Un secreto bien guardado (39 page)

Read Un secreto bien guardado Online

Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
11.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ese día no le importó llevarse a Pearl con ella al centro. Ya iba siendo hora de que su hija tuviera ropa nueva también; sin embargo, Barney, aunque no estaba, arrojaba una sombra sobre el día y no acababa de parecerle bien.

Para ser una niña que aún no tenía cuatro años, Pearl se tomaba la moda muy en serio. Insistía en probarse los vestidos y abrigos antes de que se los compraran y se miraba en el espejo, dándose la vuelta para asegurarse de que la prenda le quedaba bien desde todos los ángulos.

—¿No es una monada? —susurró la vendedora de George Henry Lee mientras ella y Amy observaban cómo la niña se ponía un vestido de invierno marrón chocolate con cuello y puños de encaje. Ella miró su reflejo.

—¿Puedo tener zapatos nuevos, mamá?

—Si quieres, cariño... Podríamos comprar unos color crema que hagan juego con el encaje.

Pearl se miró los piececitos en el espejo.

—Estarían muy bien unos color crema.

—Buscaremos en la zapatería dentro de un momento. ¿Te compro ese vestido?

—Sí, por favor. —Se sacó el vestido cuidadosamente por la cabeza y se quedó allí de pie con su enagua de seda y sus calcetines blancos. Llevaba su pelo castaño oscuro recogido en trenzas rematadas con lazos blancos—. Me gusta que me compres ropa, mamá.

—Y a mí me gusta comprártela, Pearl. —Se sonrieron la una a la otra en perfecta sintonía. Amy nunca se había sentido tan próxima a su hija—. Recuerda siempre esto, cariño: un vestido nuevo es la mejor medicina para animar a una mujer decaída.

—Ya lo creo —dijo la joven vendedora—, aunque yo sólo puedo permitirme los precios de C&A, no los de George Henry Lee.

—Oh, es precioso —suspiró Moira Curran cuando Amy le enseñó el traje de
tweed
color crema con bordados en el mismo tono en el cuello de la chaqueta y alrededor del dobladillo de la falda acampanada.

—Me compré una blusa azul celeste para ponérmela con él. —Amy sujetó la blusa por los hombros—. ¿Qué te parece? —Era de crepé grueso con cuello y puños de satén.

—Preciosa también —exclamó Moira admirada.

—Esperaba que te gustase, así que te compré una; la tuya es rosa.

Pearl interrumpió.

—¿Puedo dársela yo a la abuela?

—Por supuesto, cariño. —Amy le tendió a Pearl la bolsa de George Henry Lee. La niña se bajó de su silla y se la dio muy seria a Moira, que dijo que era la blusa más bonita que había visto en su vida—. También me compré un vestido, y zapatos, y un bolso.

—Levantó el vestido de cuadros grises y blancos por los hombros. Tenía un cinturón de charol negro que hacía juego con los zapatos de salón y el bolso.

—¿A qué ha venido esto, cielo? —preguntó Moira.

—¿A qué ha venido qué?

—El frenesí de compras. Hacía mucho que no te comprabas ropa.

Amy estaba doblando cuidadosamente el vestido antes de volver a meterlo en la bolsa.

—Esa es probablemente la razón: que hacía mucho tiempo que no me compraba nada.

—¿Por qué no ha ido Barney contigo? Siempre solía ir. Recuerdo que comentó una vez lo mucho que disfrutaba ayudándote a comprar ropa.

—Barney ha salido por ahí —dijo ella con aire despreocupado.

—¿Qué pasa, Amy, cielo?

Amy se dio la vuelta y miró a su madre con los ojos muy abiertos.

—No pasa nada, mamá.

—¿Vienes a la cocina y me ayudas a hacer té? Pearl se entretendrá aquí con su nuevo cuaderno de dibujos, ¿verdad, cariño?

—Sí, abuela. —Pearl estaba muy ocupada coloreando una fresa con una pintura roja.

—Por supuesto que pasa algo —silbó Moira cuando ella y su hija estuvieron en la cocina—. Es evidente que pasa algo hace siglos. He visto cómo te temblaban las manos cuando sacabas la ropa. ¿Has conocido a otro hombre? ¿Es eso?

—No, mamá —dijo Amy exasperada—. No he conocido a otro hombre. Oh, de acuerdo —admitió. No servía de nada seguir negando que algo fallaba en su matrimonio—. Barney y yo no nos llevamos tan bien como antes, eso es todo. Haber estado en ese campo de prisioneros lo ha afectado muchísimo. Al final, todo se solucionará. —Trató de parecer confiada—. Esas cosas siempre se arreglan.

—Eso espero, cielo. Hace mucho que no te veo feliz, y Pearl está cansadísima. ¿No duerme bien?

—Me he dado cuenta de que parece cansada, pero cada vez que miro por la noche, está profundamente dormida. —Fue a la puerta de la cocina y observó a Pearl, que estaba coloreando una manzana con una pintura verde, y escogió ese momento para frotarse los ojos con el dorso de la mano y bostezar al mismo tiempo. Amy siempre se aseguraba de que la puerta del cuarto de los niños estuviera firmemente cerrada para que Pearl no oyera a su padre acusar a su madre de acostarse con otros hombres y de los demás delitos que supuestamente había cometido.

En casa de su madre había mucha paz y se estaba muy bien. Amy apreció realmente no tener que escuchar al malhumorado Barney, ni hacer frente a uno de sus largos períodos de silencio, tratando de pensar qué decir o preguntándose si sería mejor callar.

Eran las diez de la noche. Pearl estaba profundamente dormida arriba en la cama de su abuela y, durante la última hora, Amy había estado tratando de reunir la energía necesaria para caminar hasta Marsh Lane y pedir un taxi por teléfono. Seguramente Barney ya estaría en casa y supondría que ella estaba con su madre. Debería haberle dejado una nota, aunque no tenía intención de ir a Agate Street cuando salió de casa por la mañana. Además, Barney nunca se molestaba en decirle adónde iba cuando volvía tarde del trabajo.

—¿Puedo quedarme a pasar la noche? —le preguntó a su madre. Sabía que tenía que telefonear a Barney y decirle que no dormiría en casa.

—Por supuesto, cielo. ¿Quieres un cacao?

—Me encantaría. Gracias, mamá. —Llamaría a Barney en cuanto se lo tomara.

Su madre acababa de traer el cacao cuando llamaron a la puerta, pero no fue una llamada normal, sino más bien un aporreamiento. Moira dejó las tazas sobre la mesa y fue corriendo a abrir.

—Hola, suegra —dijo Barney alegremente—. He venido a buscar a mi mujer y a mi hija. Supongo que están aquí.

—Sí, pero no te esperaban, cielo. —La voz de su madre se estremeció ligeramente. Quizá ella, como Amy, se había dado cuenta de que la alegría era fingida.

—Entra. Pearl está arriba, profundamente dormida.

—Entonces dejaré a Pearl y la recogeré mañana. Pero me gustaría llevarme a Amy a casa si no te importa.

—No es asunto mío, ¿no, cielo?

—No, Moira, no lo es.

Barney entró en el cuarto de estar con el abrigo ondeando como una capa, trayendo consigo una oleada de aire frío. Lo seguía una preocupada Moira, que le preguntó si quería un cacao.

—No, gracias —dijo él con exquisita educación—. ¿Estás lista, Amy?

—Sí. —Empezó a recoger las bolsas de las compras, pero Barney lo cogió todo de una vez y lo metió en el coche.

Antes de que su madre pudiera salir de la casa a despedirse, ya se habían marchado.

No intercambiaron ni una sola palabra en el camino hasta casa. Amy salió del coche para dejar que Barney lo guardara en el garaje. Tenía el presentimiento de que algo terrible iba a pasar, de que iban a tener una pelea muy fuerte, y se alegraba de que Pearl se hubiera quedado en casa de su madre.

No estaba preparada para lo que ocurrió, para que Barney entrara en tromba en la casa, se plantara delante de ella y dijera:

—¡No te atrevas a volver a hacer esto nunca! —y la abofeteara en la cara con tal fuerza que se cayó de lado y se golpeó la cara con el brazo de madera de la mecedora. Gritó, y Barney se arrodilló junto a ella, rompiendo a llorar.

Se había sentido aterrorizado al llegar a casa y ver que ella no estaba. Pensó que lo había dejado y sabía que no podía vivir sin ella; ya se lo había dicho antes. Sin su mujer y su hija, se volvería loco.

Amy, con la cabeza latiéndole y la sensación de que la oreja izquierda se le había hinchado hasta el doble de su tamaño, se preguntó si no se habría vuelto loco de verdad. Y quizá ella lo estuviera también, pues, por muy mal que se comportara Barney, nada en este mundo evitaría que lo quisiera, al menos mientras sollozaba como un bebé en sus brazos.

—Shhh —dijo tiernamente—, ahora tranquilízate.

En septiembre, cuando Pearl tenía cuatro años y medio, fue a un colegio de monjas en Brownlow Hill. Llevaba uniforme: un pichi azul marino, camisa blanca y corbata, americana y un sombrero de terciopelo con cinta de rayas.

—¡Estás preciosa! —exclamó Amy el primer día de colegio de Pearl, cuando estuvo vestida y lista para marcharse, una perfecta escolar en miniatura, aunque era alta para su edad y sorprendentemente fuerte. Le daban ganas de llorar al pensar que no volvería a ver a su hija hasta las tres y media.

Acababa de sacarse el carné de conducir y llevó a Pearl a Brownlow Hill en su Morris Minor. Era un día despejado y con sol y las hojas de algunos árboles ya estaban doradas. De vuelta en casa, tuvo la sensación de que había superado una etapa. Que Pearl empezara a ir al colegio significaba el comienzo de una nueva fase en sus vidas. Barney se había comportado con relativa normalidad últimamente, y ella tenía la impresión de que estaba sumido en sus pensamientos. Optimista incorregible, Amy confiaba en que, a partir de ese momento, todo iría bien. Cuando todo se normalizara, le gustaría ir a por otro niño. Rara vez hacían el amor, pero quizá eso también volvería a ser como antes.

Esa sensación duró poco tiempo. Un día, Pearl regresó del colegio con fiebre y quejándose de que se encontraba mal. Amy la metió en la cama y se durmió inmediatamente. Llamó al doctor Sheard, que prometió que iría al cabo de media hora. Cuando Barney llegó, se sentó en la cama de su hija y le refrescó la frente con una compresa fría. Amy se sentó al otro lado y esperó a que llegara el médico. Pearl siempre había sido una niña muy sana; esta era la primera vez que se ponía enferma de verdad.

—Varicela —dictaminó el doctor Sheard tras un somero examen de la paciente—. Hay mucha ahora. Sólo hay que aplicar una loción de calamina de vez en cuando en los granos cuando salgan, que beba mucho líquido y que guarde cama. Se sentirá mejor dentro de unos días. Ah, y ponedle guantes. Si se rasca los granos, le quedarán cicatrices que le durarán toda la vida.

Amy le dio las gracias y lo acompañó al baño para que pudiera lavarse las manos.

—Qué sitio tan bonito —dijo mirando a su alrededor cuando salió al vestíbulo—. No había estado aquí antes. La única vez que te vi fuera de las horas de consulta fue en aquel piso donde tuviste el aborto.

—¿Qué aborto? —preguntó Barney cuando el médico se fue. Estaban de nuevo en el dormitorio de Pearl, sentados a ambos lados de la cama. Ella confiaba en que no lo hubiera oído. No le había hablado del aborto ni del modo en que se había comportado su madre por no alterarlo ni preocuparlo mientras estaba fuera. Y le había parecido inútil contárselo tras su regreso.

—Ocurrió en noviembre, después de que tú te fueras —explicó—. Estaba embarazada de diez semanas, pero perdí el niño.

—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Por qué no me lo contaste? —La miró fijamente, queriendo saber cada pequeño detalle. ¿Sabía el doctor Sheard que estaba embarazada?

—No. —Le reveló que había ido a ver a su madre—. Aunque me dijiste que no le iba a gustar porque soy católica, creí que se alegraría de saber que yo iba a tener un niño.

—¿Cómo reaccionó? —preguntó él.

—No se alegró mucho de verme —Elizabeth Patterson la había llamado puta católica, pero no le parecía que contárselo fuera a mejorar el humor de Barney.

—¿Cómo supiste que tenías que llamar al doctor Sheard? No lo conocías. —A ella no le gustó la manera inquisitiva en que él le hacía las preguntas, como si estuviera tratando de pillarla. Le hacía sentir que había hecho algo espantoso.

—Yo no lo llamé; lo llamó tu padre. Una mujer que había en tu casa telefoneó a tu padre, le dijo que yo había ido a ver a tu madre y él fue al piso. Menos mal que vino, porque para entonces yo ya había perdido al bebé.

Ninguno de los dos habló durante un rato, hasta que Barney preguntó, señalando a Pearl con la cabeza:

—¿Se pondrá bien?

—Seguro que sí. Yo tuve varicela de pequeña, y también Jacky y Biddy.

Él se puso de pie tan bruscamente que asustó a Pearl, que tosió y giró la cabeza hacia el otro lado.

—Voy a salir un rato. No tardaré mucho. —¿Adónde vas?

Barney no contestó; se limitó a abrir la puerta principal y abandonó la casa.

Pearl se despertó con ganas de ir al baño. Rechazaba el orinal e insistió en caminar temblorosa hasta el cuarto de baño, con Amy vigilándola ansiosa.

—Me siento mareada —se quejó.

Después se metió en la cama bien arropada y volvió a dormirse inmediatamente.

Amy hizo té y recordó que no tenían nada para cenar esa noche. Peló patatas y las puso a hervir. Cuando Barney volviera, haría puré con carne en conserva. Nunca antes de casarse había probado esa carne, y cubierta con salsa Worcester era una de sus comidas favoritas.

Se preguntó adonde habría ido, y sospechó que a ver a su madre. Rezó por que no discutieran. El aborto se había producido hacía diez años —no, once—, y era una tontería revolver el asunto ahora, después de todo aquel tiempo. Su relación con Elizabeth Patterson era frágil y podía romperse fácilmente.

Barney regresó unas tres horas más tarde, cuando ya eran casi las nueve y media y fuera la oscuridad era total. Amy le ofreció la carne en conserva, pero él la rechazó. Hizo té, y él lo rechazó también. Sacó la mantequilla y un tarro de mermelada de fresa de la alacena y cortó dos rebanadas de pan, viendo aquello como una excusa para cenar su cena favorita —pan con mermelada—, y entonces Barney dijo con una voz monótona y bastante distante:

—Tengo algo que decirte, Amy. ¿Te importaría sentarte?

Se le cayó el alma a los pies y lo siguió hasta la sala de estar, donde ardía un pequeño fuego tras un guardafuegos de bronce. Amy apartó el guardafuegos, y estaba a punto de echar carbón del cubo a las llamas, cuando Barney dijo con la misma voz monótona:

—Deja eso ahora.

—Pero el fuego se apagará —protestó ella.

—¡He dicho que lo dejes!

Le dieron ganas de golpearlo con la pala.

—¿Qué diablos te pasa? —preguntó, dejando caer la pala al suelo de baldosas, arrepintiéndose inmediatamente cuando hizo un ruido tremendo que podría haber despertado a Pearl. Seguro que tenía algo que ver con el aborto y con su madre. ¿Qué le habría dicho ella? En ese momento, Pearl estaba enferma y Amy no tenía mucha paciencia. Se sentó en una de las mecedoras, dándose cuenta de que era contra la que había caído cuando él la arrojó al suelo aquella vez.

Other books

Light the Lamp by Catherine Gayle
A Love for Rebecca by Uceda, Mayte
The Walking Man by Wright Forbucks
White Vespa by Kevin Oderman
Betrayal of Trust by Tracey V. Bateman
The Woman Who Walked in Sunshine by Alexander McCall Smith