Un secreto bien guardado (40 page)

Read Un secreto bien guardado Online

Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
10.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—He ido a ver a mi madre —dijo él—, y me ha contado que mi padre y tú tuvisteis una aventura durante la guerra; que probablemente la seguís teniendo. —La miró astutamente. Hasta ahora las acusaciones eran inventadas, pero esta vez era real, o al menos eso pensaba, porque procedía de su madre. ¿Por qué se vanagloriaba de ello?

Amy cerró los ojos y no contestó.

—Ella cree que mi padre está enamorado de ti.

Amy siguió callada.

—¿No tienes nada que decir? —preguntó él fríamente.

—No hay nada que decir ante tanta tontería. —Se levantó—. Voy a hacer un té. No tengo la menor intención de permanecer toda la noche aquí escuchándote. Estás loco y tu madre está loca. —¿Cómo podía querer a un hombre que hablaba así? Al día siguiente, cogería a Pearl y se iría a Agate Street a vivir con su madre. Esta vez, Barney había ido demasiado lejos.

Él la empujó en la silla.

—¿Es cierto?

—No, Barney, no es cierto. No he tenido una aventura con tu padre. ¿Por qué ha esperado tu madre tanto tiempo para decir eso? Sólo está tratando de causar problemas. ¡Barney! —Intentó levantarse, pero él tenía la mano apoyada contra su pecho—. Me estás haciendo daño.

—¿Cuántas veces os acostasteis mi padre y tú? ¿Docenas? ¿Cientos? —susurró, con la boca contra su oído—. ¿Era él el padre del niño?

¿Habría sugerido eso su madre?

—No puedo ocuparme de esto, Barney. Es demasiado ridículo para contestar. —Volvió la cara, decidida a no responder a preguntas tan estúpidas.

La mano de él avanzó hacia su garganta y apretó fuerte. Ella se atragantó y consiguió asestarle una patada en la espinilla, asustada. Aparte de aquel otro incidente, él nunca había sido violento. La presión sobre su garganta se relajó.

—Madre dice que él se pasaba el tiempo en el piso y que te sacaba a cenar. ¿Es eso cierto? —Se sentó en su mecedora y la echó hacia delante, de modo que sus rodillas casi se tocaban.

—Solía venir a verme, para asegurarse de que me encontraba bien —confirmó ella—. No conté las veces, y sí, me sacaba a cenar. Pero eso no significa que tuviéramos una aventura. —¿Cuánto tiempo pensaba tenerla allí, atrapada en la mecedora, sin poder moverse? No había corrido las cortinas y podía ver los árboles en el jardín trasero meciéndose como fantasmas contra el cielo oscuro. Debía de estar soplando un viento fuerte. En el dormitorio, la cama de Pearl crujió al darse ella la vuelta y toser. Amy se estremeció, sintiendo frío. El fuego apenas ardía. Muy pronto se apagaría del todo.

Con aire pensativo, Barney estiró la mano hacia el guardafuegos y cogió el atizador con mango de bronce. Se sentó con él sobre las rodillas. Dijo:

—Había un tipo en el periódico el otro día, un ex combatiente, que descubrió que su mujer había tenido una aventura con un vecino mientras él estaba fuera luchando por su país. La golpeó hasta matarla, pero sólo le cayeron cinco años. El juez declaró que lo habían provocado. Me pregunto qué dirían de una mujer que se acostaba con su suegro.

—Nada, porque no es verdad —replicó ella en voz baja. No creía que la fuera a matar con el atizador. Estaba jugando a un juego, un juego perverso, y deseaba que lo dejara de una vez.

La miró con lágrimas en los ojos.

—¿Sabes, cariño? Me gustaría matarte de verdad, así no tendría que dormir contigo nunca más.

—Barney, no tienes por qué dormir conmigo ahora. —Qué extraño lo que estaba diciendo— . Podemos comprar camas nido, o podemos convertir el trastero en un dormitorio y uno de los dos puede dormir allí.

—No sería mala idea. Oh, Amy, cariño, estoy tan cansado... —La cabeza le cayó a un lado y ella creyó que se había desmayado, pero en realidad se había dormido. Se inclinó hacia delante y le acarició tiernamente la cabeza. Sus sentimientos hacia él oscilaban desde algo que se acercaba al odio hasta el amor puro y simple.

Amy se levantó, cogió el atizador y lo guardó en uno de los armarios que había junto a la chimenea. Fue a comprobar que Pearl estaba dormida; lo estaba, pero parecía muy inquieta. Cogió un montón de ropa de cama y una almohada del armario de la ropa blanca y lo arrojó sobre el sofá del salón. Dormiría allí esa noche y dejaría dormir solo a Barney. Quizá al día siguiente, si volvía a ser el mismo, explicaría por qué no quería dormir más con ella.

Al cabo de un minuto se desvistió, se quedó sentada en el sofá, apoyó la cabeza en el brazo y se echó una manta por encima; hacía más frío allí que en el cuarto de estar. Por un lado, había sido un alivio alejarse de Barney: el corazón le latía acelerado. Al día siguiente insistiría en que viera a uno de esos psiquiatras, y amenazaría con dejarlo si no lo hacía. No podían continuar así más tiempo. Tenía que telefonear a Leo y decirle lo que había dicho Elizabeth.

Leo Patterson atravesó rápidamente en su coche las tenuemente iluminadas calles de Liverpool. Apenas podía creer lo que Amy le acababa de contar.

—Estaré allí en cuanto pueda —le prometió.

—¿Adónde vas? —le preguntó Elizabeth cuando él cogió las llaves del coche.

—Tengo que ver a alguien —dijo él escuetamente. No sabía que su hijo había estado allí unas horas antes.

—¡Pero si son más de las diez! —protestó ella—, acabas de llegar.

—Es una emergencia.

—¿Es una de tus mujeres? ¿Eso es a lo que vas? ¿A ver a una mujer? —Podía perder los nervios en un instante. Se acercó y le puso las largas manos blancas sobre los brazos. Las uñas tenían una forma perfecta y estaban pintadas de blanco brillante; le recordaron las manos de un cadáver. Él no le había dicho nada a Amy, pero el estado mental de Barney era exactamente el mismo que el de su madre. Las muertes de su madre y de su hermano como resultado de la explosión de una bomba terrorista la habían desequilibrado, igual que había ocurrido con Barney en el campo de prisioneros de guerra.

—Te lo he dicho, es una emergencia —dijo pacientemente, soltándose de sus manos.

Había tenido otras mujeres, docenas. Necesitaba para su salud mental escapar de Elizabeth de vez en cuando hacia la carne más suave y acogedora de otra mujer. Amy, la mujer de su hijo, era ese tipo de mujer, aunque no habría habido nada en esta tierra que hubiera convencido a Leo para que le pusiera un dedo encima, aunque estaba enamorado de ella desde el día en que la conoció. Ella pertenecía a su hijo, y eso era todo.

Aparcó delante de la casa. Cuando levantó la vista, Amy lo estaba esperando en la puerta. Los árboles de alrededor de la casa se agitaban furiosos en la tormenta. El caminó por el sendero hacia ella, y Amy lo condujo al interior.

—¡Leo! —dijo con voz profunda y agitada—. Entra.

Caminó delante de él hasta el salón, donde su hijo estaba sentado en el sofá con un cuchillo del pan saliéndole del estómago. La mancha roja en la camisa blanca de Barney parecía cada vez más grande mientras Leo la miraba. Tenía los ojos medio abiertos y parecía apacible, las palmas de las manos estaban hacia arriba, como si hubiera estado sujetando algo al morir. No había necesidad de llamar a un médico o a una ambulancia: estaba claro que Barney estaba muerto.

—¡Por Dios santísimo! —gimió Leo. Se sentía dividido entre el deseo de vomitar y el de deshacerse en lágrimas—. ¿Cómo ocurrió?

Amy negó con la cabeza y salió rápidamente de la habitación. Tenía la cara blanca como el papel y parecía tener veinte años más.

Leo la siguió.

—¿Lo mataste tú? —alzó la voz—. ¿Qué hizo para que tuvieras que matarlo?

—Yo no lo hice. —Se tambaleó, y él consiguió sostenerla antes de que cayera—. Fue Pearl.

Me había dormido en el sofá —le contó a Leo cuando estaban en la cocina esperando a que llegara la policía. El coñac que le había dado él le hacía dar vueltas la cabeza. Trató de asumir lo que había pasado; no, eso ya lo había hecho. Ahora tenía que aceptarlo, vivir con ello, consciente de que no volvería a ver a Barney.

—Pearl tiene la varicela —dijo con la voz de otra mujer; no le sonaba como la suya—. Llamé al doctor Sheard. Él mencionó el aborto. Barney no sabía nada de eso. Por alguna razón lo trastornó mucho. Se fue corriendo a ver a su madre y fue entonces cuando ella le dijo que nosotros, tú y yo, habíamos tenido una aventura durante la guerra.

Leo soltó un taco, uno muy fuerte, pero Amy no se dio cuenta.

—Esa mujer está loca —murmuró.

—Volvió en un estado terrible —continuó diciendo Amy—. Amenazó con matarme. Después se durmió. Fui al salón y me senté en el sofá. Allí estaba todo muy tranquilo y yo también me dormí. Cuando me desperté, Barney me estaba sacudiendo. Volvía a estar furioso. Empecé a gritar. No podía soportarlo más. Al instante siguiente, Pearl entró corriendo... se subió al sofá entre los dos. Gritaba: «¡Deja en paz a mamá, papá! ¡No te atrevas a matarla!». Para entonces, Barney había dejado de sacudirme. —Amy empezó a llorar desaforada—. No estoy segura de lo que pasó a continuación, sólo de que Barney pareció impresionado y trató de abrazar a Pearl, atrayéndola hacia sí. Quizá ella le hizo darse cuenta de lo mal que se estaba comportando. Obviamente no había visto el cuchillo del pan que ella tenía en la mano. Después cayó hacia atrás y vi que el cuchillo le salía del vientre. Debió de cogerlo de aquí. —Amy puso una mano en la mesa junto al pan que había cortado, la mantequilla y la mermelada de fresa—. Fue un accidente, un desgraciado accidente. No pretendía matarlo; quería a su papá.

—¿Qué ocurrió entonces, querida? —dijo Leo suavemente.

—Salió corriendo de la habitación, llorando. No llegó a ver el cuchillo en el vientre de Barney. No sabía que lo había matado.

La seguí. Tenía sangre en el camisón, la cambié y la metí en la cama. Está delirando, así que espero que no recuerde lo que ocurrió. —Amy se enderezó y salió de la cocina.

—¿Adónde vas? —gritó Leo.

—A sacar el cuchillo para que mis huellas estén en él. Cuando llegue la policía, les diré que he sido yo. ¿Qué clase de vida tendría Pearl si se supiera que mató a su padre? No quiero que vea a un solo policía, y menos aún que la interroguen. —Echó hacia atrás la cabeza y miró desafiante a Leo—. No quiero que lo sepa nunca.

Leo la miró horrorizado.

—¡Pero, Amy, fue un accidente! No puedes echarte la culpa por algo que no fue culpa de nadie —dijo, tratando de convencerla.

—No, Leo. No quiero que Pearl crezca con esa mancha en el corazón. Accidente o no, sabría que había sido su mano la que había blandido el cuchillo. Ya basta, estoy decidida.

—Me estaba maltratando —le dijo a la policía, un joven que no abrió la boca ni una vez y un sargento de rostro blando, ligeramente gordo, cuyos dedos regordetes temblaban mientras tomaba notas en una libreta negra. Amy se preguntó si estaría borracho—. Mi marido me amenazó con matarme y yo lo maté.

Estaba viviendo una pesadilla que era demasiado horrible para ser real.

—Tengo que echarle un vistazo a mi hija para ver si está bien.

—¿Lo está? —preguntó el sargento cuando ella volvió.

—Tiene la varicela.

Pearl estaba profundamente dormida, completamente relajad;). Su niñita sólo había intentado proteger a su madre, pensó distante. No era algo que se pudiera esperar de una niña de su edad.

Mirándolo con perspectiva, fue una tontería sorprenderse porque la llevaran a la comisaría de policía, dejando a un Leo deshecho sentado con la cabeza entre las manos. El sargento no podía decir cuándo le permitirían volver a casa. Antes de subir al coche patrulla, Amy miró hacia el bungaló y se preguntó si lo volvería a ver alguna vez. No volvió a verlo.

Era sorprendente cómo podía cambiar la vida de alguien tan drásticamente en el espacio de unas horas.

Moira Curran advirtió que el cuarto de estar y el dormitorio de Pearl compartían una chimenea, y que cada palabra que se decía en una habitación podía oírse en la de al lado. Moira había dejado su trabajo y se había ido a vivir al bungaló para cuidar de Pearl mientras Amy estaba retenida en la prisión de Strangeways, en Manchester.

Estaba limpiando el dormitorio de Pearl. La niña se encontraba en el cuarto de estar y empezó a hablar con una de sus muñecas. Le preguntó a la muñeca cuándo iba a volver su mamá, y su voz se oía con toda claridad en el dormitorio. Moira, aterrorizada, se quedó mirando la chimenea, medio esperando que su nieta estuviera allí.

Aquella noche se lo contó a Leo Patterson, que pasaba por allí cada día de camino a casa desde Skelmersdale. Pearl no volvería a ir al colegio hasta que todo el horrible asunto estuviese zanjado. Después empezaría en otro con un nombre diferente.

Leo imaginó a su nieta en la cama escuchando a su padre gritarle a su madre a menudo hasta la noche en que le dijo que la quería matar. ¿Qué clase de pensamientos habría pasado por la cabeza de la niña cuando oyó esas palabras? Afortunadamente, no parecía tener recuerdos del incidente.

Moira y Leo permanecieron sentados en silencio durante un tiempo, pensando en la terrorífica realidad que había destruido sus vidas. Aparte de Amy, eran las únicas personas que sabían la verdad acerca de la muerte de Barney.

Se contrató a un procurador de Londres, Bruce Hayward, el mejor que había, y al mejor abogado, sir William Ireton. Ambos supusieron que a Amy le caerían entre cinco y siete años de cárcel.

—Algunos testigos dirán que su marido la había estado maltratando psicológicamente durante años, pero ella nunca pensó en dejarlo, tuvo la paciencia de una santa —dijo Bruce Hayward. Veía a menudo a Amy y ambos se hicieron amigos.

Era Pascua cuando se celebró el juicio, con gran despliegue de publicidad, en el Tribunal de Liverpool en St George's Hall. La fotografía de la agraciada víctima, a quien llamaban «héroe de guerra», y su bella mujer el día de su boda fue publicada en todos los periódicos del país y en algunos extranjeros.

Era difícil detectar de qué lado estaba la simpatía del tribunal.

—Creo que nuestro lado tiene las de ganar —le dijo Leo a Moira Curran. Amy era una acusada extraordinaria. Habló con evidente sinceridad y sin exagerar cuando describió el modo en que Barney la trataba —las acusaciones y las amenazas de muerte— y, aun así, lo disculpaba.

—Debió de pasarle algo terrible mientras estuvo prisionero —testificó—. Cuando volvió, era un hombre diferente.

Cathy Burns también causó buena impresión, tan honesta y dispuesta a proteger a su amiga.

Así estaban las cosas hasta el día en que subió al estrado la suegra de Amy.

Other books

The Walls Have Eyes by Clare B. Dunkle
Just Lucky that Way by Andy Slayde, Ali Wilde
No Talking by Andrew Clements
Havana Blue by Leonardo Padura
The Chateau d'Argol by Julien Gracq
Desire - Erotic Short Story by Blu, Jenna, Von Wild, Kat
The Floating Lady Murder by Daniel Stashower