—Siéntate. Todavía falta un rato antes de que la cena esté lista.
Era la manera que tenía su padre de decir que su madre ya podía salir a la cocina y continuar con los preparativos.
Viktor se sentó en la otra butaca. Con la espalda recta, casi un poco inclinada hacia delante. Parecía estar atento, preparado para cualquier eventualidad.
Natalie se dio la vuelta. Cerró los ojos por un instante.
Salió.
A su padre le gustaba la buena comida. Ella pensó en aquella vez que él y su madre le habían hecho una visita en París durante un puente. El sábado alquilaron un coche y fueron al distrito de Champagne. Por la tarde fueron a un hotel de un auténtico pueblecito rural. Una recepción de madera, un viejo conserje con camisa blanca, chaleco negro y anchos bigotes. Las habitaciones eran pequeñas, con moqueta roja y camas que chirriaban. Las vistas abarcaban varios kilómetros de viñedos.
Su padre había llamado a la puerta, metiendo la cabeza.
—Ranita mía —dijo en serbio—, vamos a cenar. Reservé la mesa hace ya ocho semanas. En mi opinión, sirven comida bastante buena por aquí.
—¿Hace ocho semanas? Parece muy exagerado.
—No digas nada hasta que hayas probado la comida. —Su padre sonrió, guiñándole un ojo.
Después, Natalie buscó información sobre el restaurante. Lo encontró en la Guía Michelin: tenía tres estrellas y era considerado el mejor restaurante de todo el distrito de Champagne. Louise, la chica con la que compartía piso en París, chilló al oírlo:
—¡Joder, qué guay! La próxima vez tenéis que invitarme.
Su madre terminó con los preparativos para la cena. La comida típica de Meze, dispuesta en fuentes cuadradas.
Burek, pěcena
, chorizo, el solomillo de buey ahumado y secado al aire. El queso
Kajmac
en un bol de cristal. Olía a
ajvar
y especias
vegeta
, pero esto era normal cuando su madre cocinaba. Natalie había echado en falta la comida de su madre. En París había sido adicta al régimen de LCHF:
Low Carb High Fat
, lo que en Francia significaba sobre todo
chèvre chaud
y chuletillas de cordero. No es que mamá siempre preparase comida tradicional. A menudo seguía las recomendaciones de
El Chef Desnudo
o las recetas de algún libro de comida sana. Pero cuando su padre cenaba en casa, quería cosas que sabía que le iban a gustar.
Su madre envió a Natalie al comedor con servilletas. Blancas, planchadas con rulo, bordadas con el escudo de armas de la familia. Había que doblarlas en forma de cucurucho y colocarlas en las copas de vino, que también tenían el escudo grabado en el cristal. Podría hacerlo con los ojos cerrados.
Volvió a la cocina.
—Me alegro tanto de que estés otra vez en casa —dijo su madre.
—Ya lo sé. Lo dices todos los días.
—Ya, pero especialmente hoy, cuando hacemos este tipo de comida y ponemos la mesa en el comedor y todo lo demás.
Natalie se sentó en un taburete. Tenía bisagras en el medio, se podía doblar para convertirlo en una pequeña escalera.
—¿Es bueno? —preguntó su madre.
—¿Viktor?
—Quién si no.
—Es un buen chico, pero eso no quiere decir que me vaya a casar con él, y además no debemos hablar de él cuando no está delante.
—Si él no entiende el serbio, ¿no? Y ya sabes que solo queremos lo mejor para ti.
Se abrió la puerta. Su padre y Viktor entraron en la cocina.
Natalie trató de interpretar la cara de Viktor.
Había pasado media hora. Se habían llevado ya los platos de Meze de la mesa. Natalie ayudaba a su madre en la cocina. La primera mitad había ido bien. Viktor había podido hablar un poco sobre sí mismo: sobre sus negocios con coches y lanchas. Sus planes de futuro. La cosa iba bien: su padre no le estaba interrogando en plan Guantánamo, sino que se lo tomaba con calma. Su madre preguntaba sobre todo cosas sobre sus padres y hermanos.
A Viktor se le daba bien hablar. Solía impresionar a Natalie. Era una de las cosas que le gustaban de Viktor; era capaz de hablar con todo el mundo. Esto le ayudaba en sus negocios. Y le ayudaba cuando se metía en problemas. Y además era guapo; era como una versión más atlética de Bradley Cooper, uno de sus actores favoritos. Se llevaban bien, pensaban lo mismo sobre muchas cosas. La necesidad de una economía solvente, una actitud adecuada hacia la gente desconocida y hacia el Estado, los amigos apropiados. Viktor tenía pinta de ser un chaval que venía pisando fuerte; o eso esperaba ella.
Hablaba y hablaba. Decía cosas sensatas sobre su negocio; cosas que, con un poco de suerte, podrían impresionar a su padre. Trataba de devolver las preguntas, interesarse por la cocina recién reformada de sus padres, la casa de verano en Serbia, los elegantes cubiertos de plata con el escudo de armas grabado; posiblemente se había preparado.
El segundo plato ya estaba sobre la mesa. Chuletas de aguja, cebolla,
sremska
, patatas salteadas.
Radovan levantó la copa de vino.
—Viktor, amigo mío, ¿conoces la diferencia entre una chuleta de aguja sueca y una serbia?
Viktor sacudió la cabeza, tratando de mostrar un interés sincero.
—No echamos cerveza a la comida.
—Bueno, pero tiene pinta de estar buena.
—Te prometo que lo está. Porque nosotros, los serbios, somos así. No nos importa tomar una copa o disfrutar de un buen licor. Pero no lo
necesitamos
. No es algo que tengamos que meter en cada plato que preparamos para que sepa bueno. ¿Lo entiendes?
Viktor todavía sujetaba la copa en la mano.
—Suena interesante.
Su padre no dijo nada, pero todavía tenía la copa de vino en la mano. Natalie esperó. Los microsegundos eran largos como minutos. Contemplaba la chuleta de aguja.
La voz de su padre rompió el tiempo muerto.
—Bueno, pues nada, salud y bienvenido de nuevo a nuestra casa.
Una hora y media más tarde. La cena había terminado. El postre: habían ya acabado el
baklava
, el
schlag
y la tarta. Ya habían tomado el café. El coñac, Hennessy XO: no quedaba nada en las copas.
Era suficiente. A Viktor seguro que le dolían los músculos de la sonrisa.
A Natalie le apetecía salir esa noche. Quizá dormir en casa de Viktor después. O, dicho de otra manera: si su padre estaba contento, ella podría ir con él.
Se levantaron de la mesa. Natalie no paraba de mirar a su padre. Sus movimientos de dinosaurio. Lentos y enfocados, con la cabeza que tenía su propia vida: como un péndulo de aquí para allá —derecha izquierda, izquierda derecha—, aunque el resto del cuerpo estuviera inmóvil. Trató de establecer contacto visual. Una expresión de aprobación. Un guiño. Una inclinación de cabeza.
Nada. ¿Por qué tenía que jugar este juego?
Estaban en el vestíbulo, iban a ponerse los abrigos. La ropa de calle estaba colgada detrás de una cortina.
Natalie no iba a dar su brazo a torcer. Si su padre no quería que ella fuera con él, tendría que hablar claro, joder. El plumífero de Viktor la rozó con un silbido apagado. Un North Face negro, tan grueso y emplumillado que seguramente aguantaría cincuenta grados bajo cero. Natalie se calzó sus Uggs. Luego se puso el chaleco de piel de conejo, que era calentito, aunque seguramente no sería ni la mitad que el plumífero michelín de Viktor.
Su madre siguió hablando: acerca de qué camino tomar, cuándo se verían al día siguiente, cuánto se había alegrado de conocer a Viktor.
Su padre estaba callado. Los observaba sin más. Esperaba.
Viktor abrió la puerta. Entró una ráfaga de aire frío.
Un coche pasó por la calle delante de la casa, podría haber sido el mismo Volvo verde que había visto antes.
Dieron un paso hacia delante. Ella, con el costado vuelto hacia el vestíbulo. La mitad del cuerpo, iluminada por la luz de la casa y la otra mitad, fuera. Miró a su padre de reojo. Se dio la vuelta. Le miró a la cara.
—Nos vemos mañana —dijo su madre.
—Os llamo, un beso, adiós —contestó Natalie.
Radovan dio un paso hacia delante. Se inclinó a través de la puerta. La parte superior del cuerpo expuesta al frío. Una fina nube de vapor salía de su boca.
—Viktor.
Viktor se giró hacia él.
—Conduce con cuidado —dijo su padre.
Natalie sonrió por dentro. Caminaron hacia el coche de Viktor.
La calle estaba tranquila.
J
orge se sentó en una butaca. Echó un vistazo al lugar, su propio garito. Su cafetería, de
él
.
Él: un tío que tenía su propia empresa.
Él: un tío que era
propietario
de algo.
Al mismo tiempo: algo no encajaba.
Date cuenta del rollo. J-boy: el latino del gueto de Chillentuna
number one
, el exrey de la farla con una reputación, ahora dedicándose a algo anodino de cojones. Currando en un curro la hostia de gris. Soltando pasta a cambio de protección como cualquier otro vikinguillo de los pubs.
Vio su cara reflejada en los cristales que daban a la calle. El pelo corto rizado echado hacia atrás. La sombra de la barba de su jeta no le quedaba mal. Cejas oscuras, bien depiladas, pero por encima de ellas: arrugas. Tenían que haber aparecido en el trullo. O si no, era el sol de Tailandia el que te marcaba la frente.
Pensó en el aspecto que había tenido durante el año después de la fuga. El recuerdo todavía conseguía sacarle una sonrisa. La Fuga con F mayúscula: un ataque mágico al Servicio Penitenciario sueco, una exhibición de un moraco con clase, una señal inequívoca para toda la peña enchironada:
Yes, we can
. Jorge Royale: el chorbo que daba por culo a los chapas al ritmo de la salsa. El colega que se largaba de Österåker con la ayuda de un par de sábanas y un gancho fabricado de un aro de baloncesto. El tío que desapareció sin dejar rastro.
Slam dunk
, agradeció los servicios prestados a los funcionarios y dijo adiós.
Por aquel entonces: el hombre, el mito. La leyenda.
Hoy en día: aquello pasó hace tiempo. Se había dado a la fuga en Suecia. Buscado por la policía en todo el país, como un pedazo de asesino. Se había reinventado. Había creado un
look
nuevo,
el zambo macanudo
. Jorge, el negrito en libertad. Había engañado a viejos amigos, había engañado a la pasma, había engañado a unos cuantos familiares. Pero no había engañado a los yugoslavos. Mrado Slovovic, el asqueroso lacayo del Señor R, lo encontró y le dio una paliza. Pero no ganaron. Jorge renació de sus cenizas y asaltó Estocolmo.
Y después: se largó a Tailandia para escaparse de todo. Pero al final volvió a casa; en realidad, no sabía muy bien por qué, quizá porque se aburría.
El Estado lo pescó. ¿Qué esperaba? ¿Vivir fugado el resto de su vida? Eso solo lo hacía la gente de fraudes fiscales y los viejos nazis que cambiaban de nombre para comprarse chalés en Buenos Aires.
Entró en Kumla. Cárcel chunga para gente propensa a las fugas. Los permisos:
forget it
. Libertad condicional:
nope
. Visitas sin vigilancia: por favor, no me tomes el pelo. Aun así: se dio una palmadita en el hombro a sí mismo; había merecido la pena. Más de año y medio fugado. Tuvo tiempo para disfrutar de lo lindo, incluso de las copas tailandesas con sombrilla.
Y ahora: el nuevo proyecto le hervía la sangre.
La cafetería ya estaba cerrada. Estaba esperando a Tom Lehtimäki. Iba a preguntarle si se apuntaba al asunto del furgón blindado. El primer intento de reclutamiento. Aparte de Mahmud. Era importante. Al mismo tiempo: era peligroso; ¿y si el tío no quiere? ¿Y si comienza a largar cosas sobre la planificación de Jorge?
Tom: al principio era un viejo amigo de Mahmud. Jorge lo conocía de la cafetería. Tom les había ayudado con la contabilidad. Lehtimäki: un contable enrollado, como esa gente del sector de la construcción de la que hablaba Peppe. Lehtimäki: un hijo de puta espabilado en quien se podía confiar. Contabilidad, historias de facturas falsas y papeleo, todo al mismo tiempo. El chorbo: como un abogado en miniatura/contable a la vez. Dominaba los trucos, afinaba las estrategias, se ocupaba de los asuntos de los que había que ocuparse.
Sin lugar a dudas: Tompa sería un recurso importante.
Jorge le había mandado un SMS. Un mensaje escueto, nada sobre el verdadero asunto. Solo: «Te importa venir a la cafetería después de cerrar. Es importante».
Jorge echó la cabeza hacia atrás. Estaba esperando a Tom. Repasaba los recuerdos. Cómo había hablado con Mahmud la primera vez. Una conversación más difícil de la que iba a tener ahora: Mahmud, su mano derecha, su
homie
, su
hombre
.
Jorge no las había tenido todas consigo. Quizá lo entendiera el árabe. Quizá se pusiera de mala hostia sin más. Daba lo mismo. J-boy tenía que cambiar la situación.
Cuando Jorge salió del trullo, compró la cafetería junto con Mahmud. El árabe le agradecía a Jorge que quisiera ser su socio. Mahmud había decidido hacer feliz a su viejo: dejar la vida de gánster. Portarse bien. Casi convertirse en aspirante a vikingo. Jorge quería copiar el estilo, tratar de mantenerse lejos de chirona, tratar de ganar dinero legal, tratar de no destacar.
Trabajaron sus contactos para arreglar lo del garito. Compraron las máquinas de la cafetería a unos sirios que Mahmud conocía a través de Babak. Consiguieron butacas y mesas chulis con mosaico incrustado en el tablero de un receptador de Alby.
Compraron tazas, platos, cuchillos y esa mierda en Internet. Tom ayudó con los mayoristas de bollos, pasteles y bolas de chocolate. El revendedor de café y el mayorista sandwichero eran tíos que Mahmud había conocido cuando compraban amor a las putas que él solía vigilar.
Incluso contrataron a gente. A tres amigas de la hermana menor de Mahmud les pagaban por horas. Eran jóvenes, pero la idea era sencilla: chicas guapas aumentan el apetito de la gente, sobre todo de café.
En resumen: una sensación de puta madre. De estar al cien por cien. Después de algunas semanas: el garito rodaba como un Maserati en el circuito de Falkenberg.
Se rompían las espaldas. Currando veinticuatro horas al día. Jorge casi dejó de fumar para poder aguantar. El árabe solo entrenaba dos veces por semana por falta de tiempo. Jorge lo veía como una inversión. La seguridad de la cafetería; ya no hacía falta buscar la pasta fácil. Además: necesitaba hacer algo. Tiró de sus últimos ahorros: la venta de farlopa y otras cosas, de la época de la libertad. Se convirtió en socio de Mahmud en la vida tranquila, fácil, honesta.