C
uando se despertó, al principio Johan no sabía dónde se encontraba. Entornó los ojos hacia el techo, que tenía un tono amarillento que no reconocía. Con cuidado, se dio la vuelta en la cama, más blanda y ancha que la suya. En la primera centésima de segundo creyó que estaba en el dormitorio de Emma, en Roma, y llegó a experimentar un torrente de alegría impetuosa que le recorrió el cuerpo, antes de recordar que ni siquiera había pasado con ella la tarde anterior y de percibir que el bullicio que se oía al otro lado de la ventana era mayor y más ruidoso que el de la plácida zona residencial de Roma. Entonces recordó lo que había pasado la noche anterior. Joder, claro. Estuvieron en el Donners Brunn y luego fueron a la terraza del Vinäger, donde se encontraron con un grupo de gente de la radio local. Estuvieron de juerga toda la noche y lo pasaron en grande. La noche terminó con él y Madeleine magreándose en el exterior de las ruinas de la iglesia de Santa Karin, en vez de irse cada uno a su casa. Después la acompañó al hotel. No, pensó. No, no.
Se volvió de costado y vio una maraña de pelo negro que sobresalía por encima del edredón.
Mierda. Habían tenido sexo. Se había acostado con su compañera de trabajo. Joder, qué bajo había caído. Quería olvidarlo todo. Se deslizó de la cama lo más silenciosamente que pudo y entró en el baño. Abrió el grifo con cuidado de que no se oyera correr el agua. Se miró en el espejo; tenía el rostro pálido. Se encontró con su propia mirada inyectada en sangre. Tenía los ojos cansados, algo tristes. ¿Quién era ese tipo? Descubrió arrugas nuevas alrededor de los ojos y en el cuello. Un pliegue que no estaba allí antes. Le había cambiado la cara, había envejecido. Tenía un sabor asqueroso en la boca. Le asaltó la imagen de la cara de Emma. ¿Cómo podía ser tan estúpido? Se sintió sucio, y el desprecio que sentía hacia sí mismo le produjo vértigo. Ya se ducharía en casa. Tenía que salir de allí, largarse. Se deslizó hasta el dormitorio y recogió su ropa a toda prisa, aterrado por si Madeleine se despertaba.
Sin hacer ruido, cerró la puerta y se fue.
E
l siguiente barco cargado de carbón no llegaría al puerto de Slite hasta una semana después. Knutas, por el momento, dejó las cosas como estaban, y decidió ir a casa de los padres de Peter Bovide, aunque ya los habían interrogado. Se proponía verlos personalmente.
Resultaba agradable dejar la comisaría y viajar solo. Prefirió conducir su propio coche, un viejo Mercedes sin aire acondicionado, por lo que cuando se bajó en Slite estaba sudando a mares. Katarina y Peter Bovide vivían en un apartamento a pie de calle en el centro del pueblo. Las persianas estaban echadas; desde fuera parecía que no había nadie en casa.
Knutas llamó al timbre. Aguardó un momento.
La puerta se abrió despacio y a Knutas le impresionó ver la expresión del rostro de aquella señora mayor. Katarina Bovide tenía pecas, estaba morena y, de hecho, le recordaba un poco a Line. Vestía un vestido largo de color rojo claro; su tristeza y su desesperación, lamentablemente, saltaban a la vista.
Lo saludó solo con la cabeza y lo guió hasta el cuarto de estar. Lo más probable es que la habitación fuera más agradable, pero en ese momento permanecía en penumbra. Tenían las cortinas echadas y apenas entraba luz. Era como si los padres de Peter Bovide quisieran dejar fuera el maravilloso verano. Como si su belleza les resultara insoportable.
Enseguida apareció un hombre en el umbral de la puerta, tan demacrado y sin ganas de vivir como su mujer. Stig Bovide era alto y de complexión delgada, con el pelo de color castaño claro y los ojos azules. Iba vestido con una camisa clara que llevaba metida dentro de los vaqueros azules. Calzaba unas zapatillas de la marca Birkenstock. El desconsuelo inundaba la sala. El calor era insoportable. Knutas estaba sediento, pero nadie le ofreció nada de beber. Intentó aguantar.
—Bueno —empezó—. Naturalmente, les acompaño en el sentimiento. Como tal vez sepan, yo soy quien dirige la investigación policial; me encontraba fuera cuando sucedió, pero volví ayer y me he hecho responsable del caso que hasta ahora llevaba la subcomisaria Karin Jacobsson, mi sustituta. —Se aclaró la garganta y se preguntó por qué perdía el tiempo en esas explicaciones—. Pues bien, tengo algunas preguntas a las que me gustaría que me respondieran.
—Ya hemos hablado con la policía —dijo Stig Bovide—. Con uno que se llama Kihlgård. Estuvo aquí ayer.
—Sí, lo sé. Pero como acabo de tomar las riendas de la investigación, quería conocerles personalmente. Espero que no les importe. Lógicamente, vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para detener al asesino, y para ello es importante que sepa todo cuanto sea posible acerca de Peter. ¿Pueden contarme cómo creen ustedes que le iban las cosas?
—¿Cómo le iban las cosas? —repitió Katarina Bovide con voz apagada.
—Me refiero a cómo se encontraba él, en general, tanto en el trabajo como en su matrimonio.
—Bueno, no sé. —Katarina Bovide demoró la respuesta—. Supongo que le iba bastante bien. Vendela y él tendrían sus problemas, como cualquier matrimonio, pero no más que otros padres con hijos pequeños, ¿no?
Miró interrogante a su marido. Él no dijo nada, pero asintió con la cabeza.
—Estaban muy ocupados con Willian y Mikaela, claro; nosotros los ayudábamos todo lo que podíamos. Los niños están ahora en Othem, en casa de la hermana de Peter. Nos pareció que en este momento era lo mejor, ella vive en el campo y tiene animales, y además, pueden jugar con sus primos. Para que se distraigan un poco. Pero nosotros vamos a verlos todos los días y echamos una mano. Bueno, hasta que Vendela se recupere.
—Entonces, ¿creen que Peter lo llevaba todo bastante bien?
—No sé —dijo Stig Bovide—. Bien, bien… Sufría epilepsia y tenía que cargar con eso. A veces, su enfermedad podía llegar a ser bastante molesta.
—¿Quiere decir que sufría ataques de epilepsia? —inquirió Knutas frunciendo el ceño.
—Sí.
—¿Con qué frecuencia?
—No los padecía muy a menudo, un par de veces al año, quizá. La situación empeoraba cuando estaba estresado o deprimido.
—¿Deprimido? ¿Solía estar deprimido?
Los dos ancianos se removieron incómodos.
—A veces se sentía desanimado —dijo la madre con voz queda—. En esas ocasiones, era difícil hablar con él. Era como si se encerrara en sí mismo.
—Necesitaba estar solo —añadió el padre—. Creo que por eso le gustaba tanto correr. A veces se pasaba fuera horas y horas. Sé que eso a Vendela no siempre le parecía bien.
—Claro, sentía que pasaba mucho tiempo alejado de ella y de los niños —aclaró Katarina—. Y no es de extrañar, porque además trabajaba muchas horas —dijo con un suspiro.
—¿Con qué frecuencia se sentía deprimido?
—Un par de veces al año, tal vez.
—¿Acudía a algún psicólogo o tomaba algún medicamento?
—Sí, tomaba antidepresivos —respondió Katarina Bovide.
Su marido la miró sorprendido.
—¿De verdad?
—Sí, querido —dijo poniéndole una mano en el brazo—. No quería preocuparte. Perdóname.
Stig Bovide tenía la mirada fija en su mujer. Apretó los labios, pero no dijo nada. Knutas cambió de tema.
—Hemos sabido que últimamente Peter se sentía perseguido; ¿qué saben ustedes de eso?
—No, la verdad es que no sabíamos nada.
El tono de voz de Stig Bovide se volvió más agresivo.
—¿Cómo que se sentía perseguido? ¿Quién ha dicho eso?
—Lo siento, pero no puedo revelar esa información. ¿Están seguros de que Peter no les había comentado nada?
—¿Que no lo puede desvelar? —gritó Stig Bovide—. ¡Santo cielo! Estamos hablando de nuestro hijo. ¡De nuestro hijo asesinado! Somos sus padres, ¿lo ha entendido?
Señalaba, alterado, a su mujer y a sí mismo una y otra vez.
—Exigimos que la policía nos cuente todo lo que ocurra en la investigación. ¡Y quiero decir absolutamente todo!
Aquel brusco arrebato sorprendió a Knutas. Stig Bovide se había levantado y estaba inclinado sobre él. Tenía el rostro desencajado de rabia.
—Usted se presenta aquí en nuestra casa dos días después de que nuestro hijo haya aparecido asesinado y nos hace un montón de preguntas a las que nosotros debemos responder. Y luego se niega a contarnos lo que le ocurría a nuestro hijo. ¿Está mal de la cabeza? ¡Fuera de aquí, largo!
Cogió a Knutas por la pechera de la camisa.
—¡Tranquilízate! —gritó Katarina Bovide—. ¿Qué estás haciendo?
Consiguió apartar a su marido de Knutas, que se levantó inmediatamente.
—Continuaremos este interrogatorio en otro momento —balbució Knutas—. Lamento haberles molestado, pero en la investigación debemos ser reservados. Incluso con las personas más cercanas. Nos pondremos en contacto con ustedes. Y, una vez más, les acompaño en el sentimiento.
Katarina sujetaba con fuerza a su marido, que miraba furioso a Knutas en silencio. Tenía la respiración acelerada y, al parecer, le costaba recuperar el control. Knutas se apresuró a salir al reducido recibidor, cogió su chaqueta y salió pitando.
Lo siguieron el dolor y toda la desesperación que había en el apartamento.
A
Johan le costaba concentrarse en el trabajo. Pia le preguntó si le pasaba algo, pero no se atrevió a contarle lo que había ocurrido. No en aquel momento. De todos modos, seguro que se lo imaginaba. La noche anterior, después de que cerrara el bar, Madeleine y él se entretuvieron en la calle y ella no acompañó a Peter de vuelta al hotel. A la mierda, se dijo. Pia podía pensar lo que quisiera. Él no estaba prometido ni casado. El compromiso con Emma estaba roto y llevaban meses sin estar juntos por lo que, en realidad, no había ninguna razón para que tuviera mala conciencia. Era ella quien lo había rechazado. Sin embargo, se sentía digno de desprecio y no comprendía cómo podía haberse comportado de una manera tan miserable. Tenía que hablar con Madde en cuanto ella llegara al trabajo.
Max Grenfors, el redactor jefe de
Noticias Regionales
, llamó desde Estocolmo. Durante el verano se incorporaba a la redacción, trabajando también como redactor. Algo que no le gustaba a nadie, salvo a él mismo. Estuvieron discutiendo qué reportaje debería hacer durante el día.
—Me da la impresión de que la policía no sabe ni por dónde empezar a buscar —dijo Johan—. El asesinato es un misterio. Al menos, visto desde fuera, Peter Bovide era un padre de familia completamente normal que quería a su mujer, trabajaba duro y era discreto.
—¿Habéis hablado con sus padres?
—No —respondió Johan cortante, irritado por la pregunta—. ¿Te parece que es correcto? Su hijo ha aparecido asesinado hace dos días. Aún estarán conmocionados.
—Pero inténtalo —insistió Grenfors—. No se les ha visto ni oído en ningún medio, así que nosotros seríamos los primeros, los de nacional…
—No quiero oír hablar de nacionales —lo interrumpió Johan, cansado de que Grenfors constantemente estuviera haciendo la pelota a la redacción del informativo nacional—. Si los de nacionales tienen tantas ganas de sacar a los padres, entonces que hagan ellos esa entrevista. Madde puede ir a importunarlos. Yo no pienso hacerlo.
No había terminado de pronunciar la frase cuando Madde entró por la puerta. Miró a Johan intrigada.
—Luego te llamo.
Johan interrumpió la conversación y colgó el auricular.
—Hola —saludó Madde con una mirada a la vez complacida y preocupada.
—Hola.
Johan sopesó durante unos segundos cómo debía actuar. Lo mejor era agarrar el toro por los cuernos lo antes posible. Se levantó de la silla; iba a coger del brazo a Madeleine y pedirle que lo acompañara fuera cuando sonó el teléfono. Pia atendió la llamada. Por su gesto y tono de voz, comprendieron que le estaban comunicando algo importante. Pia le hizo una seña a Johan para que le alcanzara un bolígrafo y anotó apresuradamente lo que le decían al otro lado del auricular. Su expresión era tan tensa que Johan se olvidó por completo de que acababa de tomar la decisión de hablar con Madde. Cuando terminó, Pia colgó lentamente el auricular.
—Ahora agarraos, porque me acaban de hacer una confidencia que puede ser un bombazo.
Johan se volvió a sentar.
—Era Anna, una chica a la que conozco, trabaja en Sofias Nail and Beauty, aquí, en Visby. Sí, es un salón de belleza. Anna trabaja haciendo escultura de uñas y conoce muy bien a Vendela Bovide, es una de sus mejores amigas. Ella también trabaja allí, los sábados.
—¿Ah, sí?
—Anna me ha contado que salieron a comer las dos una semana antes del asesinato. Una cena de despedida previa a las vacaciones; Vendela iba a pasar fuera un mes.
—Okey —asintió Johan impaciente.
Lanzó una mirada rápida a Madde, que se había dejado caer en la silla contigua.
—Vendela estaba preocupada en la cena. Al parecer, a Peter lo habían amenazado. Anna ahora no sabe qué hacer. Tiene miedo de que pueda ocurrirle algo a su amiga.
—Pues podría empezar por hablar con nosotros —propuso Johan.
—Fíjate, eso mismo estaba pensando yo.
C
on permiso de Vendela Bovide, la policía registró la casa familiar y los locales de la empresa, pero en ninguna parte encontró nada de interés. La policía se había llevado los ordenadores de la empresa y estaba analizándolos. El miércoles por la tarde Thomas y Karin fueron a casa de la viuda para interrogarla más a fondo. Tras abandonar la mujer el hospital, habían quedado en verse a las tres.
La casa de la familia Bovide se encontraba junto a la carretera que llevaba a Othem, hacia el norte. Una casa de madera roja con las esquinas blancas y un patio de gravilla bien rastrillada en la parte delantera. En el jardín había una gran cama elástica y algo más lejos se veía una casita para jugar y una hamaca colgada entre dos manzanos. Una valla de madera poco alta rodeaba el terreno. Parecía recién pintada. El césped estaba bien cortado.
Llamaron y oyeron el sonido hueco del timbre.
Esperaron un poco; volvieron a llamar.
Karin fue hacia la puerta. Estaba abierta. La abrió un poco y llamó con cautela. No obtuvo respuesta.
Se deslizaron hasta la entrada; allí hacía mucho calor y olía a cerrado.
—Voy a ver el piso de arriba y tú puedes echar un vistazo por aquí abajo —dijo Thomas, desapareciendo por las escaleras que llevaban a la segunda planta.