El final y el principio del milenio necesitan utopía unida al desencanto. El destino de cada hombre, y de la misma Historia, se parece al de Moisés, que no alcanzó la Tierra Prometida, pero no dejó de caminar en dirección a ella. Utopía significa no rendirse a las cosas tal como son y luchar por las cosas tal como debieran ser; saber que al mundo, como dice un verso de Brecht, le hace buena falta que lo cambien y lo rediman. El despertar religioso, que sin embargo tan a menudo degenera en fundamentalismos, cumple la gran función de avivar el sentido del más allá, de recordar que la Historia profana de lo que sucede se intersecciona continuamente con la Historia sagrada, con el grito de las víctimas que piden otra Historia y que, en el Día del Juicio, presentarán a Dios y al Espíritu del Mundo el libro de cuentas y los llamarán a que les den razón del matadero universal.
Utopía significa no olvidar a esas víctimas anónimas, a los millones de personas que perecieron a lo largo de los siglos a causa de violencias indecibles y que han sido sepultadas en el olvido, sin registro alguno en los Anales de la Historia Universal. El río de la Historia arrastra y sumerge a las pequeñas historias individuales, la ola del olvido las borra de la memoria del mundo; escribir significa también caminar a lo largo del río, remontar la corriente, repescar existencias naufragadas, encontrar pecios enredados en las orillas y embarcarlos en una precaria arca de Noé de papel.
Este intento de salvación es utópico y el arca a lo mejor se hunde. Pero la utopía da sentido a la vida, porque exige, contra toda verosimilitud, que la vida tenga un sentido; don Quijote es grande porque se empeña en creer, negando la evidencia, que la bacía del barbero es el yelmo de Mambrino y que la zafia Aldonza es la encantadora Dulcinea. Pero don Quijote, por sí solo, sería penoso y peligroso, como lo es la utopía cuando violenta a la realidad, creyendo que la meta lejana ha sido ya alcanzada, confundiendo el sueño con la realidad e imponiéndolo con brutalidad a los otros, como las utopías políticas totalitarias.
Don Quijote necesita a Sancho Panza, que se da cuenta de que el yelmo de Mambrino es una bacinilla y percibe el olor a establo de Aldonza, pero entiende que el mundo no está completo ni es verdadero si no se va en busca de ese yelmo hechizado y esa beldad luminosa. Sancho sigue al enloquecido caballero —es más, cuando éste recobra la cordura, se siente perdido y reclama nuevas aventuras encantadas. Pero don Quijote, por sí solo, sería tal vez más pobre que él, porque a sus gestas caballerescas les faltarían los colores, los sabores, los alimentos, la sangre, el sudor y el placer sensual de la existencia, sin los cuales la idea heroica, que les infunde significado, sería una prisión asfixiante.
Utopía y desencanto, antes que contraponerse, tienen que sostenerse y corregirse recíprocamente. El final de las utopías totalitarias sólo es liberatorio si viene acompañado de la conciencia de que la redención, prometida y echada a perder por esas utopías, tiene que buscarse con mayor paciencia y modestia, sabiendo que no poseemos ninguna receta definitiva, pero también sin escarnecerla. Demasiados desilusionados por las utopías totalitarias desmoronadas, excitadísimos por el desencanto en lugar de haberse vuelto a causa de ello más maduros, levantan una voz chillona y presumida para mofarse de los ideales de solidaridad y justicia en los que antes habían creído ciegamente. El énfasis con el que a menudo se celebra la caída del Estado social, en lugar de estudiar sus patentes defectos para corregirlos, es un aspecto de esa incapacidad de unir utopía y desencanto. Era ridículo, en 1929 o en los años sesenta, creer que el capitalismo estuviese agonizando y es ridículo creer hoy que la forma actual de su Víctoria constituye el orden definitivo del mundo. Creer que se ha vencido, que se tiene con el triunfo una relación inquebrantable, puede ser peligroso: Manès Sperber decía que quien se ufana o se complace con la victoria se convierte fácilmente en un
cocu de la victoire
.
Cada generación y cada individuo tienen que volver a experimentar, y no sólo una vez, la experiencia traumática pero salvífica de los primeros cristianos, que esperaban la parusía, el retorno del Salvador que les había sido prometido, la llegada del Paráclito, el Espíritu de la consolación, confiados —por lo menos muchos de ellos— en que vendría ya durante sus vidas. La parusía no llegó y no debe haber sido fácil, para aquellos creyentes desilusionados, resistir a la decepción y entender que no se trataba de un mentís, sino de un aplazamiento de la salvación y quizás ni siquiera de una moratoria, sino de la revelación de que la salvación no llega una vez para siempre sino que está siempre en camino, hasta el final de los tiempos —que quizás no acaben, por lo menos durante la breve presencia del hombre en la tierra.
Desencanto significa saber que la parusía no tendrá lugar, que nuestros ojos no verán al Mesías, que el próximo año no estaremos en Jerusalén, que los dioses se han exiliado. Occidente vive al calor de este desencanto, que Max Weber ha delineado en páginas admirables y definitivas, describiendo la jaula de hierro que ha aprisionado al mundo en las mallas de una racionalización inexorable, que lo encamina y lo empuja por una dirección obligatoria. Pero las mismas páginas de Weber contradicen este diagnóstico con el tono con que lo enuncia, con la música que las impregna cuando habla de los valores indemostrables pero irrenunciables, del sentido de la vida, que la racionalización hace inencontrable pero no apaga su insuprimible exigencia, o del demonio que hay en la vida de cada uno.
Quienes creen que el encanto es algo fácil, son fáciles presas del cinismo reactivo cuando el encanto revela sus grietas o deja de manifestarse. En el desencanto, como en una mirada que ha visto demasiadas cosas, se da la melancólica conciencia de que el pecado original ha sido cometido, de que el hombre no es inocente y el yelmo de Mambrino es una bacía. Pero se da también la conciencia de que el mundo de vez en cuando es tan encantador como el Edén, de que los hombres débiles y malvados son también capaces de generosidad y amor, de que un cuerpo efímero y mortal puede ser amado con pasión y el yelmo de Mambrino, aun inencontrable, refleja su resplandor en las cazuelas oxidadas. El desencanto es un oxímoron, una contradicción que el intelecto no puede resolver y que sólo la poesía es capaz de expresar y custodiar, porque dice que el encanto no se da pero sugiere, en el modo y el tono en que lo dice, que a pesar de todo existe y puede reaparecer cuando menos se lo espera. Una voz dice que la vida no tiene sentido, pero su timbre profundo es el eco de ese sentido. Fue la ironía de Cervantes, que desenmascaró el fin y la torpeza de la caballería, la que expresó la poesía y el encanto de la caballería.
El desencanto, que corrige a la utopía, refuerza su elemento fundamental, la esperanza. ¿Qué es lo que puedo esperar?, se pregunta Kant en la
Critica de la razón pura
. La esperanza no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible necesidad de rescate. El mal radical —la radical insensatez con que se presenta el mundo— exige que lo escrutemos hasta el fondo, para poderlo afrontar con la esperanza de superarlo. Charles Péguy consideraba la esperanza como la virtud más grande, precisamente porque la propensión a desesperar está tan fundada y es tan fuerte, y porque es tan difícil, como dice en su
Pórtico del misterio de la segunda virtud
, reconquistar la fantasía de la infancia, ver cómo todo se va desarrollando y sin embargo creer que mañana irá mejor.
La esperanza es un conocimiento completo de las cosas, observa Gerardo Cunico; no sólo de cómo éstas aparecen y son, sino también de aquello en lo que se tienen que convertir para conformarse a su plena realidad aún no desplegada, a la ley de su ser. Se identifica con el espíritu de la utopía, como enseña Bloch, y significa que tras cada realidad hay otras potencialidades que hay que liberar de la cárcel de lo existente. La esperanza se proyecta en el futuro para reconciliar al hombre con la historia, pero también con la naturaleza, esto es, con la plenitud de sus propias posibilidades y pulsiones. Este espíritu de la utopía está custodiado sobre todo en la civilización judía, en la indómita tensión de sus profetas.
El desencanto es una forma irónica, melancólica y aguerrida de la esperanza; modera su
pathos
profético y generosamente optimista, que subestima fácilmente las pavorosas posibilidades de regresión, de discontinuidad, de trágica barbarie latentes en la historia. Tal vez no pueda existir un verdadero desencanto filosófico, sino sólo poético, porque solamente la poesía es capaz de representar las contradicciones sin resolverlas conceptualmente, sino componiéndolas en una unidad superior, elusiva y musical. Tal vez por eso el mayor libro del desencanto,
La educación sentimental
de Flaubert —el libro de todas las desilusiones, como se lo ha definido—, es también, en la melodía de su fluir melancólico y misterioso como el del tiempo, el libro del encanto y de la seducción de vivir. Todo mito revive y refulge sólo cuando se desmitifica su estereotipo, su hechizo de cartón; los Mares del Sur se convierten en un paisaje del alma en las páginas de Melville o de Stevenson que desmontan con crudeza cualquier pretendido escenario de intacto paraíso. Sólo criticando un mito se pone de relieve la fascinación a la que se resiste. El verdadero sueño, escribe Nietzsche, es la capacidad de soñar sabiendo que se sueña.
La historia literaria occidental de los últimos dos siglos es una historia de utopía y desencanto, de su inseparable simbiosis. La literatura se sitúa a menudo frente a la historia como la otra cara de la luna, la cara que deja en sombra el curso del mundo. Este sentido de la existencia de una gran falta en la vida y en la historia es la exigencia de algo irreductiblemente distinto, de una redención mesiánica y revolucionaria, fallida o negada por cada revolución histórica. El individuo advierte una herida profunda que le pone difícil realizar plenamente su personalidad de acuerdo a la evolución social y le hace sentir la ausencia de la verdadera vida. El progreso colectivo resalta todavía más el malestar del individuo; pretender vivir es de megalómanos, escribe Ibsen, aludiendo así a que sólo la conciencia de lo arduo y temerario que es aspirar a la vida auténtica puede permitir que nos acerquemos a ella.
En el desencanto resuena también el desengaño, el barroco
desengaño
[1]
que es, también él, doloroso desenmascaramiento de la ilusión que hace resplandecer una verdad reluctante a la Historia. Un poeta de este desencanto barroco y ultramoderno, el vienés Ferdinand Raimund, cuenta, en su
La corona mágica que trae desdichas
—una comedia popular de principios del siglo XIX—, cómo un hada benévola le da al protagonista, Ewald, una antorcha prodigiosa que tiene el poder de transfigurar la realidad: quien ve el mundo a su luz ve esplendor y poesía por doquier, incluso allí donde no hay más que miseria y sordidez. El hada Lucina, al entregarle el regalo a Ewald, le revela el truco, le advierte que la antorcha le mostrará cosas hermosísimas pero ilusorias. La conciencia de ello no destruye sin embargo el embrujo de las cosas iluminadas por esa luz y la vida de Ewald, merced a ese don, se enriquece extraordinariamente. Esa antorcha no es falsa. Quien la usa sin saber que embellece el mundo es víctima de un engaño, porque no ve el dolor y la abyección y se hace ilusiones creyendo que la existencia es armoniosa. Pero el que la rechaza es igualmente ciego y obtuso, porque ese don, que ilumina la grisura del presente, da a entender que la realidad no es sólo mísera y roma. Tras las cosas tal como son hay también una promesa, la exigencia de cómo debieran ser; está la potencialidad de otra realidad, que empuja para salir a la luz, como la mariposa en la crisálida.
Quizás Raimund, cuando decidió dispararse un tiro con una pistola, algunos años después, se olvidara de ese don embrujado que había inventado. Pero los pecios de esa grande y naufragada arca de Noé que fue Cacania, el imperio habsbúrgico, brillan como leños que el diluvio ha empapado y vuelto fosforescentes, iluminados por ese irónico juego con el desencanto que es una elusiva sabiduría, un arte de escabullirse del jaque y defender el encanto. Al igual que los hijos de la vieja Austria, nosotros también vivimos sobre una cuenta extinguida, esperando que la creciente irrealidad del mundo y de los trozos de papel con los que lo compramos —o las medidas que no logramos comprender, pero a las que nos entregamos con confianza, como la proyectada eliminación física del dinero— acaben por borrar la diferencia entre los ceros del debe y los del haber. «Y sin embargo la vida es bella. ¿No es verdad?», dice el transeúnte leopardiano, que piensa lo contrario. «Eso es algo que ya se sabe», responde el vendedor de almanaques.
1996
Apocalipsis, en griego, significa revelación, descubrir y poner de manifiesto las cosas escondidas; para nosotros la palabra evoca en cambio imágenes catastróficas de destrucción y ruina, de fin del mundo. No está claro que los lectores, que llevan siglos leyendo este libro e interpretándolo a menudo sin respetar la etimología ni la filología, tengan que estar por fuerza tan sólo equivocados. Puede que la tergiversación del sentido originario del término haya nacido asimismo de la inconsciente intuición conforme a la cual, al levantar el velo que oculta la verdad de la existencia y de la historia, quedan al descubierto inevitablemente su horror y devastación. El
Apocalipsis
es en sí mismo un libro que debiera suscitar sentimientos y pensamientos encontrados, porque concluye, tras tantas y tantas visiones de pesadilla, con la víctoria del caballero del caballo blanco —esto es, del Verbo divino— frente al dragón y a los malvados, con «un cielo nuevo y una tierra nueva» concedidos como don a los bienaventurados y con el advenimiento radiante de la Jerusalén celestial, del Reino de Dios. Sin embargo, en la fantasía del lector no se imprimen estas imágenes finales de luz y beatitud, sino el sombrío acoso de las catástrofes que las preceden, los cuatro caballeros que traen consigo el hambre y la muerte, las desgracias, los flagelos y cataclismos de toda índole, el dragón y la bestia que emerge del mar, la hoz que siega la tierra exuberante de pecados, Dios saliendo del juicio de los inicuos poderosos del mundo igual que un pisaúvas de una cuba con las ropas empapadas de mosto, es decir, de la sangre de los culpables, que se desparrama por la tierra «hasta los frenos de los caballos por espacio de mil seiscientos estadios».