—Muy atento por tu parte, y por la de tu mujer. Pero era tu primera noche en casa, ¿no? ¿No habréis reñido, Frank?
—Lamento decepcionarle —dije—. ¿Qué fue eso que apostó consigo mismo?
—Claro, claro —se metió una cucharada de sopa en su boca de gato—. Como decía, esperaba encontrar a alguien con quien comer y miré por el escaparate con la esperanza de que tú o alguno de los otros anduviera por aquí.
Hizo una mueca y pareció esperar a que dijera algo. Tomé otro trago de cerveza.
—Desde la calle no te podía ver —continuó al fin Staples—. Y sin embargo sabía que estabas aquí. ¿No te interesa saber por qué?
Sentía curiosidad, pero me encogí de hombros y dije que me daba igual.
—El ambiente de este sitio, Frank —dijo—. La mirada de esas pobres chicas. Dime, si no te gusta la comida ni el servicio de este local, ¿por qué no vas a otro?
—¿Para qué? —dijo—. Todos se parecen.
—Sí, pero… —me estudió, luego su cabeza asintió y sonrió de un modo que no entendí—. Sí —dijo—, sí, supongo que todos se parecen si…
—¿Qué?
—Nada. Este es un sitio agradable, Frank; y siempre me gusta charlar contigo… Supongo que ya se te habrá olvidado lo de la detención y que no me guardas rencor, ¿verdad?
—¿A un tipo tan estupendo como usted? —dije—. No sería capaz.
—Me alegra mucho. Así que seguimos siendo amigos, ¿no?
—Como quiera.
—A propósito, ¿por qué te complicaste tanto la vida? Después de todo, los otros cobradores también tenían la lluvia en su contra y no se quedaron con más de trescientos dólares de la empresa.
—Bueno —dije—. Verá, Staples…
—Dime, Frank.
No se lo podía contar. Pero no sabía qué otra explicación darle.
—¿Estás harto, Frank? ¿Es eso? ¿Te parece que todos tus esfuerzos no llevan a nada y que tu propia existencia carece de interés?
Bueno, no sabía qué decir, pero Staples no andaba tan descaminado.
—¿Es eso, Frank? —insistía—. Cuéntamelo todo.
—¡Coño! —exclamé—. ¡Y a usted qué le importa!
No se molestó en añadir nada. Se limitó a esperar. La cuestión era que si yo no conseguía ganar la pasta, tendría que volver a robarla. Y que si no podía largarme con un buen fajo antes de que él consiguiera echarme el guante…
—No le voy a engañar —dije para ganar tiempo—. Si está preocupado, ¿por qué no me habló de ello esta tarde en lugar de…?
—No estoy preocupado, Frank. Siempre pienso las cosas a fondo, compongo todas las piezas antes de actuar. Pero ¿qué pasó con ese dinero?
Un mes después podría mandarle al infierno, pero no había pasado ese mes y hasta que me encontrara a salvo con Mona tenía que continuar escuchándole.
—¿No me entiendes, muchacho? —seguía hablando—. No se trata sólo de curiosidad. Si te lo has gastado con una mujer o en las carreras de caballos…
Levanté la vista y nuestras miradas se cruzaron por primera vez. Acababa de enseñarme a no picar y también me daba la oportunidad de hacerle algunas preguntas.
—¿Se acuerda de aquella carta que le enseñé hace algún tiempo? ¿La de la empresa de petróleo de Oklahoma?
—¿Carta? —se encogió de hombros—. Creo que me habrás enseñado una docena por lo menos —pero se interrumpió y volvió a mirarme asustado—. ¡No puede ser! —dijo—. ¡No, Frank! ¿No les habrás mandado el dinero a esos tipos, verdad?
—Pues sí —dije con aspecto de cordero degollado—. Creo que se lo he mandado.
—¡Pero, Frank! Eso es algo completamente distinto. Yo también he tenido la oportunidad de comprar un terreno, pero un terreno de verdad, no lo que decía en un papel.
—Bueno, para la próxima vez ya habré aprendido —dije—. ¿Usted ya sabe de estas cosas, verdad, Staples?
Era su tema de conversación favorito. Si uno conseguía sacarlo a colación ya no paraba de hablar del petróleo y de aquella ciudad donde dirigió por primera vez un almacén. Se convertía en una persona completamente distinta.
—Nunca has visto nada que se pareciese a aquello, Frank. Aparentemente era el terreno más miserable del mundo. Con piedras y lleno de agujeros. Pero de pronto aquellos pobres campesinos, una gente que meses antes no tenía qué llevarse a la boca, se volvieron ricos de verdad. Sé de una pequeña parcela que subió hasta el millón y medio de dólares.
Silbé admirado y añadí:
—Pero seguro que no todos ganaron tanto. Seguro que hubo algunos que vendieron sus tierras por nada…
—Exacto, Frank. Parecía demasiado bueno para ser verdad, ya sabes. Muchos vendieron sus tierras al primer listillo que les ofreció cuarenta o cincuenta mil dólares.
—¿En efectivo? —volví a silbar—. ¿Quiere decir que les dieron todo ese dinero así por las buenas?
—Sí, y sumas mucho más elevadas. El efecto psicológico, ya sabes. No olvides que eran personas sin educación y que desconfiaban de los bancos. Lo que les gustaba era el dinero en metálico. Un cheque sólo les parecía un trozo de papel sin valor ninguno.
—¿Y qué fue de ellos? —dije—. Apuesto a que muchos no supieron qué hacer con tanto dinero.
—Cierto, Frank. Tú o yo… si hubiéramos tenido ese dinero… —se interrumpió sollozando y volvió a atacar la sopa—. Sí, Frank. Se trata de una experiencia que hubiera amargado para siempre a un hombre que no sepa tomarse esas cosas con filosofía. Aquí me tienes a mí, sé apreciar las cosas buenas de la vida y no tengo dinero para conseguirlas. Y ahí tienes a esos paletos con montones de dinero y sin saber qué hacer con él. Pues todos siguieron viviendo como antes y enterraron sus dólares.
—Estoy seguro que aquello le sacó de sus casillas, Staples. Usted, allí en medio de todo el asunto y sin poder hacer nada.
—Lo intenté, Frank —asintió con seriedad—. Lo intenté, y con ganas. Pero entonces estaba un poco verde. Y lo único que conseguí fue que me trasladaran a otro almacén.
Tomé otra cerveza mientras él terminaba de cenar. Luego se fue a su hotel y yo me dirigí a casa. Todavía no había comido nada, pero me sentía bastante bien. La conversación con Staples me había animado.
Sí, llevaría a cabo el asunto. De hecho casi no sabía nada. Lo único de lo que estaba seguro era de lo que Mona me había contado. Pero aquello, por poco que fuera, unido a lo que me había dicho Staples, encajaba.
Habían vivido cierto tiempo en el sur —según me contó Mona que recordaba— y con otras personas más, seguramente sus parientes. Y el sitio tenía que encontrarse en el sur o el suroeste, pues hacía calor y las cosas se mantenían más tiempo verdes —eso recordaba ella, o creía recordar—. Eso fue todo lo que me contó. No el motivo que llevó a la vieja a instalarse aquí. Era lo más oscuro de la historia. Pero no me parecía de mayor importancia.
Habían encontrado petróleo en su granja. La vieja había vendido sus tierras por cien mil dólares. O a lo mejor por más y sólo había escondido los cien mil. Y luego se dedicó a prostituir a su propia sobrina.
O eso parecía.
Y yo quería que las cosas hubieran sido de ese modo, así que decidí que así eran.
Compré algunas cosas de comer a la mañana siguiente y desayuné de verdad. Pan y bacon, patatas fritas, fruta y café. Comí y comí pensando que a lo mejor alguien creía que podía matar de hambre al viejo Dolly. Al diablo con aquellas asquerosas camareras. Al diablo con las jodidas Joyce y Doris y Ellen y… todas las demás putas. El viejo Dolly sabía cuidar de sí mismo hasta conseguir algo decente. Y, hermano, la hora de conseguirlo no quedaba lejos.
Volví a llenar la taza de café y encendí un pitillo. Me arrellané en la butaca. Pete Hendrickson era mi siguiente objetivo.
Pero no sabía dónde vivía.
La última dirección suya que sabía era la de la casa, bueno, ya se sabe cuál, antes de trabajar en el vivero. Y sólo Dios sabía dónde estaría viviendo ahora. A lo mejor como había perdido el trabajo no tenía casa. Podía dormir en un vagón abandonado de la estación o bajo un puente.
Me puse de pie y solté maldiciones mientras recorría a grandes pasos el cuarto de estar.
No sé cuánto tiempo me pasé en ese plan antes de recuperar la calma. Entonces cogí la guía de teléfonos, busqué el número del vivero y llamé.
Descolgó el capataz.
—Por favor, señor —dije—. Soy Olaf Hendrickson y necesito hablar con mi hermano Pete.
—Ya no trabaja aquí —dijo—. Lo siento.
—A lo mejor puede decirme dónde…
—Pues no puedo —dijo cortante antes de que terminase de hablar—. No damos ese tipo de informaciones.
—Por favor, señor. Es…
—Lo siento —y colgó el aparato.
Bien, pues soy un tipo insistente. Cuanto más trata la gente de fastidiarme e impedir que haga lo que quiero hacer, más me empeño en hacerlo.
Miré el reloj. Me afeité y me limpié los dientes y volví a mirar el reloj. Las once y cuarto. Cogí el coche y me dirigí a la otra parte de la ciudad.
Casi eran las doce cuando llegué a la cervecería que había bastante cerca del vivero. Me fijé en el nombre y la dirección al pasar por delante y me detuve frente a una farmacia de la siguiente manzana. Esperé dentro del coche hasta que sonó la sirena de las doce. Entonces me apeé y miré calle abajo.
Los obreros salían del vivero y entraban en la cervecería. Dejé que pasara un tiempo prudencial para que se instalaran. Luego entré en la farmacia y llamé a la cervecería desde una cabina.
El teléfono sonó y sonó. Por fin descolgó alguien, el propietario o un camarero o puede que un cliente.
—¿Está ahí un tipo que se llama Pete Hendrickson? —pregunté—. Uno de los que trabajan en el vivero. ¿Puede decirle que se ponga al teléfono, por favor?
No me contestó, se limitó a gritar:
—¡Pete, Pete Hendrickson! ¿Hay alguien que se llame Hendrickson?
Alguien gritó algo y otro se rió.
—No está —dijo el que había descolgado—. Ya no trabaja en el vivero.
—¡Maldita sea! —dije—. Necesito hablar con él. ¿No habrá por ahí alguien que me pueda decir dónde…?
—Espere —dijo con expresión de fastidio—. ¿Hay alguien que sepa dónde…?
No lo sabían. O si lo sabían, no lo dijeron.
—Lo siento, señor —volvió a decir el del teléfono—. ¿Puedo hacer algo más por usted?
Le dije que sí.
—Puedes ir a tomar por el culo, hijoputa —y colgué cuando empezaba a soltar maldiciones.
Bueno, era mi mejor jugada, pero no la única. Conocía muy bien a los tipos como Pete Hendrickson. Sé perfectamente lo que hacen y a dónde van. Pero me llevaría semanas. Y encima no quería que nadie supiera que le andaba buscando. Pero en esta ocasión no se trataba de una cuestión que me afectara sólo a mí. Estaba también Mona y cien mil dólares. Así que, fuera como fuese, lo encontraría.
Me dirigí al barrio chino. Aparqué y me puse a pasear.
Debí de andar como unos veinte kilómetros. Estuve en agencias de colocaciones con vagabundos sentados en la acera de enfrente. Estuve en casas miserables con portales apestosos. Estuve en prostíbulos grasientos. Estuve en salas de billar y bodegas y tugurios.
Era sábado por la tarde. Aunque tuviera casa, un tipo como Pete no se quedaría en ella un sábado por la tarde. Tenía que andar por algún sitio de aquella zona.
Anduve y anduve de un lado a otro. Encontré un bar que no me daba vómitos y tomé un par de tragos. Luego seguí caminando.
Tenía que andar cerca. El hijoputa no podía hacerme algo así.
Sábado por la noche.
Ocho de la tarde del sábado. Y de Pete, nada…, y casi era hora de reunirme con Mona.
Compré medio litro de whisky y volví al coche. Desenrosqué el tapón con los dientes y me hice daño. Tomé un trago, o dos o tres o cuatro. Dejé la botella en el asiento y arranqué.
Estaba jodido, tío. Y lo estaba como cuando uno tiene que hacer algo que no le apetece hacer. Lo mismo que cuando debes contestar algo y no sabes qué.
¿Qué coño iba a hacer ahora? ¿Qué le iba a decir a Mona? Tomé otro trago. Bueno, no le diría nada. Y si encontraba a Pete al día siguiente o al otro… Y si no… pues mejor no pensaba en ello ahora. Todavía quedaban un par de días antes de que tuviera que decirle la verdad.
No podía hacer otra cosa, o eso me parecía. Pasaría por alto sus preguntas. Haría que se sintiera contenta y agradecida y luego… ya sabes. No creo que estuviera mal. No iba a coger nada que ella no me ofreciera de buena gana.
—Todo va bien —dije, y lo dije en voz alta—. Dolly Dillon dice que todo va bien.
Estaba esperando entre las sombras de un árbol a unas cuantas puertas del supermercado. Se metió en el coche y dejó una bolsa con comestibles en el asiento de atrás. Aceleré a fondo. Parecía asustada, le temblaba la voz.
—¿Por dónde has andado, Dolly? Llevo bastante rato fuera de casa y…
—¿Qué te pasa? —dije—. No parece que te alegres de verme.
—No es eso, Dolly. Claro que me alegro. Pero… ¿va todo bien? ¿Todavía lo vamos a hacer?
—En eso quedamos, ¿no? —dije.
—¿El lunes? Pero no después del lunes, Dolly. Tengo mucho miedo que…
—Eso fue lo que te dije. ¿Quieres que lo ponga por escrito?
Crucé una vía muerta, me metí por una carretera polvorienta y aparqué. No había luz alguna y tampoco pasaban coches. La abracé.
La besé y me puse a acariciarla. Y lo que pasó entonces fue tan extraordinario que, bueno, no lo sé explicar. Me imagino que el sueño de un comedor de opio debe de ser algo parecido.
Y eso que he estado con chicas de veinte dólares y chicas que buscan proporcionarte sensaciones fuertes. Pero no me había pasado nada como esto antes.
Luego, todo se terminó…, al menos en lo que a mí se refería. Pero aquello no le parecía importar.
—Pequeña —dije—. Por Dios, pequeña… —y finalmente—: ¿Qué demonios es esto?
La aparté y volví a ponerme tieso en mi asiento. Y aquello pareció romper el hechizo, como dicen en los cuentos.
—Lo siento —dijo ella mordiéndose un labio y tratando de no mirarme, como si estuviera avergonzada—. Es que te quiero tanto que…
¿Qué se puede hacer con una chica así? A lo mejor yo estaba considerando las cosas desde un ángulo equivocado. Pero a lo mejor la vieja sólo vendía algo para evitar que lo hiciera gratis.
Aquello se me pasaba por la cabeza sin parar. De repente me encontré fuera del coche después de dar un fuerte portazo. Porque hasta un maldito idiota podía darse cuenta de que esta chica era inocente. Y con todo lo que yo estaba haciendo por ella, con todo lo que ella creía que estaba haciendo por ella, quiso hacer algo especial.