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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (5 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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Pero antes de que terminase, Clarence había caído de rodillas a mi lado, y parecía a punto de enloquecer de miedo.

—¡Ay, tened cuidado! ¡Habéis pronunciado palabras espantosas! En cualquier momento pueden desmoronarse sobre nosotros estos muros si continuáis diciendo tales cosas. ¡Ay, renegad de ellas antes de que sea demasiado tarde! Aquella extraña demostración me dio una idea de lo que ocurría en tal sitio y me dejó pensativo. Si todo el mundo se encontraba tan honesta y sinceramente intimidado como Clarence por la supuesta magia de Merlín, ciertamente un hombre superior, como yo, debía ser lo suficientemente astuto para ingeniarse alguna manera de sacar provecho de tal estado de cosas. Seguí pensando y discurrí un plan. Después de un momento dije:

—Ponte en pie y cálmate; ahora mírame a los ojos. Bien, ¿sabes por qué me reí?

—No, pero por el amor de Nuestra Señora Bendita, no lo hagáis de nuevo.

—Te diré por qué me reí. Porque yo también soy mago.

—¡Vuestra merced!

El chico retrocedió un paso e intentó recuperar el aliento. La revelación había sido bastante repentina, y de inmediato había adoptado una postura respetuosa, muy respetuosa. Tomé atenta nota; indicaba que un charlatán no necesitaba conseguir una reputación en este manicomio; la gente no dudaría en aceptar sus palabras.

Continué:

—Conozco a Merlín desde hace setecientos años y él…

—Setecientos a…

—No me interrumpas. Ha muerto y ha renacido trece veces, presentándose cada vez bajo un nombre diferente. Smith, Jones, Robinson, Jackson, Peters, Haskins, Merlín. Un nuevo alias cada vez que aparece. Nos encontramos en Egipto hace trescientos años; nos encontramos en la India hace quinientos años. Siempre se está cruzando en mi camino, dondequiera que vaya. Ya me estoy aburriendo de él. No es gran cosa como mago: conoce algunos de los trucos más comunes, pero no ha superado los rudimentos y nunca lo hará. Está bien para actuaciones en provincias, una presentación en cada pueblo y ese tipo de cosas, pero, ¡voto a tal!, no debería hacerse pasar por un experto, y mucho menos en presencia de un verdadero artista del oficio . Ahora mira, Clarence, seré tu amigo de ahora en adelante, y tú deberás corresponderme con tu amistad. Te voy a pedir un favor. Quiero que hagas llegar a oídos del rey la información de que yo también soy mago: el supremo Gran Altísimo Yu-Muck-Amuck, y además jefe de la gran tribu. Y quiero que él se entere de que estoy preparando silenciosamente una pequeña catástrofe que puede ocasionar ciertas desgracias por estos reinos si se lleva a cabo el proyecto de sir Kay y se me hace algún daño. ¿Te encargarás de hacérselo saber al rey?

El pobre chico se encontraba en tal estado que apenas conseguía hablar. Daba verdadera grima ver a una persona tan aterrorizada, tan acobardada, tan desmoralizada. Pero prometió hacer todo lo que le había pedido.

Por su parte, me hizo prometer, una y otra vez, que yo sería siempre su amigo y que jamás me volvería contra él ni le haría objeto de encantamiento alguno. Luego comenzó a acercarse a la puerta, apoyándose en la pared como si estuviese débil y enfermo.

En ese momento me di cuenta de lo inconsciente que había sido: «Cuando el chico se calme, se preguntará por qué un gran mago como yo le ha pedido a un jovencito como él que me ayude a salir de aquí. Atará un par de cabos y llegará a la conclusión de que soy un farsante».

Durante una hora estuve muy preocupado por mi inaudito descuido, y me insulté a mí mismo de muchas y malas maneras. Pero luego me puse a pensar que estos animales no razonan, que no son capaces de atar cabos, que sus conversaciones demostraban que no distinguían una discrepancia aunque la tuvieran ante sus propios ojos. Sentí un gran alivio.

Pero en este mundo tan pronto como descartamos una preocupación comenzamos a preocuparnos por alguna otra cosa. Me dio por pensar que había cometido un craso error: había enviado al chico para alarmar a sus mayores con una amenaza, pretendiendo que podía inventarme una catástrofe a mi antojo, pero, claro, las personas que están siempre dispuestas y ansiosas de aceptar los milagros son precisamente aquellas que se muestran más impacientes por ver cómo los realizas, ¿y si me pidiesen una demostración? ¿Y si me exigiesen que anunciara cuál sería mi catástrofe? Sí, había cometido un craso error, debía haber inventado mi catástrofe de antemano. «¿Qué debo hacer? ¿Qué podría decir para ganar un poco de tiempo?» De nuevo me encontraba en un lío, en el más enredado de los líos… «¡Oigo pasos! ¡Ya vienen! ¡Si sólo tuviera un instante para pensar! ¡Diantre, ya lo tengo! Estoy salvado.»

Veréis, se trataba del eclipse. Me vino a la memoria, en el momento crítico, que Colón, Cortés, o alguno de los conquistadores se había valido de un eclipse para salir de algún apuro en que se encontraba con los salvajes, y vi ahí mi oportunidad. Y ni siquiera sería un plagio, porque yo lo haría casi mil años antes que esa gente.

Clarence regresó, cabizbajo, afligido, y me dijo:

—Me di prisa para hacer llegar el mensaje hasta nuestro señor, el rey, e inmediatamente me llamó a su presencia. Se asustó hasta la médula, y ya se disponía a impartir órdenes para que fueseis liberado instantáneamente y fueseis vestido con finos ropajes y alojado como corresponde a alguien tan principal, cuando en ese momento llegó Merlín y lo echó todo a perder, porque persuadió al rey de que vuestra merced estaba loco y no sabía lo que decía. Hasta dijo que vuestras amenazas no eran más que pamplinas y desperdicio de saliva.

Discutieron largamente, pero al final Merlín dijo socarronamente: «¿Y por qué no me ha dicho todavía cuál es su peligrosa catástrofe? Ciertamente porque no puede hacerlo». Esta arremetida de Merlín acalló al rey, quien no supo qué contestar y, en consecuencia, con gran cuita por tener que incurrir en tal descortesía, a través de mí os ruega que consideréis su perpleja e insoluble situación y digáis cuál es vuestra catástrofe, si es que por azar ya habéis determinado su naturaleza y el momento de su ejecución. Ah, ojalá que no tarde vuestra merced; una demora en este punto doblaría y triplicaría los riesgos que ya se ciernen sobre vuestra merced. ¡Ay, sed prudente y decid en qué consiste la catástrofe!

Dejé que se acumulara el silencio para que el efecto fuese más grande e impresionante, y entonces dije:

—¿Cuánto tiempo llevo encerrado en este agujero?

—Fuisteis recluido cuando casi terminaba el día de ayer, y ahora son las nueve de la mañana.

—¡Vaya! Entonces he dormido muy bien. ¡Las nueve de la mañana! Pero si parece medianoche. Quiere decir que estamos a veinte, ¿verdad?

—Sí, estamos a veinte.

—Y mañana seré quemado en la hoguera. El muchacho se sobrecogió.

—Así es, a mediodía.

—Muy bien, entonces te explicaré lo que tienes que decir. Hice una pausa y me quedé mirando al acobardado chico durante un minuto entero de terrible silencio. Luego, con voz profunda, mesurada, tenebrosa, comencé a hablar y, atravesando sucesivas etapas dramáticas, fui ascendiendo hasta un clímax colosal, momento en el cual dije con el tono más noble y sublime que jamás había utilizado:

—Anda a ver al rey y dile que a esa hora sumiré al mundo entero en la más profunda oscuridad de la noche. Haré desaparecer el sol y nunca más volverá a brillar. Los frutos de la tierra se perderán por falta de luz y calor, y todos los pobladores de la tierra, hasta el último, morirán de hambre.

Tuve que sacar en brazos al muchacho, pues acababa de sufrir un colapso. Lo entregué a los centinelas y regresé.

6. El eclipse

Inmerso en el silencio y la oscuridad, la comprensión comenzó a unirse al conocimiento. El simple conocimiento de un hecho resulta pálido, pero cuando se accede a la comprensión, entonces adquiere color. Es completamente distinto oír que un hombre ha sido apuñalado en el corazón que presenciar el hecho con tus propios ojos. Así, en el silencio y la oscuridad, el conocimiento de que me hallaba en peligro de muerte fue alcanzando un significado cada vez más profundo… Un no sé qué, que debía ser la comprensión de lo que ocurría, fue bullendo por mis venas, pulgada a pulgada, hasta dejarme helado.

Pero es una providencia bendita de la naturaleza que en momentos como éste, en cuanto el mercurio de un hombre ha descendido hasta un cierto nivel, se produce una reacción y se empieza a recobrar las fuerzas. Vuelve la esperanza, y con ella la jovialidad, y entonces ese hombre se encuentra en condiciones de hacer algo por sí mismo, si es que se puede hacer algo. Cuando mi reacción se produjo venía con un buen impulso. Me dije que, sin duda alguna, mi eclipse me salvaría y además me convertiría en la persona más importante del reino, e inmediatamente mi mercurio dio un gran salto y desaparecieron todas mis preocupaciones. Me sentí el hombre más feliz del mundo. Incluso me sentía impaciente porque llegara el día siguiente, pues estaba deseoso de revelar mi jugada maestra y pasar a ser el centro del asombro y la reverencia de toda la nación. Más aún: tenía la seguridad de que sería en el sentido comercial el inicio de una gran carrera.

Entre tanto, había algo que permanecía arrinconado en el fondo de mi mente. Se trataba de una casi convicción de que cuando aquella gente supersticiosa conociera la naturaleza de la catástrofe que yo me proponía causar, el efecto sería tal, que intentarían llegar a un compromiso. Cada vez que escuchaba pasos que se acercaban me volvía a la cabeza aquel pensamiento, y me decía a mí mismo: «Bueno, si es una oferta ventajosa, está bien, aceptaré; pero, si no lo es, me mantendré inexorable y sacaré el mayor provecho posible de mi juego».

—La pira está lista. ¡En marcha!

¡La pira! Las fuerzas me abandonaron y por poco me desmayo. Es difícil recobrar el aliento en momentos como ése, pues se te hace un nudo en la garganta y las palabras brotan ahogadas, entrecortadas, pero tan pronto como pude volver a hablar dije:

—Pero tiene que haber un error. La ejecución es mañana.

—Cambio de órdenes. Se adelanta un día. ¡Daos prisa!

Estaba perdido. No tenía salvación. Me encontraba alelado estupefacto, no tenía control sobre mí mismo. Comencé a dar vueltas sin propósito alguno, como si hubiera perdido la razón. Los soldados me apresaron, me sacaron a rastras de la celda y me condujeron a lo largo de un laberinto de pasadizos subterráneos hasta emerger al mundo exterior y al resplandor feroz del sol. Cuando entramos en el enorme patio cubierto del castillo sentí un escalofrío, pues lo primero que vi fue la pira colocada en el centro, y junto a ella un montón de troncos apilados y un monje. A lo largo y ancho del patio, la multitud se agolpaba en una especie de graderías, formando terrazas escalonadas de abigarrados colores. El rey y la reina, que estaban sentados en sus tronos, eran las figuras más notables de todo el recinto, naturalmente.

Sólo tardé un segundo en observar todo aquello. Al segundo siguiente, Clarence había surgido de algún sitio oculto y me llenaba los oídos de noticias:

—¡Gracias a mí se ha producido este cambio! ¡Y no poco he debido esforzarme para conseguirlo! Pero cuando les revelé cuál era la calamidad que preparabais y vi cuán grande era el terror que engendraba, comprendí que ese era el momento de actuar. Por lo tanto, me dediqué a informar a uno y otro que vuestro poder contra el sol no alcanzaría su plenitud hasta el día de hoy de modo que, si querían salvar el sol y salvar el mundo, vuestra merced debía ser ejecutado hoy, aprovechando que vuestros poderes de encantamiento están apenas forjándose y carecen de potencia. ¡Voto al cielo! No era más que una burda mentira, una invención descabellada, pero deberíais haber visto cómo, acosados por el terror, se creían todo lo que les decía, igual que si fuese una salvación que les caía del cielo. Y durante todo el tiempo yo me reía entre dientes al verlos tan fácilmente engañados, y al momento siguiente daba gracias a Dios por permitir que la más baja de sus criaturas se convirtiera en su instrumento para la salvación de vuestra vida. ¡Ah, y qué felizmente se ha resuelto todo! No precisaréis hacer daño de verdad al sol… ¡No olvidéis eso, por vuestra alma no lo olvidéis! Bastará con que produzcáis una pequeña oscuridad, la más pequeña de las pequeñas oscuridades y nada más. Será suficiente. Comprenderán que les hablé falsamente y lo achacarán a mi ignorancia, pero en cuanto aparezca la primera nube de esa oscuridad veréis cómo enloquecen de terror y os ponen en libertad y aceptan vuestra grandeza. Acudid ahora a vuestro triunfo. Pero recordadlo, buen amigo, os ruego que recordéis mi súplica: no causéis ningún daño a nuestro loado sol. Hacedlo por mí, vuestro verdadero amigo.

A pesar de mi desdicha y desconsuelo conseguí musitar algunas palabras; logré decir que no destruiría el sol.

Los ojos del chaval expresaron una gratitud tan profunda y devota que me sentí incapaz de decirle que su bienintencionada estupidez había causado mi ruina y me llevaría a la muerte.

Mientras los soldados me conducían a través del patio, el silencio era tan absoluto que si hubiese tenido los ojos vendados habría creído estar en un desierto, cuando de hecho me rodeaban cuatro mil personas. No se percibía el menor movimiento entre aquella muchedumbre. Permanecían todos tan rígidos como estatuas de piedra, e igualmente pálidos, con el temor reflejado en todos los semblantes. La inquietud continuó mientras me encadenaban a la estaca. Continuó también mientras los troncos eran lenta y cuidadosamente apilados alrededor de mis tobillos, mis rodillas, mis muslos, mi cuerpo entero. Luego se produjo una pausa, acompañada de un silencio aún más profundo si cabe y a mis pies se arrodilló un hombre que sostenía una antorcha llameante. Los asistentes se empinaban para observar mejor, y al hacerlo se separaban de sus asientos sin darse cuenta. El monje levantó sus manos por encima de mi cabeza, elevó los ojos hacia el cielo azul y comenzó a pronunciar algunas palabras en latín. Continuó recitando en tono monótono durante algún tiempo, pero de repente se detuvo; miré entonces hacia arriba y entonces me di cuenta de que el monje se había quedado inmóvil, petrificado. Como siguiendo un mismo impulso, la multitud se levantó lentamente y se quedó mirando hacia el cielo. Seguí la dirección de sus miradas y vi, tan cierto como que dos y dos son cuatro, ¡que mi eclipse estaba comenzando! La vida volvió a hervir en mis venas. ¡Era un hombre nuevo! La franja negra se propagó poco a poco dentro del disco solar, mi corazón latía cada vez más de prisa, mientras los concurrentes y el sacerdote seguían mirando fijamente hacia el cielo, inmóviles. Sabía bien que sus miradas se volverían hacia mí en seguida. Cuando así ocurrió, estaba preparado: había adoptado de las actitudes más grandiosas de todo mi repertorio el gesto hierático, el brazo extendido señalando el sol. El efecto resultaba sublime. Una ola de estremecimiento recorrió la multitud.

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