—Imbécil. Te voy a partir la cara.
—¡Dani! —le advertí.
Luego se dedicaron a insultarse y acabé por enviarlos a su habitación. Esta vez no quería ser injusta, al no saber cuál de los dos mentía, me pareció lo más conveniente.
Me quedé sentada en la butaca mirando la tele sin ver nada. Me sentí como en trance, luego cogí el móvil y busqué en la agenda el número de Sergio. Creo que no era consecuente con lo que iba a hacer. Ni siquiera pretendía mantener una conversación, solo le felicitaría por su cumpleaños. Tal vez se alegraría de ver que era yo quien llamaba, y agradecería el detalle. Me diría algo, «gracias Paula», tal vez, o «te has acordado»…
Una voz repelente me hizo salir de mi ensoñación: «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura». Apagué llena de rabia.
—Anda que te jodan —exclamé en voz baja.
Unos chillidos me sobrecogieron. Venía del cuarto de mis hijos. Y era sin duda Alejandro quien gritaba. Me dirigí hacia allí bastante alterada.
Estaba histérico y sangrando, no pude percibir sí por la boca o la nariz, mientras señalaba a su hermano, que estaba de pie a su lado. Me asusté muchísimo y en mi cabeza se juntó todo, la histeria de Alex, mi rabia, mi enfado, mi desgana, mis nervios… sin dudarlo siquiera deduje que Dani le había dado un puñetazo. No habría sido la primera vez, por lo que le propiné una fuerte bofetada sin pararme ni a preguntar.
—¡Hala, que hostia! —oí decir a Vicky, que miraba desde la puerta con Álvaro a su lado.
Llevé a Alejandro al baño para lavarle la cara con agua fría y conseguir calmarle. Era la nariz. Siempre se ha puesto muy nervioso cada vez que con una herida ese líquido rojo ha hecho acto de presencia. Por fin dejó de sangrar.
—Mamá… —dijo entre sollozos—, no ha sido Dani… Resbalé y me di contra la puerta.
—¿Eh? ¿Cómo?
—Solo que se estaba riendo de mi…
¡Dios Mio! ¿Qué he hecho? Oh, Dios…
Lo encontré sentado en la silla con los brazos apoyados en la mesa y la cabeza hundida sobre ellos.
—Dani… —susurré—, lo siento, lo siento muchísimo…
Me miró un instante. Luego giró la cabeza al lado contrario.
—Déjame en paz —dijo con los ojos fijos en la ventana y poniéndose de pie.
Me acerqué a él y traté de abrazarlo pero me rechazó.
—¡Qué me dejes!
—Lo siento —repetí con los ojos llenos de lágrimas—. Estaba muy nerviosa, me asusté… yo…
—Sí, si hubiera sido yo te hubiera importado una mierda.
—No, claro que no… Oh, hijo, no me digas eso. Sabes que no es cierto…
Volví a hacer un intento de abrazarlo pero se echó para atrás evitándome.
—Déjame. Quiero estar solo. Vete…
Salí del cuarto y regresé al salón desolada. Vicky se había ido con Álvaro y Alex veía la tele sentado en una de las butacas. Ya estaba tranquilo.
—Mamá… ¿puedo preguntarte una cosa? Lo miré.
—¿Cuándo va a volver Sergio?
—No… no lo sé…
Volvió a fijar la vista en la tele y susurró:
—Quiero que vuelva…
No contesté nada. Miré el móvil, que seguía sobre la mesa. Seguro que había visto mi llamada, pero mi teléfono seguía en silencio.
Todos podemos sentirnos culpables por muchas cosas en nuestra vida. Culpables por haber dicho, por haber callado, por haber hecho o por todo lo contrario. El sentimiento de culpa va adherido al ser humano desde el principio de los tiempos. Lo llevamos dentro y a veces sale a la luz. Yo me sentía tan culpable por lo sucedido con mi hijo que no sabía ni cómo solucionarlo, pero aunque no fue un consuelo, me alivió saber que no era la única con ese sentimiento.
Cuando llegó mi madre de su partida de parchís, mi casa y sus habitantes parecían reflejar una escena de cualquier obra de Dickens. Nada más vernos percibió el ambiente cargado de silencios y rostros acongojados, sobre todo el de Dani y el Mio. No había conseguido que me hablara a pesar de mis esfuerzos por disculparme otra vez más. Me sentía fatal y solo me apetecía llorar.
Estaban con el postre y yo recogía el resto de los platos. Dani se levantó y lanzó la cuchara del yogurt al fregadero con toda su fuerza.
—Niño —protestó mi madre—. Ten más cuidado.
Él no contestó, se limitó a salir de la cocina y cerrar la puerta con brusquedad.
—¿Pero qué pasa, Paula?
—Te pondré la cena —le contesté.
Cuando se sentó minutos después frente a mi, me miró muy seria. Yo intenté comer algo pero tenía tal nudo en el estómago que no fui capaz. Dejé el tenedor sobre el plato y lo aparté.
—No tengo ganas —dije antes de que me preguntara.
Suspiró.
—No comes nada, Paula —protestó.
—Ay, mamá… vale. No estoy de humor. Déjame…
Le molestó mi tono, lo noté en la expresión de su rostro.
—¿Me vas a explicar lo que pasa? —dijo de pronto—. ¿A qué vienen esas caras? ¿Por qué está Dani tan enfadado? ¿Habéis reñido?
Preferí no decir ni una palabra. Me levanté y cogí una mandarina del frutero.
—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó con resignación.
Me volví hacia ella.
—Nada. No ha hecho nada. He sido yo…
—¿Tú?
No contesté. Me volví a sentar en la misma silla de antes.
—¿Qué ha pasado?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
Ante su insistencia terminé por explicarle lo sucedido y esperé oír los reproches que sabía que me diría, como: «siempre has tenido mucho genio, deberías de pensar antes de actuar, no ser tan impulsiva, controlarte…»"
Y en efecto escuché uno detrás de otro, lo que me hizo retroceder a mi infancia y adolescencia cuando la hacía enfadar y me soltaba lo que mis hijos ahora llaman «charla».
Sabía que tenía toda la razón del mundo, pero que me lo reprochara me molestó y mucho. No estaba dispuesta a seguir escuchándola.
—Vale, mamá —dije cortándola—. Lamento no ser una madre tan perfecta como tú.
Vi su gesto contrariado.
—No hay madres perfectas, Paula. No quieras serlo. Es imposible.
Pensé que se callaría pero siguió hablando.
—Los hijos tendéis a culpar a las madres y a los padres de todo y no es así… no es así —repitió—. Pero tanto tu hermana como tú siempre me culpareis a mi por los fallos cometidos, como tus hijos lo harán contigo… No verán sus errores, verán los tuyos y los de su padre…
—Si a eso se le puede llamar padre…
—Ya, pero a lo que iba. Siempre tendrás la culpa de algo, como yo…
No entendía qué me quería decir.
—No sé a dónde quieres llegar, mamá —dije—. Yo no te culpo de nada.
—Puede… pero sí es cierto que te pareces mucho a mi, y tal vez te inculqué cosas mías sin quererlo.
—No creo, mamá. No sé por qué dices eso… no te entiendo.
Sí era cierto que me iba pareciendo cada vez más a ella en todo.
Se quedó callada.
—Eso mismo que has hecho con tu hijo, lo hice yo contigo —dijo fijando en mi su mirada.
—¿Conmigo?
—Me parece imposible que no lo recuerdes —dijo.
Negué con la cabeza.
—¿Te acuerdas de aquella muñeca de porcelana que había sido de mi abuela?
Claro que me acordaba. Imposible no recordarlo.
—Sí. Apareció rota y tú decidiste que había sido yo por mi manía de jugar con ella… ni me preguntaste —le reproché.
—Cuando mucho tiempo después tu hermana confesó, ni siquiera fui capaz de pedirte disculpas por haberte pegado.
—¿Maribel confesó?
—Sí… demasiado tarde —contestó bajando la vista.
—Nunca me lo dijiste. ¡Ninguna de las dos me lo dijo! —exclamé asombrada.
—Aunque no lo creas, lo lamenté mucho, mucho… pero… pedirte perdón era como reconocer que me había equivocado, que no era tan perfecta como creía. Por eso lo dejé pasar. Me sentí culpable por mucho tiempo…
Recordé el incidente. Era una muñeca muy antigua que mi madre guardaba como un tesoro; me había advertido muchas veces que no jugara con ella, pues era un recuerdo muy especial que tenía de su abuela.
Apareció rota de la noche a la mañana y nadie dudó de que hubiera sido yo. mi hermana, que yo recuerde, no dijo ni una palabra. ¿Cuántos años tenía yo? ¿Ocho, nueve…? Por ahí. ¡Qué injusto me pareció entonces y qué mal me sentí! Yo estaba segura de mi inocencia y llegué a creer que se había roto sola, nunca se me ocurrió pensar en Maribel. Ella no hacía ese tipo de cosas. Y si las hacía, confesaba antes de que preguntaran. Yo no.
Ni mi padre, que siempre intentaba excusarme, quiso creerme. Desde entonces he odiado las muñecas de porcelana.
—Lo que más me dolió fue que pensarais que mentía —dije—. Todos.
—Reconoce que lo habías hecho otras veces, lo de romper cosas y ocultarlo.
—Sí. Por eso mismo creí que Dani había pegado a Alex. Tampoco hubiera sido la primera vez. Aunque ya lo sé, no es bastante excusa.
—Tú sí has sabido disculparte con tu hijo. Esa es la diferencia. Yo no…
Hizo un gesto compungido y sentí lástima.
—Vamos, mamá. No puedo creer que después de tanto tiempo…
—No fui una madre perfecta. Eso estoy tratando de decirte. Me equivoqué muchas veces… pero intenté hacerlo lo mejor posible.
Sentí una necesidad enorme de abrazarla. Me acerqué a ella.
—Has sido y eres una madre estupenda, mamá. Y créeme, no te culpo de nada en absoluto. Puedes estar tranquila, no he tenido que ir al terapeuta a hablar de ti. Ya me conformaría con que mis hijos no tengan que ir a hablar de mi…
—Ya sé que es demasiado tarde. Pero créeme que lo siento.
Tenía mala cara, como si de verdad le estuviera doliendo tanto que no pudiera disimularlo. Volví a abrazarla.
—Yo solo he querido vuestra felicidad…
—Ya lo sé, mamá.
—Tanto la tuya como la de tu hermana. Sonreí y traté de bromear.
—A mi hermana sí que no pienso perdonarla —dije—, espera que la pille. Ya le voy a recordar lo de la dichosa muñequita…
Conseguí que sonriera.
Vicky entró en ese momento. Llegaba de la calle.
—¿Pasa algo? —preguntó con curiosidad.
—Nada —contestó la abuela—. Recordábamos viejos tiempos…
—Sí… —afirmé—. Viejos tiempos… —Ah… ¿Qué hay de cenar? ¡Me muero de hambre!
Cuando me metí en la cama me puse a llorar. Fue como una catarsis que me sirvió para liberar mis tensiones, mis nervios, mi malestar… Me desahogué con un único testigo: mi almohada.
Tenía todos los motivos del mundo para sentirme peor que mal: mi hijo estaba enfadadísimo conmigo, Sergio no se había dignado en llamar, mi madre se sentía culpable por algo del pasado… Y yo… yo continuaba sufriendo, lo que significaba que después de todo, seguía existiendo.
No lo esperaba. En ese momento, no. Sabía que tarde o temprano me cruzaría con Sergio, pero hubiera preferido estar prevenida ante la posible situación. Le estaba dando indicaciones a Verónica sobre una carta que debía de escribir cuando la puerta de entrada a la asesoría se abrió.
—Buenos días —oí decir.
Yo le daba la espalda, pero me volví.
Era Sergio. Me miró y trató de sonreír. Supongo que yo también, pero no sé si lo logré.
—Necesito hablar con Sandra —dijo dirigiéndose a Marta.
—Está ocupada, si puede esperar un momento.
—Sí, por supuesto.
Yo ya no lo miraba, me había girado de nuevo y traté de concentrarme en lo que tenía que decirle a Verónica, que esperaba mis instrucciones. Me puse tan nerviosa que no atinaba a nada, hasta se me cayó el bolígrafo que tenía en la mano. Estaba segura de que Sergio me estaba observando. No me salían ni las palabras.
—Bien… qué… ¿qué te… estaba diciendo?
—Lo de la carta…
—Ah, sí… bueno, déjalo. Sigue con lo tuyo. Ya… la haremos luego, no hay prisa.
Me volteé y me dirigí a mi despacho. Pasé a su lado sin mirarlo, con paso apresurado. Noté sus ojos clavados en mí, pero no me dejé impresionar.
—Paula…
No podía volverme hacia él. Me hice la sorda muy a pesar mio y continué mi camino.
Al cerrar la puerta me quedé quieta, sin moverme, con la cabeza apoyada en el marco de madera y los ojos cerrados. El corazón me latía con fuerza.
Estaba demasiado dolida para hablarle como si nada. Sus palabras retumbaban en mi mente todas las noches. Me sentía herida, terriblemente herida… además sin merecerlo, sin saber qué errores había cometido, qué lo había hecho alejarse de mi. ¿Por el baile con el francés? No, no… Sergio es mucho más inteligente que todo eso. Tenía que haber más, algo que yo desconocía y que me atormentaba todas las horas del día.
Respiré hondo y volví a mi silla, pero no logré concentrarme. El saber que estaba ahí fuera, a tan poca distancia, tan cerca y tan lejos a la vez, me alteró tanto que tuve que hacer un gran esfuerzo por no echarme a llorar.
Poco después fue Sandra quien entró. Me sobresalté al verla.
—Qué susto me has dado.
Se sentó frente a mi y me miró con gesto cansado.
—Sergio acaba de irse.
—Lo sé. Lo he visto.
—¿Y qué te ha dicho?
—Nada.
Pareció decepcionada.
—Yo tampoco a él —le aclaré. Soltó un suspiro.
—Pensé que hablaría contigo…
Me encogí de hombros.
—No sé para qué, Sandra.
—Lo está pasando tan mal como tú.
—¿Ah, sí? ¿Te lo ha dicho? —pregunté incrédula. —No. Pero se nota… no veas qué cara tenía cuando hablé con él. Estaba más pendiente de quién entraba y salía que de lo que le estaba diciendo…
No dije nada. Puede que fuera verdad, pero de Sandra tampoco me podía fiar, tiende a exagerar las cosas.
—¿Y a ti cómo te ha sentado verlo? —preguntó.
—Mal… —confesé—. Estoy con la moral por los suelos.
—Te propongo una cosa. Nos vamos a comer por ahí las dos y nos cogemos la tarde libre. Podemos ir de compras o al cine…
Negué con la cabeza.
—Déjalo, Sandra. Tengo mucho trabajo.
—Yo también… pero ya lo haremos.
Sonreí.
—Agradezco tus buenas intenciones, pero con todo esto que tengo pendiente, estaría lamentándome toda la tarde.
—Estaba guapísimo…
—Sí, es verdad —susurré intentado esbozar una sonrisa—. La verdad es que me gusta de cualquier manera, con corbata, sin ella, con traje, camiseta, o como sea. No tengo problema, ninguno —aseguré.