Durante unos instantes no supo qué hacer. ¿Debería bajar a buscar a sus compañeros y arriesgarse a que el matrimonio Norrström desapareciera, si es que eran ellos quienes se escondían en el camarote? Tenían que haber oído intentar abrir la puerta.
Probó de nuevo la llave, forzó la tarjeta en la ranura de la puerta. Al final cedió, y Karin apretó el pasador.
Cuando se encontró con la mirada despavorida y atónita de Vera Norrström se le vinieron aquellas imágenes a la cabeza. Fragmentarias, inconexas, pero afiladas como cuchillos, aguijonearon su conciencia. La asaltaron de manera violenta y despiadada. Como siempre. Estaba paralizada en el estrecho vano de la puerta. Respiraba con dificultad, una presión muy fuerte sobre la frente, le flojeaban las piernas, apenas podía mantenerse en pie. Las imágenes le eran de sobra conocidas, se despertaba con ellas cada mañana y seguían en su retina cuando se iba a acostar por la noche. Cada día, durante veinticinco años, había luchado por hacerlas desaparecer.
Vera Norrström estaba en la cama de debajo de la estrecha litera. Tenía la cara blanca como la tiza y retorcida de dolor, y una toalla en la boca que le impedía gritar. Tenía las piernas muy abiertas, una casi fuera de la cama. Con ella hacía fuerza contra una silla colocada al lado de la litera. Una sábana de algodón la cubría. Iba a dar a luz en cualquier momento.
Karin sabía... Quince años recién cumplidos. Su cuerpo tiembla de dolor. Apenas comprende lo que está a punto de ocurrir. Ni su padre ni su madre quieren acompañarla en el parto. Esperan fuera hasta que todo haya pasado. Hacen como si ella padeciera una grave enfermedad. Algo malo que hay que extirpar, eliminar como una célula cancerígena.
A su lado hay una enfermera vestida de verde. Karin quiere cogerle la mano, pero no se atreve. Cree que se va a romper en pedazos. Aterrada. Solo es una niña.
Una última contracción violenta. Sus propios chillidos son sustituidos por el llanto vacilante y tembloroso del recién nacido. Apenas un grito, solo un suspiro. En la sala casi en sombras siente el cuerpo cálido, vivo contra su piel desnuda. Un trozo de ella misma en otra persona. Una niña.
En secreto, Karin le pone el nombre de Lydia. Cierra los ojos, pone con cuidado su mano en la espalda de la pequeña. El tiempo se detiene, el mundo deja de dar vueltas, toda actividad cesa. Solo Lydia y ella, nada más. Las dos.
No sabe cuánto tiempo ha pasado, cuando la enfermera vestida de verde le quita a la niña. No volverá a verla nunca más. Siempre ausencia. Siempre añoranza.
A
l lado de Vera se sentaba Stefan, su marido, que había golpeado a Karin unas horas antes. En su mirada había miedo y desesperación. La policía tragó saliva, procuró serenarse, dominar el mareo.
Entró en el camarote y cerró la puerta tras de sí.
L
a búsqueda no dio ningún resultado. Después de haber registrado el barco, los miembros de la policía volvieron al salón de proa, donde se reunieron para analizar la situación. Karin llegó la última. Se detuvo en el marco de la puerta, explicó que se sentía mal y se tenía que ir a casa. Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, había desaparecido.
Knutas sintió una mezcla de preocupación y cariño. Ella siempre tan fuerte y tan dura... Ahora, al fin se había visto obligada a retirarse. Él también tenía muchas ganas de irse a casa y esconderse bajo una manta. Le fastidiaba el fiasco. Se culpaba de que el matrimonio Norrström hubiera conseguido escapar.
Se volvió hacia sus colegas, se pasó la mano por el pelo y dijo con voz cansada:
—El coche de los Norrström acaba de ser localizado en el aparcamiento del aeropuerto. Han facturado en el último vuelo de la tarde con destino a Estocolmo. Todo esto parece que ha sido en vano.
Quizá la llamada de la pareja a la naviera Destination Gotland solo fuera una maniobra de despiste. Tal vez no hicieron más que comprobar todas las posibilidades que tenían de escapar cuando se dieron cuenta de que la policía estaba tras los pasos de Stefan Norrström. Sentía amargura; había estado muy cerca de detenerlos, pero salió con las manos vacías del barco, que con dos horas de retraso, por fin, podía salir hacia Nynäshamn.
De alguna manera, la historia se había filtrado y en el muelle esperaba un nutrido grupo de periodistas. Habían confiado en poder tomar fotografías de los detenidos, pero no fue así. En vez de eso, abrumaron a la policía con preguntas sobre la intervención en el ferry. Knutas se abrió paso entre el grupo sin mirar siquiera a los reporteros.
Era difícil no pensar en qué habían fallado. Naturalmente, él no debería haber apostado todo a una carta, sino que tenía que haber enviado una parte de las fuerzas policiales al aeropuerto; al fin y al cabo, era la vía de escape más fácil. Los policías que patrullaban la zona descubrieron demasiado tarde el coche de Stefan Norrström y dieron la voz de alarma. Ya solo podía esperar que la policía del aeropuerto de Arlanda confirmara que la pareja había sido detenida.
C
uando Knutas entró en su despacho sonó el móvil. Se le aceleró el pulso.
—¿Sí?
Sus compañeros del aeropuerto le comunicaron, para su sorpresa, que Vera y Stefan Norrström nunca habían embarcado en el vuelo con destino a Estocolmo. Después de facturar, habían desaparecido sin dejar rastro.
Knutas blasfemó. Se maldijo una vez más. Los pensamientos le daban vueltas en la cabeza sin parar. ¿No debería haber dejado salir el barco? Lo habían registrado por completo, sin embargo… De todos modos, era demasiado tarde para ordenar el regreso, pero, para mayor seguridad, pensó ponerse en contacto con la policía de Estocolmo para que detuvieran a la pareja puesta en busca y captura si, contra todo pronóstico, se hallaba a bordo.
La posibilidad de que siguieran en Gotland alumbró una esperanza en su interior. Recuperó la energía. Ordenó que se siguieran registrando los barcos que salieran de Gotland a la mañana siguiente y envió parte de sus efectivos policiales al aeropuerto de Visby. En colaboración con la Policía Criminal, se pusieron en alerta otros aeropuertos y controles fronterizos. Se difundió por todo el país la orden de busca y captura contra Vera y Stefan Norrström, y la policía informó de la orden a los taxistas y los conductores de autobuses. Dado que Vera se encontraba en la semana treinta y seis de su embarazo, se informó también a las recepciones de los hospitales y las clínicas de maternidad. Una situación de estrés podía poner en marcha el parto.
Quizá existiera todavía alguna posibilidad de detener a Stefan Norrström. Mientras hubiera medidas que tomar y estuviera a la espera de noticias, Knutas era incapaz de marcharse a casa. El cansancio caía sobre él en oleadas, pero conseguía mantenerlo a raya a base de café y alguna que otra excepcional chupada a la pipa.
Abrió la ventana y expulsó el humo fuera. Contempló la noche de Visby con la mirada perdida y pensó en su fracaso. ¿Había estado ciego? Tras su visita a Gotska Sandön, Karin se había dado cuenta de cómo estaba todo relacionado. ¿No debería haberlo deducido él antes? La policía había controlado a todos los rusos que vivían en Gotland. Por otra parte, no era fácil averiguar el origen ruso de Vera. Era alemana y tenía apellido sueco.
Debería irse a casa, igual podían ponerse en contacto con él si ocurría algo, pero no quería. La inquietud se fue adueñando de él. Apagó la pipa y volvió al escritorio. Buscó al azar en el montón de documentos que formaban parte de la investigación y se estrujó el cerebro tratando de averiguar qué se le había pasado por alto.
A
las dos de la madrugada se enderezó aturdido en la silla. Se había quedado dormido, pero se despejó al darse cuenta de que era el teléfono lo que lo había despertado. Alargó el brazo para coger el auricular y le volvió a subir la tensión.
—Hola, soy Eva Dahlberg, la jefa de recepción de Destination Gotland. Nos hemos visto esta tarde cuando estuvieron ustedes aquí registrando el barco.
—¿Sí?
—Perdone que llame a estas horas, pero me dio su tarjeta y creo que esto puede ser importante. ¿Es cierto que una de las personas a las que buscaban era una mujer, y que estaba embarazada?
—Sí, es correcto.
—Bueno, pues el caso es que las limpiadoras han encontrado en una papelera junto a la salida del barco algo que parece placenta. Estaba allí, dentro de una bolsa de plástico.
Knutas se quedó helado.
—¿Está segura?
—Eso creo; he tenido hijos y juraría que es placenta.
—Está bien.
Knutas deliberó. Nuevamente tuvo que cambiar de idea.
—Hay que desalojar el barco, y tiene que permanecer en el puerto de Nynäshamn.
—Pero…
—Nada de peros —gritó él—. Y por el amor de Dios, no tire la placenta. De momento, métala usted en una bolsa de plástico en la nevera.
¡Mierda!, pensó después de colgar el auricular. ¡Se fueron en el barco de todos modos!
Todas las pesquisas se dirigieron hacia Nynäshamn y la zona de Estocolmo. La pareja tenía un recién nacido y probablemente estaba sin coche, por lo que en principio les iba a resultar difícil ocultarse.
El cansancio desapareció como por arte de magia; aquella noche las contrariedades se trocaban en esperanzas tan repentinamente que Knutas apenas alcanzaba ya a sorprenderse.
Erik Sohlman llamó desde la casa de Kyllaj, que había sido acordonada y registrada a fondo. Le contó que había un arma bajo una trampilla del suelo del sótano. Tal como sospechaban, era una pistola del ejército ruso, una Korovin fabricada en los años veinte por Tulski, y se podía constatar que el arma había sido utilizada recientemente.
Luego se hizo el silencio. No se supo nada nuevo en relación con la pareja buscada en varias horas. A las cinco, Knutas tiró la toalla y se fue a casa. Tenía la cabeza completamente vacía. Se encaminó directamente a la cama; se deslizó en silencio al lado de su mujer, que estaba dormida, y la rodeó con el brazo.
Aún tardó en conciliar el sueño.
L
a bahía de Kyrkviken, en el centro de la isla de Fårö, estaba bañada por la luz rojiza de la tarde. Los prados y los cultivos resplandecían. Johan llegó a la iglesia con Andreas Eklund, su mejor amigo, además de periodista y compañero en SVT.
Era el padrino de la boda, y habían dedicado la última hora a tomar unas cervezas en el jardín del restaurante Fåröhus y filosofar acerca de que la vida de soltero de Johan había tocado definitivamente a su fin. Emma no quiso que él la viera antes de la boda. Si tenían que casarse en la iglesia, debían hacerlo todo como Dios manda.
Tiempo atrás, cuando habían hablado de casarse, Emma se mostró totalmente reacia ante la idea de una gran boda en la iglesia dado que ella ya había pasado por eso, pero en esta ocasión no puso el menor inconveniente. Se iban a casar en la iglesia de Fårö y luego, el convite lo celebrarían en Fåröhus. Invitarían a vino y cordero asado y baile durante toda la noche. Al día siguiente saldrían de luna de miel a la Riviera italiana.
Desde la puerta de la iglesia, Johan vio a todas las personas elegantemente vestidas que subían por la cuesta de la iglesia y experimentó una sensación de irrealidad. Allí estaba su madre con un vestido de seda de color azul pálido riendo junto a los padres de Emma. Sus hermanos vestían esmoquin y se movían libremente entre los familiares de Emma. El cabello negro como el azabache de Pia Lilja llamaba la atención. Llevaba un espectacular vestido rojo ceñido al cuerpo que le sentaba muy bien y unos zapatos de charol con altísimos tacones. Estaba hablando con Peter Bylund, y Johan se preguntó divertido si no habría nada entre ellos dos. Elin llevaba un vestido rosa con una cinta de seda, y Sara, la hija de Emma, era la encargada de las arras. Su vestido era igual al de Elin.
Filip andaba correteando y haciendo travesuras con otros niños; tiraban pequeñas piedras que cogían de la explanada de la iglesia. Contempló un momento a Sara y a Filip. Sus hijastros, como los llamaba. Johan pensaba que su relación con ellos había sido buena hasta ahora, especialmente con Sara, y seguro que iba a funcionar. O mejor dicho: él haría todo lo posible para que funcionara. Nada iba a interponerse entre ellos.
Se escabulló con Andreas entre los invitados y entró en la sacristía. Saludó a la pastora, una mujer agradable de unos cincuenta años. El sacristán le dio un golpecito en el hombro.
—Oye, ha llegado un fotógrafo.
—¿Qué? ¿De dónde?
—De Televisión Sueca. Pregunta si puede filmar.
Johan echó un vistazo al interior de la iglesia. Allí estaba Peter Bylund con la cámara al hombro.
—¿Te parece bien que grabe? —preguntó—. Fue Grenfors quien pensó que debíamos documentar el gran acontecimiento. Puede ser un bonito recuerdo, ¿no?
Pia estaba al lado y sonrió burlona al decir:
—¡Ya me ocupo yo de la cámara para que quede bien hecho!
A Johan le emocionó toda esa atención. Se arrepintió de no haber invitado al redactor jefe a la boda.
—Sí, claro que me parece bien. Por supuesto.
Los invitados habían empezado a entrar y tomaban asiento en los bancos. Anders Knutas se acercaba caminando por el pasillo del brazo de Line. Johan se acercó a saludarlo.
—Hola, me alegro de que hayais venido.
—Un placer.
Knutas se sentía algo incómodo. La última vez que se vieron se gritaron el uno al otro en el muelle de Slite. Johan se alegró de que el comisario hubiera decidido, de todos modos, aceptar su invitación. Se preguntó cómo se sentiría Knutas, el jefe de la investigación, al no haber conseguido detener al matrimonio Norrström. Quizá acabaran dando con ellos. Stefan y Vera Norrström estaban en busca y captura internacional, pero habían desaparecido sin dejar rastro.
Quedaban diez minutos para que el reloj diera las cuatro y ya era hora de que Emma y él entraran en la iglesia. Empezó a ponerse nervioso. Andreas se lo llevó a la explanada y le alargó una petaca de bolsillo con whisky.
—Toma, bebe un poco.
—Gracias. Joder, estoy como un flan.
—No es tan raro. Vas a casarte. Es algo grande.
Por enésima vez durante la última hora, Johan miró el reloj. Las cuatro menos diez. Ella ya debería estar allí.
No se veía ningún coche.
—¿Dónde puñetas se ha metido?
Johan sacó un cigarrillo y lo encendió. La cuesta estaba vacía. Solo faltaban unos minutos.