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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (9 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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Esa anécdota nunca debiera haber visto la luz y, sin embargo, la tuve que sufrir cientos, miles, millones y billones de veces, renegando y maldiciendo cada vez. Nadie conseguiría imaginarse entonces lo que sentí cuando aquel asno vestido con armadura empezó a contarme la misma anécdota en la sombría penumbra de la tradición, antes del alba de la historia, cuando incluso se podía hablar de Lactancio como «el difunto Lactancio», y las Cruzadas tardarían otros quinientos años en nacer. En el momento en que terminó su chiste llegó el mensajero a llamarlo, y se alejó riéndose a carcajadas y metiendo un ruido de mil demonios. Tardé unos minutos en recuperarme, y volví a abrir los ojos justamente en el instante en que sir Gareth le daba un buen leñazo. «Ojalá lo haya matado», fue la imprecación que se me escapó, con tan mala suerte que en ese momento sir Gareth atacaba a sir Sagramor el Deseoso y lo arrojaba por encima de la grupa del caballo, y como sir Sagramor oyó mis palabras pensó que las había dicho por él.

Pues bien, cuando a uno de esos tipos se le metía algo en la cabeza, no había manera de sacárselo. Lo sabía perfectamente, así que contuve la respiración y no intenté darle ninguna explicación. Pero en cuanto sir Sagramor se recuperó me notificó que había alguna cuenta pendiente entre nosotros y señaló un día, tres o cuatro años más tarde, y un sitio, el campo donde había recibido la ofensa. Respondí que estaría dispuesto cuando regresara.

Veréis, todos los muchachos hacían de vez en cuando una excursión en busca del Santo Grial, que solía durar varios años. Durante tan largas ausencias se dedicaban a curiosear y entrometerse en muchos sitios, aunque ninguno de ellos tenía la menor idea de dónde podría estar el Santo Grial, y además no creo que esperaran encontrarlo realmente, ni hubieran sabido qué hacer con él si se les hubiera cruzado en el camino. Era algo así como el Paso del Noroeste de la época. Todos los años partían expediciones grialeras, y al año siguiente, expediciones de auxilio para tratar de rescatar a los expedicionarios del año anterior. Era algo que proporcionaba una gran reputación, pero nada de dinero. ¡Pero si querían que hasta yo participara! ¡Qué risa me daba!

10. Comienzos de la civilización

La Mesa Redonda se enteró muy pronto del desafío y, por supuesto, se habló mucho de ello, pues este tipo de cosas interesaba a los muchachos. El rey pensaba que yo debía salir en busca de aventuras que me dieran renombre, y alcanzar así un mayor grado de merecimiento cuando hubiesen pasado los años que faltaban para el combate. Me excusé por el momento, diciendo que todavía me hacían falta unos tres o cuatro años para dejar las cosas en su sitio y funcionando sin problemas, pero que luego estaría listo. Probablemente al final de ese plazo sir Sagramor continuaría grialando, de modo que con la prórroga evitaría perder un tiempo valioso. Para entonces habría ocupado mi puesto durante seis o siete años y seguramente mi sistema y mi maquinaria de Estado se encontrarían tan desarrollados que podría tomar unas vacaciones sin temor a que ocurriese nada grave en mi ausencia.

Estaba bastante satisfecho con lo que había llevado a cabo hasta el momento. En un buen número de rincones discretos había plantado el embrión de todo tipo de industrias, núcleos de lo que más adelante serían enormes fábricas o, lo que es lo mismo, los misioneros de hierro y acero de mi futura civilización. En esos sitios había reunido a las mentes jóvenes más brillantes que había podido hallar, mientras que varios de mis agentes seguían rastreando el país para tratar de descubrir otros jóvenes igualmente valiosos. Así, pues, un grupo de personas ignorantes estaban siendo convertidas en expertos, capaces de realizar todo tipo de trabajos manuales y empresas científicas. Estas escuelas preparatorias de mi invención desarrollaban su tarea feliz y reservadamente en apartados refugios campestres, en los que no se permitía la entrada a ninguna persona que no estuviese en posesión de un permiso especial. Lo había estipulado así porque tenía miedo de la Iglesia.

Desde un principio había puesto en marcha una fábrica de profesores y un gran número de escuelas dominicales. Gracias a ello contaba ya con un admirable sistema escolar que abarcaba todos los cursos y se encontraba en plena expansión, y con una variedad de congregaciones protestantes, todas ellas prósperas y crecientes. Cada persona podía elegir con absoluta libertad el tipo de cristiano que deseaba ser. Pero limité la educación religiosa a las iglesias y escuelas dominicales, proscribiéndola por completo de los otros edificios escolares. Habría podido dar preferencia a mi propia secta sin ningún problema, obligando a todo el mundo a hacerse presbiteriano, pero ello hubiera sido una afrenta para la ley de la naturaleza humana, que dice que los deseos e instintos espirituales son tan variados en la familia humana como los apetitos físicos, los rasgos o el color de la tez. De esto se deduce que una persona sólo puede alcanzar su excelencia moral cuando lleva los ropajes religiosos que mejor se acomodan en color, talla y estilo a su estatura espiritual y a las correspondientes facciones y recovecos del alma. Además me aterrorizaba la sola idea de una Iglesia unitaria oficial, debido al poder colosal que conlleva, de hecho el más colosal que se puede concebir. Y cuando ese poder va quedando poco a poco en manos egoístas, como siempre suele ocurrir, significa la muerte de la libertad humana y la parálisis del pensamiento humano.

También introduje cambios en las minas, que eran propiedad real y bastante numerosas. Hasta entonces habían sido explotadas como siempre explotan las minas los salvajes: abriendo hoyos en la tierra y subiendo el mineral a mano en pellejos de cuero, a un ritmo de una tonelada diaria, pero en cuanto me fue posible comencé a darle una base científica a la minería.

Sí, había logrado notables progresos cuando ocurrió lo del desafío de sir Sagramor.

Transcurrieron cuatro años, y entonces… Pues bien, nunca en la vida podríais imaginar lo que había sucedido.

El poder ilimitado es algo ideal cuando se encuentra en manos seguras. El despotismo del cielo es el único gobierno absolutamente perfecto. Un despotismo terrestre sería un gobierno terrestre absolutamente perfecto si las condiciones fuesen las mismas, es decir, que el déspota fuese el individuo más perfecto de la raza humana y que su vida se prolongase perpetuamente. Pero, como un mortal perfecto tiene que morir y dejar su despotismo en manos de un sucesor imperfecto, el despotismo terrestre no sólo es una mala forma de gobierno, es la peor forma de gobierno posible.

Mis esfuerzos demostraron lo que puede hacer un déspota con los recursos de un reino a su disposición. Sin que este país oscuro lo supiese, había puesto en marcha la civilización del siglo XIX, que ahora prosperaba bajo sus propias narices. Sí. Se hallaba oculta a la vista del público, pero allí estaba el gigantesco e innegable hecho del cual habría de hablarse mucho si yo vivía para ello y la suerte me acompañaba. Allí estaba, digo, un hecho tan cierto y tan formidable como un volcán sereno que se levanta al cielo azul con aspecto inocente, su cumbre sin rastros de humo y sin indicio alguno del infierno que crece en sus entrañas. Mis iglesias y mis escuelas habían alcanzado la madurez adulta en estos cuatro años. Mis talleres de entonces eran ya vastas fábricas; donde antes tenía una docena de hombres adiestrados ahora tenía mil; donde tenía un brillante experto, ahora tenía cincuenta.

Me encontraba con la mano en el interruptor, por así decir, listo para apretarlo en cualquier momento e inundar de luz aquel mundo tenebroso. Pero no pensaba hacerlo de una manera repentina. No, no era esa mi política. La gente no hubiera podido soportarlo y además, en un santiamén, se me hubiera echado encima la Iglesia Católica Romana.

No, durante todo este tiempo había procedido con cautela. Esporádicamente enviaba agentes secretos a recorrer el país, encargados de infiltrarse en la caballería andante y socavarla gradual e imperceptiblemente, royendo un poco de esta superstición, otro poco de aquélla, preparando así las cosas para un futuro mejor. Estaba encendiendo mi luz lentamente, a razón de una vela de potencia cada vez, y me proponía continuar del mismo modo.

Secretamente había diseminado por todo el reino sucursales de mis escuelas, que ahora marchaban viento en popa. Con el tiempo me proponía desarrollar este campo mucho más, si no ocurría nada que me atemorizara.

Uno de mis secretos mejor guardados era mi West Point, mi academia militar. Cuidaba celosamente que no se conociese su existencia, de igual manera que mi academia naval, situada en un puerto recóndito. Ambas progresaban satisfactoriamente.

Clarence tenía ahora veintidós años y era mi principal ejecutivo, mi mano derecha. Era un muchacho estupendo, estaba siempre a la altura de la situación y dispuesto a probar suerte en todos y cada uno de los campos. Recientemente lo había estado instruyendo en el campo periodístico, pues me parecía que se acercaba el momento adecuado para darlos primeros pasos en ese sentido. Nada ambicioso; sencillamente un pequeño semanario que circularía experimentalmente en mis guarderías civilizadoras. Clarence se entusiasmó con el proyecto y desde el principio se sintió como pez en el agua. Con toda seguridad había en él un director de diario en potencia. Y en cierto sentido, ya había comenzado a duplicarse: hablaba con lenguaje del siglo VI y escribía con el estilo del XIX. Sus dotes como periodista se desarrollaban de manera notoria, ya estaba a la altura de los periodistas de las poblaciones más apartadas e ignorantes del estado de Alabama, y sus escritos no se podían distinguir de las columnas editoriales de esos sitios por los temas ni por el estilo.

Teníamos casi a punto otra gran iniciativa. Me refiero a los servicios de teléfono y telégrafo, nuestra primera incursión en este renglón. En un principio serían exclusivamente un servicio privado, a la espera de una mayor madurez entre la población. Teníamos un grupo de hombres trabajando en ello, casi siempre de noche. Por el momento, se trataba de cables subterráneos; no nos habíamos atrevido a colocar postes por la cantidad de preguntas que habrían generado. Los cables subterráneos cumplían adecuadamente su propósito y además estaban protegidos por un sistema de aislamiento de mi invención, que había resultado perfecto. Mis hombres tenían órdenes de avanzar por el campo, evitando los caminos, y de establecer conexiones con todos los pueblos de importancia considerable a juzgar por las luces que se veían desde lejos. En cada uno de estos pueblos tenían que dejar expertos encargados del servicio. En este reino nadie podía decirle a nadie dónde se encontraba un lugar determinado porque nadie se dirigía nunca a un sitio con la intención de llegar a él. La gente se topaba sencillamente con distintos lugares mientras erraba por el país, y por lo general se marchaban sin haber preguntado el nombre. Varias veces habíamos enviado expediciones topográficas con el propósito de levantar planos y mapas del reino, pero los curas siempre habían interferido, creando problemas. Así que habíamos abandonado la iniciativa por el momento; no era muy prudente despertar la oposición de la Iglesia.

En cuanto a las condiciones generales del país, seguían siendo prácticamente las mismas que había encontrado a mi llegada. Había efectuado cambios, pero se trataba de cambios necesariamente pequeños, y además se notaban poco. Hasta el momento ni siquiera había tocado el sistema de impuestos, a excepción de los que generaban las rentas reales. Los había sistematizado, concediendo al sistema unos cimientos efectivos y justos.

Como resultado, los ingresos ya se habían cuadruplicado y, sin embargo, la carga tributaria estaba muchísimo mejor distribuida que antes, hasta el punto de que todo el reino había sentido un alivio y los elogios a mi administración eran entusiastas y generales.

En ese momento tuve que hacer una pausa, pero no me preocupó; no habría podido ocurrir en un momento mejor. De haber sucedido antes me hubiese molestado, pero ahora todos los asuntos se encontraban en buenas manos y rodando sobre ruedas. Recientemente el rey me había recordado varias veces que la prórroga que había solicitado cuatro años antes estaba próxima a terminar. De hecho, era una insinuación de que debía ponerme en camino en busca de aventuras y ganarme así una reputación suficiente para hacerme merecedor del honor de romper una lanza con sir Sagramor, que continuaba grialeando, pero al que estaban buscando varias expediciones de rescate, por lo que podía ser localizado cualquier año de estos. Así que, como veis, contaba con esta interrupción y no me cogió por sorpresa.

11. El yanqui en busca de aventuras

No debe haber existido otro país en el mundo con tal profusión de embusteros andantes, y de ambos sexos.

Difícilmente pasaba un mes sin que apareciera uno de esos vagabundos, generalmente provisto de un relato sobre una u otra princesa que necesitaba ayuda para salir de un castillo lejano donde la tenía prisionera un malvado rufián, habitualmente un gigante. Podría pensarse que lo primero que haría el rey, después de escuchar un folletín semejante, relatado por un completo desconocido, sería exigirle ciertas credenciales, es decir, un par de detalles sobre la situación del castillo, la mejor ruta para llegar a él, etcétera. Pero a nadie se le ocurría nunca hacer algo tan simple y de tanto sentido común. No. Todo el mundo se tragaba enteras las mentiras que contaban estas gentes, sin hacer preguntas de ningún tipo. Pues bien, un día en que yo no estaba presente llegó una de esas personas —una mujer, en esta ocasión — y relató una historia fiel al modelo tradicional. Su señora se hallaba cautiva en un enorme y lúgubre castillo junto con otras cuarenta y cuatro jóvenes y bellas damas, casi todas princesas, y languidecían en ese cruel cautiverio desde hacía veintiséis años. Los amos del castillo eran tres hermanos colosales, cada uno con cuatro brazos y un ojo, el ojo en el centro de la frente y tan grande como una fruta… No se mencionó qué clase de fruta, lo cual sirve de ejemplo del descuido habitual de esta gente en lo referente a estadísticas.

¿Podéis creerlo? El rey y todos los caballeros de la Mesa Redonda estaban entusiasmados con la posibilidad de la absurda aventura. Cada uno de los caballeros de la Mesa quiso hacer suya esa oportunidad y rogó que se le encomendara a él; pero para su pesadumbre y enfado el rey me la endilgó a mí, que en modo alguno lo había pedido.

No tuve que hacer demasiados esfuerzos para contener la alegría cuando Clarence me trajo la noticia; él, en cambio, no podía contener la suya. De su boca no cesaban de salir expresiones de gozo y gratitud; gozo por mi buena fortuna, y gratitud al rey por la espléndida muestra de favor que me concedía. No podía tener quietos ni el cuerpo ni las piernas e iba de un lado a otro haciendo piruetas en un éxtasis de felicidad.

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