Un secreto bien guardado (36 page)

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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
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—Podemos hacer una fiesta cuando cumpla cincuenta y uno. entonces puede que esté de humor.

Algún día, cuando estuviéramos solas, yo quería hablar con ella sobre mi padre. Había estado recordando las furiosas peleas que solían tener; la furia siempre por parte de mi padre. La voz de ella siempre era baja, paciente y razonable mientras trataba de calmarlo. Pero eso lo ponía aún más furioso.

—¡Puta! —chillaba—. Una vez soltó: ¡De verdad que me gustaría matarte! —Eso me había aterrorizado. Yo quería detenerlo, pero no sabía cómo. En cualquier caso, mi madre lo había matado a él primero.

—Un penique por ellos —dijo Rob.

Lo miré sin verlo.

—¿Perdona?

—He dicho «un penique por tus pensamientos». Te he preguntado dos veces si querías pudin.

—No, gracias, pero me encantaría tomar un té. Lo siento —añadí para disculparme—. Estaba a kilómetros de distancia. —Pensé en un modo sencillo para estar con Rob y con mi madre al mismo tiempo—. ¿Te gustaría venir a casa conmigo para que Gary conozca a Amy? —Al menos podía llamarla Amy cuando no estaba delante, aunque dudaba que pudiera hacerlo alguna vez cara a cara—. Si te parece bien —agregué apresuradamente, no todo el mundo estaría dispuesto a que su hijo conociera a una asesina, por muy guapa y encantadora que fuera.

—Sería estupendo —exclamó Rob.

—¿Adónde vamos? —preguntó Gary.

—A ver a la madre de Pearl.

El niño me miró sorprendido.

—¿Tiene una mamá, señorita?

—Sí, Gary. —No le dije que no me llamara «señorita». No quería que me llamara «Pearl» en clase.

—¿Todas las profesoras tienen madres?

—Desde luego que sí —contesté.

Él se quedó pensando en ello un momento, frunciendo el ceño, y después se encogió de hombros como si lo encontrara todo muy misterioso.

—¿Y papás también?

—Y papás también.

Al cabo de unos minutos, Amy lo había embrujado totalmente. Ella y Charles estaban en el jardín; Marion tenía su cita habitual de los sábados en la peluquería.

—¡Vaya, qué guapo eres! —dijo admirativamente. Palmeó la silla vacía que había junto a ella—. Me llamo Amy, ¿te gustaría sentarte y hablarme de ti?

Gary estaba encantado de hacerlo. Describió el dibujo que había hecho y que había quedado segundo en el concurso.

—Es un árbol de limones y naranjas, y en las raíces viven conejos. Dibujé su casa. Papá, ¿cómo se llama la casa de los conejos?

—Madriguera, hijo.

—Dibujé una madriguera con cortinas en las ventanas. El hombre del periódico dijo que eso demostraba que yo tenía una gran... ¿qué dijo el hombre, papá?

—Que tenías una gran imaginación.

—El hombre dijo que yo tenía una gran imaginación. Y me van a dar un premio. Es un juego de pinturas en una caja de madera, y las pinturas están en cubos, no en lápices.

—Tubos, cariño, no cubos.

—Me gusta mucho apretar los tubos —afirmó Gary muy serio—. No se pueden apretar los lápices. ¿Te gustaría que te hiciera un dibujo cuando me den los tubos?

—Sí, por favor, rae encantaría. ¿Y le harás uno a mi hermano? Se llama Charlie, y es este de aquí.

Charles sonrió amablemente.

—Sí, lo haré, Amy, pero haré un árbol diferente.

—Eres —dijo Amy— un jovencito francamente encantador. ¿Quieres entrar y que te dé un helado de cucurucho?

—Sí, por favor. —Trotó junto a ella hacia el interior de la casa y yo me pregunté por qué mi madre no habría tenido más hijos, cuando era evidente que los adoraba.

Media hora más tarde, volvió Marion, con el pelo corto, liso y negro. Me preocupaba que le molestase que tuviéramos más visitas y estaba dispuesta a enfadarme si lo hacía; yo no llevaba casi nunca gente a casa. Pero fue todo lo agradable que podía ser. Recordé que la vieja cafetera que conducía Rob estaba fuera y sólo hacía unos días se había quejado de ello a Charles. Sin embargo, no dio ninguna muestra de haberse dado cuenta, y si lo hizo, fingió que no le importaba.

Armó mucho jaleo con Gary, pero él estaba demasiado fascinado con mi madre como para que Marion le causara impresión. No sé si Amy lo había cogido en brazos, o si él había conseguido subirse por su cuenta a sus rodillas, pero estaban sentados juntos muy a gusto en una de las sillas del jardín mientras él se comía su helado de cucurucho.

Supongo que era inevitable que Cathy Burns apareciera, irritando a Marion y asombrando a Gary, cuyas ideas sobre las profesoras estaban siendo puestas patas arriba.

Rob y Gary se quedaron a cenar. Entré y ayudé a Marion a preparar la cena. Ella me dijo que mi madre se iba a trasladar a casa de Cathy Burns al día siguiente, domingo. Deseé que Marion fuera diferente para que Amy pudiera quedarse. La echaría de menos cuando se fuera, cosa que era ridícula si se pensaba. Había pasado la mayor parte de mi vida sin ella y eso no me había preocupado, pero no llevaba en casa más que un par de días y no quería que se fuera.

Después de la cena, Rob y Gary se fueron a casa, Cathy Burns y mi madre volvieron al jardín con una botella de vino, y Marion y Charles fueron a la sala delantera a ver la televisión. Supuse que Charles hubiera preferido quedarse fuera. Yo también; podía ver la televisión cualquier día.

Aquella noche sus recuerdos de la guerra se convirtieron en una canción. Los vecinos y sus invitados, que estaban en el invernadero de al lado, salieron y se unieron a ellas cantando
When They Begin the Beguine, Good Night, Sweetheart
y canciones que yo no había oído nunca. Se entablaron conversaciones por encima del seto acerca de qué cantar a continuación. Me sentí muy avergonzada, quizá porque había sido educada por Marion. Imaginé que las canciones pasarían de jardín en jardín hasta que toda la manzana estuviera cantando.

Marion sacó la cabeza por la puerta trasera y gritó que me llamaban por teléfono.

—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó.

Cuando entré, le dije que volviera a ver su programa de televisión, añadiendo:

—Es mejor que no lo sepas.

Debía de ser un programa muy interesante, porque me hizo caso.

Para mi sorpresa, la que llamaba era Hilda Dooley. Y, más sorprendente aún, estaba llorando.

—Tengo que hablar contigo —sollozó.

—¿Dónde estás, Hilda?

—En el centro. Estoy en una cabina en la estación de Lime Street.

—¿Puedes venir aquí? —Yo no podía ir porque había bebido mucho vino—. Sabes dónde vivo, ¿verdad?

—Sí, fui una vez a recoger unos trastos viejos. No podías meterlos en el maletero de tu coche.

—Así es. —Lo más irritante de un Volkswagen era que el motor estaba en la parte de atrás y el maletero delante, de modo que apenas cabía nada.

—Te veo dentro de veinte o treinta minutos.

Me pregunté qué iría mal, y entonces pensé que sólo podía tener que ver con Clifford.

Preparé el calentador de agua para cuando llegara Hilda y volví al jardín, donde todos cantaban
Roll Out the Barrel,
una canción espantosa en mi opinión. Lo dejé claro no uniéndome a sus voces.

Cuando llegó Hilda, hice té y la llevé a lo que Marion llamaba «la habitación de desayunar», más bien un rincón con una mesa y bancos fijos de madera. Se encontraba entre la cocina y el pasillo.

—¿Qué pasa? —le pregunté una vez nos sentamos. Hilda tenía los ojos inyectados en sangre y su cara empolvada estaba surcada de lágrimas.

—Es Clifford —murmuró.

—¿Qué ha hecho?

—Me ha pedido que me case con él —contestó Hilda dolida.

Me sentí confusa.

—¿Eso es malo?

Hilda sorbió y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Yo fui corriendo a la cocina y traje media docena de pañuelos de papel.

—Lo es, porque resulta que el piso en el que vive no es suyo y quiere mudarse conmigo. —Volvió a sorber, pero esta vez estaba más indignada que apenada—. No puedo evitar pensar que sólo quiere casarse conmigo para tener un sitio donde vivir y ahorrarse pagar un alquiler.

—Creí que era propietario del piso de Norris Green —dije.

—Y yo, pero resulta que es el inquilino. No le gusta. ¿Recuerdas que lo comentó cuando nos enseñó el que estaba en venta? Y sin duda nos dio la impresión de que era suyo. ¡Oh, Pearl! —Empezó a llorar de nuevo. Gruesas lágrimas que seguían los surcos brillantes de las lágrimas que había vertido antes—. Pensé que era demasiado bonito para ser verdad, que se sentía atraído por mí a pesar de ser tan guapo.

—No seas tonta —la consolé, aunque me había sorprendido un poco a mí también—. ¿Aceptaste casarte con él?

—Sí —gimió—. Me siento como una idiota. Me lo propuso durante la cena y, después de decir que sí, nos pusimos a hablar sobre el futuro. Sugerí que usáramos parte del dinero de la venta de su piso para reformar la cocina del mío. Fue entonces cuando admitió que no tenía ningún piso que vender.

Amy entró en la cocina cantando
Yours Till the Stars Lose their Glory,
y Hilda pareció que se iba a echar a llorar de nuevo.

—Lo siento. ¿Estabais celebrando una fiesta? Os he molestado, ¿verdad? Lo siento. —Se puso en pie tambaleándose para marcharse.

—Aquí estás, Pearl —exclamó mi madre—. Me preguntaba dónde te habrías metido. —Nos dedicó una sonrisa cegadora—. ¿Cómo estás? —se dirigió a Hilda—. Yo soy Amy. —Estaba muy elegante ese día con su vestido rojo brillante con falda recta, manga corta y un volante alrededor del cuello. Llevaba sandalias blancas de tiras no más anchas que los cordones de un zapato.

—Esta es Hilda —dije—. Da clases en St Kentigern.

Me preguntaba si Hilda reconocería a la mujer a la que había visto en misa hacía tantos años, a pesar de que el pelo largo y rubio era ahora corto y castaño. No me importaba que la reconociera o no. Nunca le volvería a decir a nadie que mi madre había muerto. A partir de ese momento le diría a la gente la verdad y nada más que la verdad.

Amy se sentó a mi lado y me empujó un poco con la cadera. Cogió las grandes manos rojas de Hilda entre las suyas, pequeñas y blancas. Mi madre había pasado los últimos veinte años en la cárcel, pero las manos de Hilda parecían las de alguien que hubiera estado en un grupo de trabajos forzados partiendo piedras.

—¿Qué pasa, querida? —preguntó Amy—. Evidentemente estás preocupada por algo.

Hilda no parecía dispuesta a contarlo todo otra vez, así que me tocó a mí explicar por qué estaba tan alterada.

—Sospecha que le han tomado el pelo —concluí.

—Puede que sí y puede que no —dijo Amy enigmáticamente—. Si yo estuviera en tu lugar, le diría a Clifford que he cambiado de opinión, que no quiero casarme con él, al menos de momento. Si de verdad te quiere, seguirá contigo. Si no, te dejará.

—El caso es, Amy —susurró Hilda—, que no quiero que se marche. Es el primer hombre que ha querido casarse conmigo, y me gustaría conservarlo.

—¿Qué prefieres, Hilda? ¿Ser la señora Clifford Comoseapellide, sin estar segura de que tu marido te quiere de verdad, o una mujer soltera independiente con un buen trabajo y su propio piso?

Durante unos segundos, Hilda pareció confusa. Después asintió unas cuantas veces y dijo, ligeramente avergonzada:

—Te sorprenderá, pero preferiría casarme algún día a quedarme soltera, tanto si Clifford me quiere como si no. Y siempre he deseado tener niños. Tengo treinta y siete años; aún tengo tiempo.

Amy no pareció sorprendida.

—En ese caso, la próxima vez que veas a Clifford, dile que quieres tener niños. No puedes criar a tus hijos en un piso de un dormitorio. Tendréis que comprar una casa y él tendrá que pedir una hipoteca. A ver qué piensa de eso. —Le apretó las manos—. Yo venía a por otra botella de vino —recordó—. Cathy pensará que he ido a España a buscarla.

—Qué maja es —comentó Hilda cuando mi madre se fue—. ¿Es pariente tuya?

—Es mi madre —dije—. Se llama Amy Patterson y acaba de salir de la cárcel.

Era domingo y Charles había llevado las cosas de mi madre a casa de Cathy. Consistían en una maleta grande y cara llena de ropas preciosas, la mayoría compradas en París. Mi madre había ido a comer con el tío Harry. Me sentía bastante contenta por ello.

—¿Hay alguna posibilidad de que acaben juntos? —le pregunté a Charles—, después de todo, es su cuñado. Lo conoció al mismo tiempo que a mi padre.

—Ninguna posibilidad —contestó Charles, tajante—. Si Harry fuera a acabar con alguien, ese alguien sería Cathy.

—¡Cathy! —exclamé.

—Hubo algo entre ellos durante la guerra... bueno, casi. No estoy muy seguro de lo que ocurrió, pero fue antes de que conociera a Jack.

—¿Quién es Jack?

—El novio de Cathy. Murió en El Alamein.

—¿Por qué no me has contado todo esto antes? —dije enfadada—. Es fascinante. ¿Cómo era Jack?

Charles se encogió de hombros.

—No lo sé, no lo conocí. Pero pregúntale a tu tío Harry la próxima vez que lo veas. Jack era su mejor amigo.

—¡Maldita sea! —murmuré. Odiaba no saber cosas.

Aquella tarde, Marion dijo:

—Pearl, tu madre se ha dejado su chaqueta azul. Dijiste que ibas a ir esta tarde a Southport con Rob, ¿no?

—Sí. Los recojo a él y a Gary a las dos y media. ¿Quieres que deje la chaqueta en casa de Cathy de camino? —Probablemente quería deshacerse de ella para que mi madre no tuviera una excusa para volver.

—Si no te importa.

La verdad era que Cathy vivía en Crosby y no me quedaba de camino, pero a Gary le encantaría ver a Amy si ella había vuelto para entonces.

Cathy Burns vivía en un callejón sin salida de pequeñas casas individuales construidas unos veinte años antes. El coche de Charles, un Cortina verde oscuro, estaba aparcado fuera, bajo una parra roja que tenía un aspecto encantador en verano pero no tanto en invierno, cuando se quedaba sin hojas y las ramas trepaban desnudas por toda la fachada.

—No creo que mi madre haya llegado —le dije a Rob—; de ser así, el coche del tío Harry estaría aparcado fuera también. No iba a dejarla y marcharse enseguida.

Salí del coche y prometí que no tardaría ni un minuto.

Lo primero que advertí mientras caminaba por el sendero fue que las cortinas del piso de abajo estaban corridas, lo que me pareció bastante raro en un precioso día soleado como aquel. Una sospecha perversa, espantosa, me pasó por la cabeza, y cuando llegué a la puerta principal, llamé de mala gana.

Me quedé allí de pie, abrazada a la chaqueta y preguntándome qué hacer. Fui a la parte de atrás; seguro que estarían allí, en el jardín. ¿Por qué no se me había ocurrido antes? Pero si se encontraban allí, estaban muy callados. Charles y Cathy no estaban en el jardín, y cuando miré a través de las ventanas de la cocina y del comedor, tampoco los vi dentro.

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