Una ciudad flotante (2 page)

Read Una ciudad flotante Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: Una ciudad flotante
2.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Por qué tanto retraso? ¿Por qué tanta compostura en un buque relativamente nuevo? Diremos, sobre esto, algunas palabras.

Después de unas veinte travesías entre Inglaterra y America, una de las cuales fue señalada por accidentes muy graves, la explotación del
Great-Eastern
quedó momentáneamente abandonada. Aquel inmenso barco, dispuesto para el transporte de viajeros, no parecía servir para nada: la desconfiada casta de los pasajeros de ultramar lo despreciaba. Después del fracaso de las primeras tentativas para establecer el cable sobre su meseta telegráfica (mal éxito, debido en gran parte a la insuficiencia de los buques que lo transportaban), los ingenieros se acordaron del
Great-Eastern.
Sólo él podía almacenar a su bordo aquellos 3400 kilómetros de alambre, que pesaban 4500 toneladas. Sólo él podía, gracias a su indiferencia a los embates del mar, desarrollar y sumergir aquél inmenso calabrote. Pero la estiba del cable en el buque exigió cuidados especiales. Se quitaron dos calderas de cada seis y una chimenea de cada tres, pertenecientes a la máquina de la hélice, y en su lugar se dispusieron vastos recipientes, para alojar el cable preservándolo una capa de agua de las capas atmosféricas. De este modo, el hilo pasaba de aquellos lagos flotantes al mar, sin sufrir el contacto de la atmósfera.

La operación de tender el cable se efectuó con pleno éxito, y después, el
Great-Eastern
fue relegado de nuevo a su costoso abandono. Tuvo entonces lugar la Exposición Universal de 1867. Una compañía francesa, llamada de los
Fletadores del Great-Eastern,
se fundó, con el capital de dos millones de francos, con la intención de emplear el inmenso buque en el transporte de visitadores transoceánicos. De aquí la necesidad de volver a apropiar el
Great-Eastern
a este destino, de cegar los recipientes, restablecer las calderas, agrandar los salones que debían habitar muchos miles de pasajeros; de construir aquellos camarotes con comedores suplementarios, y por último, de disponer tres mil camas en los costados del inmenso casco.

El
Great-Eastern
fue fletado al precio de 25.000 francos mensuales. Se ajustaron dos contratas con «G. Forrester y Compañía», de Liverpool: la primera, de 538 750 francos para el establecimiento de las nuevas calderas de hélice; la segunda, de 662 500 francos, para reparaciones generales y mobiliario del buque.

Antes de emprender estos últimos trabajos, el «Board of Trade» exigió que el buque fuera sacado del agua, para poder reconocer escrupulosamente su casco. Hecha esta costosa operación, se reparó cuidadosamente y con grandes gastos una ligera grieta de la quilla. Procedióse luego a la instalación de las nuevas calderas. También fue preciso reemplazar el árbol motor de las ruedas, que se había resentido en el último viaje; aquel árbol, acodado en su parte central para recibir la biela de las bombas, fue substituido por un árbol provisto de dos excéntricos, lo cual aseguraba la solidez de tan importante pieza, que sufre todo el esfuerzo. Por primera vez, el gobernalle iba a ser movido por el vapor.

A esta delicada maniobra estaba destinada la máquina en que hemos visto trabajar a los operarios mecánicos, en la popa. El piloto, colocado sobre la pasarela del centro, entre los aparatos de señales de las ruedas y de la hélice, tenía bajo los ojos un cuadrante provisto de una aguja móvil, que le indicaba a cada instante la posición de su barra. Para modificarla le bastaba imprimir un leve movimiento a una ruedecilla de un pie de diámetro, colocada verticalmente, al alcance de su mano. Las válvulas se abrían acto continuo; el vapor de las calderas se precipitaba por largos tubos o conductos a los dos cilindros de la pequeña máquina; los émbolos se movían con rapidez, las transmisiones funcionaban, y el gobernalle obedecía instantáneamente a esta irresistible combinación de fuerzas. Esto debía suceder, según la teoría, si la práctica no demostraba otra cosa, un solo hombre podría gobernar, con un dedo, la masa colosal del
Great-Eastern.

Por espacio de cinco días prosiguieron los trabajos con febril actividad. Los retrasos perjudicaban notablemente a la empresa de los fletadores, pero los contratistas no podían hacer más. La partida se fijó irrevocablemente para el día 26 de marzo. El 25, la cubierta del
Great-Eastern
estaba aún obstruida por todo el material suplementario.

Pero durante este último día, la cubierta, las pasarelas, los camarotes se desocuparon poco a poco; se deshicieron los andamios, desaparecieron las garruchas; se dio por terminado el ajuste de las máquinas; se golpearon los últimos pasadores y se apretaron los tornillos en las últimas tuercas; las piezas bruñidas recibieron un barniz blanco que debía preservarlas de la oxidación durante el viaje; se llenaron los depósitos de aceite; la última placa descansó, por fin, sobre su mortaja metálica. Aquel día hizo el ingeniero la prueba de las máquinas. Una enorme cantidad de vapor se precipitó a la cámara de éstas. Asomado a la escotilla, envuelto en aquellas cálidas emanaciones, no me era posible ver nada, pero oía cómo los largos émbolos gemían al recorrer sus cajas de estopas y cómo oscilaban con ruido los gruesos cilindros sobre sus sólidos apoyos. Un fuerte hervor se producía bajo los tambores, mientras las palas golpeaban lentamente las aguas turbias del Mersey. Hacia la popa, la hélice azotaba las olas con su cuádruple rama. Las dos máquinas, independientes entre sí, estaban prontas a funcionar.

A eso de las cinco, atracó una lancha de vapor, destinada al
Great-Eastern.
Su locomóvil fue desprendida e izada luego al puente, por medio de cabrestantes. Pero no fue posible embarcar la lancha, pues su casco de acero pesaba tanto que los apoyos de las palancas cedieron bajo la carga, efecto que no se hubiera producido, sin duda, si se hubieran empleado balancines. Fue, pues, preciso abandonar aquella lancha, pero aún le quedaba al
Great-Eastern
un rosario de dieciséis embarcaciones colgadas de sus pescantes.

Por la tarde todo estaba ya concluido, o poco menos. Las calles, limpias, no ofrecían ya señal de barro; el ejército de los barrenderos había pasado por ellas. La estiba había terminado. Víveres, mercancías, combustible ocupaban las despensas, los almacenes y las carboneras. Sin embargo, el buque no se hundía aún hasta la línea de flotación, no sacaba los nueve metros reglamentarios, lo cual era un inconveniente para las ruedas, cuyas paletas, insuficientemente sumergidas, debían dar menos impulso. Pero, no obstante, podíamos partir. Me acosté, con la esperanza de salir al mar al día siguiente. No me engañaba. El 26 de marzo, al rayar el día, vi flotar en el palo de mesana el pabellón americano, en el mayor el pabellón francés y en el trinquete el pabellón de Inglaterra.

CAPÍTULO III

En efecto, el
Great-Eastern
se disponía a zarpar. De sus cinco chimeneas se escapaban ya algunas volutas de humo negro. Una espuma caliente transpiraba a través de los pozos profundos que daban acceso a las máquinas. Algunos marineros bruñían los cuatro grandes cañones que debían saludar a Liverpool a nuestro paso. Algunos gavieros corrían por las vergas, recorriendo la jarcia para facilitar la maniobra. Se estiraban los obenques, encapillándolos debidamente y haciéndolos bajar a las mesas de guarnición. A eso de las once, los tapiceros clavaban los últimos clavos y los pintores daban la última mano de barniz. Después, todos se embarcaron en el ténder que los aguardaba. Así que la presión fue suficiente, se envió el vapor a los cilindros de la máquina motriz del gobernalle y los maquinistas reconocieron que el ingenioso aparato funcionaba regularmente.

El tiempo era bastante bueno; el sol se dejaba ver con claridad y sólo momentáneamente lo cubría alguna nube. En alta mar debía soplar bien el viento, lo cual importaba bastante poco al
Great-Eastern.

Todos los oficiales se hallaban a bordo, repartidos por todo el buque, para preparar el aparejo. El Estado Mayor se componía de un capitán, un segundo, dos segundos oficiales, cinco tenientes, uno de ellos francés, mister H…, y un voluntario, francés también.

El capitán Anderson goza de gran reputación en la Marina mercante inglesa. A él se debe la colocación del cable transatlántico. Verdad es que si triunfó donde fracasaron sus antecesores fue porque trabajó en condiciones mucho más favorables, teniendo el
Great-Eastern
a su disposición. Lo cierto es que su triunfo le valió el título de
sir,
otorgado por la reina. Encontré en él un comandante muy amable. Era un hombre de unos cuarenta años; sus cabellos tenían ese color rubio que se conserva a pesar de la edad, su estatura era elevada, su cara ancha y risueña y de tranquila expresión; su aspecto era verdaderamente inglés; su paso lento y uniforme, su voz dulce; sus ojos pestañeaban con frecuencia, sus manos nunca iban metidas en los bolsillos y siempre ostentaban estirados guantes; vestía con elegancia, pero con esta seña particular: la punta de su pañuelo blanco salía siempre del bolsillo de su levita azul con triple galón de oro.

El segundo del buque ofrecía un contraste singular con el capitán Anderson. Es fácil de retratar: es un hombrecillo vivaracho, muy moreno, con ojos algo inyectados, con barba negra que le llega a los ojos; piernas arqueadas que desafían todas las sorpresas del balance. Marino activo, vigilante, muy instruido en los pormenores, daba sus órdenes con voz breve órdenes que repetía el contramaestre con ese ronquido de león constipado peculiar a la Marina inglesa. El segundo se llamaba W… y era, según tengo entendido, un oficial de la Armada, empleado, con permiso especial, a bordo del
Great-Eastern.
Su modo de andar era de «lobo de mar» y debía de ser de la escuela de aquel almirante francés, valiente a toda prueba, que en el momento del combate gritaba siempre a su gente: «¡Animo, muchachos, no tropecéis! ¡Ya sabéis que tengo la costumbre de hacerme ascender! »

Las máquinas corrían a cargo de un ingeniero jefe, auxiliado por diez oficiales mecánicos. A sus órdenes maniobraba un batallón de 250 maquinistas, fogoneros o engrasadores, que no salían de las profundidades del barco.

Diez calderas, con diez fogones cada una, es decir, cien fuegos que vigilar, tenían al batallón ocupado noche y día.

La tripulación propiamente dicha, contramaestre, gavieros, timoneles y grumetes, era de unos 100 hombres. Además, había 200 mozos destinados al servicio de los pasajeros.

Cada cual estaba en su puesto. El práctico que debía «sacar» el
Great-Eastern
de la barra de Mersey, estaba a bordo desde el día anterior. Vi también a un piloto francés, de la isla de Moléne, cerca de Ouessant, que debía hacer con nosotros la travesía de Liverpool a Nueva York, y al regreso hacer entrar el
Great-Eastern
en la rada de Brest.

Empiezo a creer que saldremos hoy —dije al teniente H…

-No esperamos más que a los viajeros —respondió mi compatriota.

—¿Son muchos?

—Cerca de mil trescientos.

Era la población de un pueblo grande.

A las once y media fue señalado el ténder, colmado de pasajeros, que rebosaban de las cámaras, que se apiñaban en las pasarelas, que se apretaban sobre las montañas de fardos que había sobre la cubierta; algunos iban tendidos sobre los tambores. Eran, como supe muy pronto, califomianos, canadienses, yanquis, peruanos, americanos del Sur, ingleses, alemanes y dos o tres mil franceses. Entre ellos se distinguían el célebre Cyrus Field, de Nueva York; el honorable John Rose, del Canadá; el honorable Macalpine, de Nueva York; mister Alfredo-Cohen, de San Francisco; mister Whitney, de Montreal; el capitán Macph… y su esposa. Entre los franceses se hallaban el fundador de la «Sociedad de los Fletadores del
Great-Eastern»,
mister Jules D… representante de la «Telegraph Construction and Maintenance Company», que había contribuido a poner en práctica el proyecto, con veinte mil libras.

El ténder atracó al pie de la escalera de estribor, y dio principio a la interminable ascensión de equipajes y pasajeros, pero sin prisa, sin gritos, como si todos fueran personas que entraran tranquilamente en su casa. Si hubieran sido franceses, hubieran creído su deber subir como al asalto, a guisa de verdaderos zuavos.

El primer cuidado de cada pasajero, al poner el pie en el
Great-Eastern,
era bajar a los comedores, para marcar el puesto de su cubierto. Una tarjeta o su nombre, escrito con lápiz en un pedazo de papel bastaba para asegurarle su toma de posesión. En aquel momento se estaba sirviendo un almuerzo, y no tardaron las mesas en verse rodeadas de convidados, que cuando son anglosajones, saben combatir perfectamente, esgrimiendo el tenedor, el fastidio de una travesía.

Con objeto de seguir todos los pormenores del embarque, me había quedado sobre cubierta. A las doce y media todos los equipajes estaban transbordados. Allí pude ver, revueltos, mil fardos de todas formas y tamaños; cajones grandes como coches, capaces de contener un mobiliario completo; estuches de viaje de elegancia perfecta; sacos de formas caprichosas, y muchas de esas maletas americanas o inglesas, tan fáciles de reconocer por el lujo de sus correas, su hebillaje múltiple, el brillo de sus chapas y sus gruesas fundas de lona o de hule, con dos o tres grandes iniciales caladas en sendas chapas de hojalata. Pronto desapareció toda aquella balumba en los almacenes (iba a decir en las estaciones del entrepuente), y los últimos trabajadores, mozos de cuerda o guías, volvieron al ténder, que se alejó, después de haber ensuciado el
Great-Eastern
con las escorias de su humo.

Volvía hacia la proa, cuando de pronto, me hallé en presencia del joven a quien había visto en el muelle de New-Prince. Se detuvo al verme y me tendió una mano que estreché cariñosamente.

—¿Vos aquí, Fabián? exclamé.

—Yo mismo, amigo querido.

—No me engañé cuando, hace algunos días, creí veros en el embarcadero. ¿Vais a América?

—Sí. ¿En qué puede emplearse mejor una licencia de algunos meses, que en correr el mundo?

—¡Dichosa la casualidad que os ha hecho elegir el
Great-Eastern
para vuestro paseo!

—No ha sido, casualidad, querido compañero. Leí en un periódico que habíais tomado pasaje a bordo de este buque y he querido hacer el viaje con vos.

—¿Acabáis de llegar de la India?

—El
Dodavery
me dejó anteayer en Liverpool.

Other books

Winners by Eric B. Martin
The Artificial Mirage by T. Warwick
Nothing Like Love by Abigail Strom
False Convictions by Tim Green