Irresponsabilidad se llama pues el juego de la literatura. Pero el verdadero juego es algo muy serio: lo saben bien los niños, que juegan a policías y ladrones conscientes de la ficción, pero con una seriedad y una pasión que raras veces adoptarán más tarde en las ficciones aparentemente reales de sus actividades de adultos. Hay también sin embargo un juego árido y estéril, en el que se complacen a menudo los literatos, una aridez enmascarada por las palabras que celebran los sentimientos, casi una arrogante autorización para no participar en el calor de la vida durante el acto mismo en que se la canta. Todo el que ama la literatura tiene que vérselas a fondo, como dejó bien claro Thomas Mann, con el peligro, siempre al acecho, de que el amor por la palabra se convierta en idolatría, en fetichismo. En todo escritor, y no sólo en los muchos estetas como abundan, serpentea esa tentación, que la tradición atribuye, probablemente sin motivo, a Nerón, y que consiste en el impulso de preocuparse, mientras Roma se consume entre las llamas, más por los versos que lamentan el incendio y sus víctimas que por las víctimas propiamente dichas y por su dolor.
Muchos escritores, incluso grandes, de los que supieron hablar al corazón demostraron tener un corazón bastante pequeño y árido, que se encendía por miserables envidias o pruritos de reconocimiento más que por el amor o el dolor. Los mayores escritores —pensemos en Tolstoi o Dostoievski— fueron por lo demás los primeros en denunciar, incluso en sí mismos, esa estrechez humana de la literatura. Esta puede hacerse cómplice de una mezquina y ambigua secularización que profana y falsea cualquier sentimiento y cualquier valor. En uno de sus relatos, Singer pone en boca de un demonio estas palabras: «Los judíos ahora tienen escritores que nos han robado el oficio […] Conocen todos nuestros trucos, el escarnio, la piedad. Tienen mil razones por las que un ratón deba ser kosher». Escribir —ejercicio ascético y totalizante que absorbe la atención y la energía de toda la persona— puede comportar un riesgo de inhumanidad. La escritura busca la vida, pero puede perderla precisamente porque está enteramente concentrada en sí misma y en su propia búsqueda. Un día, en París, durante una discusión acerca de mi
Danubio
, Maurice Nadeau me preguntó si, para mi viajero danubiano, la literatura era un medio para alcanzar el sentido de la vida o bien un obstáculo en ese camino. Después de muchos titubeos le dije que, si no podía por menos de responder, era en un 50,001 por ciento salvación y en un 49,999 perdición, y que podía ser salvación sólo a condición de ser conscientes de su potencial negativo.
Nadie como Kafka ha llegado a entender ese nudo inextricable de bien y mal inherente a la literatura. Dijo que hubiera querido ser Amshel, tal como suena su nombre hebreo, es decir, arraigado en ese tejido de valores y afectos humanos, en esa plenitud vital y moral que para él representaba el judaísmo. Para él la literatura fue el camino de esa búsqueda de lo humano, pero le engatusó en esa búsqueda, a la que terminó por dedicarle toda su energía y su atención, perdiendo de vista la meta de tan embebido como estaba por el ansia de enfilar el camino adecuado. De ese modo, escribe Giuliano Baioni, no pudo llegar a ser Amshel, el hombre completo, y se convirtió en Franz Kafka, gran escritor justamente en tanto que hombre manco y culpable de su perfección literaria que era también mutilación humana. Pero sin Franz Kafka no sabríamos lo que significa ser Amshel, lo que significa esa vida que le faltó al escritor.
Desde el más grande de los libros, la
Odisea
, la literatura es un viaje por la vida. La literatura moderna no es un viaje por mar, sino a través del polvo y la desolación, como el de don Quijote; a través del desierto, hacia una Tierra Prometida en la que, como Moisés, no llegaremos nunca a poner un pie. Ninguna religión, ninguna filosofía o política que proclame haber llegado ya a la Tierra Prometida o estar próxima a llegar, con todos sus seguidores detrás, puede enrolar en sus filas a la literatura. La literatura, el arte, indican sin embargo el camino hacia la Tierra Prometida, la dirección adecuada. Es comprensible que se expulse a los poetas de la República, como inmigrantes furtivos y clandestinos. Pero estos vagabundos, como los nómadas del desierto, son guías que indican las pistas para atravesarlo.
1996
En la Universidad de Varsovia, en el transcurso de un debate sobre literatura y fronteras, alguien observó que con los políticos les corresponde fijar con claridad estas últimas en relación con los Estados y a los intelectuales mantenerlas abiertas en la mente y en el corazón, impidiendo que separen espiritualmente a los hombres y se conviertan en un ídolo obsesivo y sanguinario. Pero Eugeniusz Kabatc, escritor y traductor del italiano, pudo replicar con todo su pesar que, por ejemplo en la feroz guerra de la ex Yugoslavia, fueron algunos escritores e intelectuales los que incitaron en determinados casos al odio más aberrante y dieron mayores pruebas de cerrazón mental y violento chauvinismo, a veces incluso más que los políticos responsables de aquella tragedia.
Naturalmente no faltaron, en aquel horror, luminosos testimonios de coraje, humanidad y espíritu de paz por parte de los escritores y los hombres de cultura. Pero el ejemplo de otros que alentaron al fanatismo y a la masacre —lo mismo que muchos de sus colegas en otros tiempos y países y otras atroces situaciones históricas— nos debiera poner en guardia respecto a la ingenua confianza en que el ejercicio de algunas actividades —como por ejemplo dedicarse a la literatura, la filosofía o el arte— garantice por sí mismo una humanidad civil e ilustrada.
En nuestro imaginario, el intelectual, incluso cuando está políticamente comprometido, se contrapone idealmente al político en cuanto representante de los valores, de la verdad y la libertad, de la moral sin compromisos. A veces esto es verdad, como prueban muchos extraordinarios ejemplos de valerosa disidencia y resistencia frente a las tiranías totalitarias y también a la corrupción, a la complicidad con la mentira. Es cierto que siempre hace falta quien tenga la claridad conceptual y la fuerza de ánimo para contraponer las «leyes no escritas de los dioses» de Antígona, los mandamientos morales absolutos, a la lógica del poder y el dominio. Pero es bastante discutible identificar, como a menudo sucede, la cualidad de intelectual con la posesión de algunas competencias en lugar de otras, como si un sociólogo o un literato tuvieran que ser a priori —antes de cualquier comprobación de la calidad de su trabajo— más «intelectuales» que un estudioso de derecho comercial o un dentista.
Fuera de esta costumbre injustificada de privilegiar automáticamente a los psicoanalistas respecto a los ortopédicos o a los agentes de seguros, no hay ningún título de estudios y ni siquiera ningún nivel de cultura que proporcione necesariamente esa conciencia crítica y autocrítica, esa capacidad de superar la visceral inmediatez, en que estriba la cualidad de intelectual. Un literato completamente enfrascado en los ritos de su clan cultural no está evidentemente menos alienado que un obrero en una cadena de montaje y no es en absoluto relevante, en este caso, que una máquina produzca libros o congresos y la otra tuercas. No es una casualidad que, en los trágicos momentos de crisis política y ofuscamiento colectivo, no hayan sido siempre las clases más cultas o las que se autoproclamaban tales las que mostraran mayores capacidades de resistencia.
Ni siquiera los grandes intelectuales y escritores han demostrado tener siempre mayor autonomía de juicio y más humanidad que los políticos. Gilas es un gran intelectual, a quien hay que reconocer el mérito indiscutible de haber desenmascarado los equívocos de la nueva clase titoísta, que él mismo contribuyó a llevar al poder, y de haber pagado valientemente las consecuencias de su denuncia. Pero Gilas era ya un intelectual cuando, en el fervor de la lucha revolucionaria, escribía que sin Stalin ni siquiera el sol habría podido resplandecer como lo hacía, bobada retórica y fanática que Tito —en este caso más intelectual que él— no dijo ni habría dicho nunca. Y cuando Gilas, en la época de su mayor poder, pedía la cabeza de Krleža, el gran escritor croata de izquierdas, pero sospechoso de herejía, Tito —que no hacía ascos a la violencia cuando la consideraba necesaria, y era culpable de ello, pero no estaba trastornado por el delirio ideológico— protegió al escritor, revelándose así, en su pragmatismo, más humano que él.
En uno de sus mejores libros,
La vida está en otra parte
, Milán Kundera ha descrito los vínculos perversos que pueden establecerse a veces entre un excitado lirismo totalizante y el totalitarismo político. También la aceptación de límites, que a menudo ofende a la exigencia de una redención total de la vida, puede ser, en ocasiones, una prueba de responsabilidad, un sacrificio que evita males peores.
Naturalmente es necesario —por parte de cualquiera, haga o no profesión explícita de intelectual— denunciar sin piedad el pragmatismo de los políticos que con tanta frecuencia degenera en vulgar cinismo, abyecta corrupción, vil oportunismo, ridículo conformismo e incluso feroz delito. Es también necesario, cuando se dé el caso, resistir a los halagos del poder, a la patética tentación de sentirse al unísono con la marcha de la Historia y a la ilusión de ponerse a acaudillarla. Pero la denuncia de la degeneración de la política es válida si se hace con intransigencia y a la vez con caridad, con la conciencia de que cualquiera, si baja la guardia, está expuesto a caer en las redes del mecanismo del mal y del error. Algunos de los mayores autores del siglo han vitoreado a las tiranías más crueles, desde el nazismo al estalinismo; seguimos amando a Pirandello, a pesar de su telegrama de solidaridad a Mussolini tras el asesinato de Matteotti; a Céline, a pesar sus
Bagatelas para una masacre
; a Hamsun, a pesar de su adhesión al nazismo; a Éluard y a Aragón, a pesar de su aprobación de los procesos y las ejecuciones estalinistas; seguimos incluso aprendiendo de ellos a entender el sufrimiento y comprendemos el ofuscamiento que alteró su visión del mundo, pero no podemos evidentemente considerarlos, en su desgraciada opción a favor del nazismo, más abiertos e iluminados que los millones de personas sin renombre ni genio poético que demostraron, en aquella ocasión, mucha más inteligencia y humanidad.
El espíritu sopla donde quiere y nadie, aunque haya acabado de escribir una obra maestra, puede tener la certeza de que en ese momento el espíritu no le ha abandonado, dejándole ciego y sordo ante la vida y la historia.
1997
Isaac Deutscher, revolucionario y biógrafo de Trotski y de Stalin, cuenta una historia que había leído, de pequeño, en un
Midrash
, uno de esos comentarios rabínicos que explican los textos sagrados recurriendo también a las parábolas, que muestran la verdad descendiendo a la vida. En aquel
Midrash
se hablaba de Rabbi Meir, un abanderado de la ortodoxia judía que era alumno de un hereje de nombre Elisha ben Abiyuh, llamado Akher. Un sábado, ambos discutían encarnizadamente sobre cuestiones religiosas, Akher a la grupa de un burro y Rabbi Meir a pie, en obediencia a la prohibición de cabalgar durante los días sagrados; enfrascados en la discusión, llegaron sin darse cuenta al límite del camino que, durante los sábados, le está vedado franquear a todo judío piadoso. Rabbi Meir, distraído, estaba a punto de atravesarlo, cuando su maestro el hereje, que hasta ese momento había refutado sus opiniones ortodoxas, le detuvo diciéndole que se volviera atrás, porque ése era su límite y no debía ir más allá para seguirle.
Esta historia es uno de los más intensos apólogos que podemos hallar sobre la relación entre maestro y alumno y, en primer lugar, sobre la figura del maestro. Como cualquier palabra, también ésta está llena de significados encontrados y se presta a múltiples interpretaciones. Para empezar, maestro y alumno profesan, sobre los problemas esenciales, una fe distinta. El primero no le transmite al segundo una verdad teológica o filosófica, sino que le ofrece el ejemplo vivo de cómo se busca; le enseña la claridad del pensamiento, la pasión por la verdad y el respeto a los demás, que es inseparable de ésta. El maestro es tal porque, aun afirmando sus propias convicciones, no quiere imponérselas a su discípulo; no busca adeptos, no quiere formar copias de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de ir por su camino. Es más, es un maestro sólo en cuanto que sabe entender cuál es el camino adecuado para su alumno y sabe ayudarle a encontrarlo y a recorrerlo, a no traicionar la esencia de su persona. Lejos de escarnecer la ortodoxia codificada, según la retórica de la transgresión tan cara a los espíritus banales, que creen afirmar su propia originalidad tirando desperdicios por la ventanilla sólo porque lo prohíbe un rótulo, el gran hereje exhorta a su discípulo a observar el sábado que él, sin embargo, no reconoce.
La parábola puede ayudar a responder a los interrogantes modernos acerca de la figura del maestro, que a menudo y a muchos les parece, si no ya extinta, sí en vías de extinción o incluso imposible e impensable en una sociedad como la contemporánea, que se caracteriza —positiva o negativamente, según las opiniones— por el eclipse de los valores y de los mensajes fuertes, por el ocaso del diálogo sobre las cosas trascendentes y las grandes contraposiciones filosóficas e ideológicas, sustituidas por un pulular indistinto de sugestiones, estímulos, mensajes subliminales o percepciones capilares y por una creciente intercambiabilidad entre las así llamadas experiencias reales y virtuales.
Estos aspectos de la sociedad contemporánea —que es ingenuo ensalzar, pero patético deplorar— no comportan inevitablemente un empobrecimiento de la individualidad en sentido fuerte ni decretan el final de los maestros. Como revela el apólogo, éstos no son necesariamente las figuras que transmiten la Ley; pueden ser anarquistas que la transgreden, pero en todo caso en nombre de la necesidad de encontrar su propio camino hacia la Ley.
Akher renuncia a la ambigua aureola que rodea a los falsos maestros y a veces, involuntariamente, también a los verdaderos: la seducción. El mundo está lleno de dobles de maestros, que ocupan el lugar de éstos de la misma manera que en una película un doble sustituye al actor protagonista en una escena peligrosa, filmada de lejos o en cualquier caso ocultando al espectador la sustitución. Abundan los personajes que aspiran a hacer escuela, a crear bandos y eslóganes, a movilizar adeptos, persuadir discípulos, generar fans e imitadores; personajes que para existir necesitan seducir con cautivadoras promesas a quien tiene un ansioso y vago deseo de redención fácil e inmediata. Contar con auténticos maestros es una suerte extraordinaria, pero también es un mérito, porque presupone la capacidad de saberles reconocer y saber aceptar su ayuda; no sólo dar, también recibir es un signo de libertad, y un hombre libre es quien sabe confesar su debilidad y coger la mano que se le ofrece.