magnus: al decir esto, Peggy se pasó por el cuello el cuchillo manchado de judías. Le habló de las visitas que Rick le hacía a John en el hospital, poco después de su accidente, y de las flores, los bombones y el champán; y Pym, en su memoria, vio el cesto de fruta del mercado negro al lado de su propia cama de hospital cuando despertó de la operación. Recordó los nobles desvelos de Rick por las personas ancianas y decrépitas, caridades en las que él le había ayudado durante los años bélicos de la gran Cruzada. Recordó la voz sollozante de Lippsie llamando a Rick
larrón,
y las cartas de Rick prometiéndole ayuda económica.

–Y un billete de tren gratis para mí, Magnus -está diciendo Peggy-, para que vaya a visitar a John al hospital Truro. Y tu padre que me lleva después a casa en coche, Magnus, y no escatima atenciones hasta que tiene en el bolsillo el dinero de nuestro hombre.

–¡Los documentos que le hizo firmar a John, Magnus, siempre escogiendo como testigos a las enfermeras más bonitas! Qué paciencia tuvo siempre tu padre con John, siempre explicándole una y otra vez, si era necesario, cualquier cosa que no comprendiese, pero John no quería escucharle, un incauto es demasiado confiado y tiene mente holgazana.

Un arranque de ira se apodera de Peggy:

–¡Y yo levantándome a las cuatro de la mañana para ordeñar y quedándome dormida encima de las cuentas a medianoche! -grita, mientras cabezas somnolientas giran hacia ella desde otras mesas-. Y aquel estúpido marido mío bien calentito en su cama de Truro, regalándolo todo a mis espaldas, y tu padre sentado a su cabecera y haciéndose el santurrón, Magnus. ¡Y mi Alistair necesitado de un par de zapatos para ir a la escuela mientras tú vivías de las rentas e ibas a colegios excelentes con magníficas ropas, Magnus, Dios te salve!

Porque resulta, naturalmente, que a la muerte de John, por razones que escapan al control de todo el mundo, la gran financiera ha tenido un problema de liquidez meramente transitorio, y en definitiva no puede pagar el doce y medio por ciento más beneficios. Tampoco puede restituir el capital. Y para ayudar a todo el mundo a franquear este terreno viscoso, John Wentworth tomó la sabia precaución, justo antes de morir, de hipotecar la granja y la tierra y el ganado, y a punto estuvo de hipotecar también a su mujer y a su hijo, para que a nadie volviera a faltarle nunca de nada. Y había entregado las ganancias a su querido camarada Rick. Y Rick ha traído, nada menos que de Londres, a un eminente abogado, apellidado Loft, simplemente para explicar a John, en su lecho de muerte, las consecuencias de esa medida tan inteligente. Y John, para complacer a todos, como de costumbre, había escrito de su puño y letra una carta larga y especial, asegurando a quien pueda interesar que su decisión había sido tomada mientras se hallaba en su sano juicio y en posesión plena de sus facultades, y que no se encontraba de ninguna manera sometido a la perniciosa influencia de un santo y de su abogado cuando ya estaba en las últimas. Todo lo cual por si acaso Peggy o, en su defecto, Alistair, mostraban posteriormente la mala educación de impugnar el documento ante los tribunales o intentaban recuperar las nueve mil libras de John, o bien daban muestras de carecer de fe en la desinteresada administración que Rick hizo para ruina de John.

–¿Cuándo sucedió todo esto? -pregunta Pym.

Ella le dice las fechas, le precisa el día de la semana y la hora del día. Saca del bolso un fajo de cartas firmadas por Perce y en las que el abogado lamenta que «nuestro presidente, el señor R. T. Pym, no esté disponible por hallarse ausente indefinidamente en una misión de importancia nacional», y asegurándole que «los documentos relativos a la propiedad de Tamar Rose están siendo tramitados en la actualidad con vistas a obtener una suma mayor en interés suyo». Y ella le mira con sus fríos ojos locos mientras él las lee a la luz de una farola, sobre el banco roto en el que se han sentado. Ella recobra las cartas y vuelve a guardarlas amorosamente dentro de sus sobres, cuidadosa con los bordes y los pliegues. Y continúa hablando, y Pym siente ganas de taparse los oídos o plantarle una mano en la boca. Quiere levantarse, correr hasta el pretil y arrojarla al mar. Quiere gritarle que se calle. Pero lo único que hace es pedirle que, por favor, se lo suplico, tenga la amabilidad de no seguir contándome su historia.

–¿Por qué no, vamos a ver?

–No quiero oírla. Esa parte no me concierne. Le robó a usted. Lo demás no añade nada -dice Pym.

Peggy discrepa. Se está azotando su espalda irlandesa con su culpa irlandesa y utilizando la presencia de Pym para hacerlo. Está hablando a borbotones. Es lo que ha estado esperando para contarle lo mejor.

–¿Y por qué no, si ves que ese maldito te posee? ¿Si ya te ha rodeado con sus sucias manos, claro, como si te hubiese tenido en su cama de fantasía, con los encajes y los espejos -es el dormitorio de Rick en Chester Street lo que ella está describiendo-, si ves que ya dispone del poder de vida y muerte sobre ti y tú eres una idiota, una mujer, sola en el mundo, con un hijo enfermo a quien cuidar y una granja en bancarrota que atender, y ni un alma que te diga buenos días durante una semana, aparte del estúpido alguacil?

–Es bastante saber que le ha hecho daño -insiste Pym-. Por favor, Peggy. Lo demás es personal.

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