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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

Utopía y desencanto (29 page)

BOOK: Utopía y desencanto
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La fidelidad a detalles objetivos, propia del verdadero poeta, induce falsamente a la gente a creer, en base a la semejanza de esos detalles, que todo lo demás es también verdad y a leer como indiscreción y chismorreo la historia que sigue, que es por el contrario inventada o bien la combinación o condensación de muchas historias que les han ocurrido a distintas personas. Si un escritor hubiese tomado prestada su cara para ponérsela a un personaje de una narración que se revela luego un canalla, dice Mann, a él no se le ocurriría protestar y no se sentiría ofendido ni tampoco un canalla por ello. Por supuesto Mann sabía bien que de por sí el deber ético y estético de la precisión, que constituye el fundamento de la labor poética, comporta siempre una observación crítica, una atención incluso maligna, toda vez que no está autorizada a sobrevolar buena e indulgentemente por encima de los lados oscuros y problemáticos, y por tanto fríamente objetiva y despiadada en relación a las caídas de cada uno en lo «humano demasiado humano». La expresión neta y ceñida, escribe Mann, «tiene siempre un algo de rencoroso. La palabra exacta hiere. A la realidad le gusta que se le hable con frases descuidadas; toda artística precisión al definirla se le antoja veneno». Pero nadie tiene derecho a protestar, cuando lee una novela, diciendo «éste soy yo, ése es Fulano», porque ese yo y ese Fulano son sólo un pretexto para otra cosa distinta.

El artista que se atiene a su ley granjeándose la enemistad del mundo —y tal vez haciendo sufrir a más de uno— cumple con su deber; sin embargo Mann conoce mejor que nadie los peligros de ambición, aridez y extrema frialdad inhumana que anidan en ese deber. El ensayo de marras es de 1906, de cuando todavía desconocía Mann toda la compleja construcción en la que organizaría y compondría los motivos, las pasiones, los problemas, las contradicciones, las implicaciones, la severa responsabilidad y la juguetona mistificación de su vida y su obra. No sin dureza y a veces hasta con acritud, ese ensayo, no superado en las extraordinarias evoluciones sucesivas, sigue hablando con frescura de una contradicción que tampoco ha sido superada, lo mismo que no lo han sido tampoco en general las grandes antinomias y polaridades de la
Kultur
de entre finales del siglo XIX y principios del XX, de las que está empapado el gran arte manniano. Ahí es Mann el que habla, pero dando a entender que el cometido de un escritor es hacer hablar a los otros.

1997

LA SONRISA DE LA UNIDAD O BIEN HERMANN HESSE ENTRE LA VIDA Y LA VIDA

En
El juego de los abalorios
, la gran novela pedagógica que constituye, cuando menos en las intenciones del autor, la summa del arte y el pensamiento de Hesse, uno de los primeros compañeros y amigos del protagonista Josef Knecht en la escuela de Waldzell, Carlo Ferromonte, dice que «la antítesis entre mundo y espíritu, la batalla entre dos principios inconciliables» se le ha revelado como «una experiencia musical», se ha convertido para él en «un concierto». Toda la obra de Hesse gira, con apasionada y a veces repetitiva insistencia, en torno al intento de conciliar las contradicciones desvelando su ilusión o su solidaria complementariedad, al esfuerzo de superar en la intuición total de la Vida perenne e ininterrumpida la desavenencia ínsita en cada pequeña vida individual, que para existir tiene que distinguirse y contraponerse a la gran corriente. La poesía está llamada a componer en armonía las disonancias representadas por las existencias individuales y finitas, con su angustia y su caducidad, su soledad y su muerte.

En esta suprema misión de la poesía —entendida no como creación de obras artísticas, sino como soplo o espíritu poético capaz de hacerse uno con el resuello del Todo y participar en el incesante proceso vital— cooperan las demás disciplinas, ciencias y actividades humanas, conservando sus peculiaridades pero subordinándolas a esa tonalidad poética que las trasciende y les imprime un significado universal. En la imaginaria provincia pedagógica de Castalia, en
El juego de los abalorios
, se cultivan todas las artes, las ciencias y las técnicas de todas las civilizaciones del pasado para destilar un valor unitario y omnicomprensivo, que pueda servir de guía del mundo en cuanto que ha extraído su esencia y ha descubierto, tras la multiplicidad de los contrastes y las diversidades que constituyen propiamente el mundo, la sustancial unidad que rige y empapa a esa multiplicidad mundana.

Hesse es un intenso poeta de esa antinomia entre vida y forma —entre unidad indiferenciada del Todo y existencia individual, entre momento dionisíaco y momento apolíneo, entre vida y espíritu— que anima a buena parte de la literatura europea desde finales del siglo pasado a los primeros decenios del XX. Como escritor humanista que tiende a la armonía, Hesse se da cuenta perfectamente de que toda armonía alcanzada es momentánea e ilusoria, al igual que los contrastes que ha recompuesto, y que la desavenencia resurge enseguida, inextinguible como el propio fluir de la vida. El espíritu castalio, del que habla el fragmento citado, tendría que haber resuelto ya el conflicto con el mundo, porque ha absorbido y trascendido en él las contradicciones del mundo, tras años de paciente y ascético estudio contemplativo. Es más, el espíritu castalio —simbolizado por la perfección del juego de los abalorios, que combina y sublima todas las fuerzas y los valores de la vida en la pureza inmaterial y pitagórica de una cifra o de una ley musical-matemática— es el mundo, debiera ser la fórmula y la quintaesencia del mundo propiamente dicho, su síntesis. Pero toda síntesis deja siempre fuera amplias partes y componentes de la realidad, con las que después se las tiene que haber, en una nueva síntesis. Llegado a la cima de la jerarquía castalia, Josef Knecht siente que el mundo queda sin embargo siempre lejos, fuera del tranquilo reino del espíritu, y sale de Castalia para aventurarse en él, encontrando la muerte en un lago.

También de esta desavenencia quiere Hesse hacer un concierto, la armonía musical de quien ha comprendido que no hay lucha entre espíritu y mundo sino que cada uno de los dos es también el otro. Como poeta de ese conflicto, Hesse lo afronta de forma singular, contradictoria y ambigua pero original. Se sitúa lejos de cualquier solución dialéctica de los contrastes, de cualquier fe en una síntesis hegeliana que supere y anule a esos opuestos que él, en su visión mística y pánica, quiere mantener en su insuprimible particularidad y que por consiguiente se niega a sacrificar a una síntesis o a un proceso de síntesis sucesivas que los elimine. Hesse está por lo demás también lejos de la mediación manniana, que busca en la oscilación entre los opuestos una solución intermedia que salve a ambos suavizándolos en la ironía y distanciándose en la parodia conciliadora y desmitificadora, que permite «purificar el aire», como dice Adrián Leverkühn, y tomar así parte, con distancia pero con afecto, en la fiesta de la vida. Hesse lo quiere todo; quiere la identidad del Uno y lo Múltiple y la quiere ahora. Es más, da esta identidad como algo presupuesto y presente, intuible para quien sepa abrirse humildemente a ella e inalcanzable por parte de toda voluntad de aferraría, pues la pierde precisamente a causa de la arbitrariedad y la presunción implícitas en la intencionalidad intelectualista.

Muchas páginas de Hesse, y tal vez las mejores, plasman la revelación de la identidad de la vida en el remolino de sus fenómenos y mutaciones, que la poesía trata de captar en su unidad o bien en su simultaneidad (puesto que la Vida siempre idéntica y omnipresente en su fluir ignora los límites categoriales de espacio y tiempo) luchando con las barreras inherentes a la dimensión lineal del lenguaje, que desgaja la visión simultánea en una sucesión temporal y recorta del mar de lo indiferenciado las diversas individualidades. Knulp, el vagabundo de la novela homónima, contempla las colinas del crepúsculo sintiendo que la luz que está a punto de apagarse y la misma vida humana, hermosa y breve como unos fuegos artificiales en la noche, son un concierto de beatitud, y al final, mientras se está muriendo, oye la voz de Dios que dice la gran verdad: «Todo es como debe ser». Emil Sinclair, el narrador en primera persona de
Demian
, va en busca de Abraxas, la divinidad que es al mismo tiempo Dios y Demonio, y el retrato que dibuja es a la par el del rostro de su amigo Demian y el de su amada Beatriz, el de Eva, la gran amante-madre, y el suyo propio.
El último verano de Klingsor
es todo un enfebrecido canto a la identidad de la vida y la muerte, a la guadaña afilada que está al acecho entre el rojo follaje del otoño que es, al mismo tiempo, una explosión de colores y vitalidad, limo primordial y estrellas lejanas. En
Klein y Wagner
el protagonista percibe, mientras se está ahogando suicida en el río, «la música del cosmos», el unísono maravilloso y terrible de todas las cosas.

Siddharta aprende del río la verdadera imagen y realidad de la existencia, liberada de las categorías de espacio y de tiempo: el río es siempre igual y distinto, es a la vez el manantial la cascada el curso tranquilo y la majestuosa desembocadura; cuando su amigo Govinda se inclina para besarle en la frente, ve que el rostro sonriente de Siddharta, aun siendo todavía el rostro de Siddharta, es asimismo una miríada de figuras, de formas y mutaciones, la totalidad simultánea de lo que ocurre en el mundo y que solamente el espíritu humano está obligado a escindir, a poner en orden secuencial o en una relación de exclusión recíproca, a desgajar y descomponer.
El lobo estepario
transfiere en fin este motivo al interior de la unidad psicológica del yo individual y del mecanismo de sus pulsiones y afectos. Medio burgués como es debido, medio lobo feroz, Harry Haller es en realidad una multitud de núcleos psíquicos o de fragmentos de núcleos psíquicos que se condensan en cristalizaciones provisionales y se disuelven y separan continuamente; la dimensión más verdadera de esta vertiginosa alternancia de papeles, en la que el principio de individuación se exaspera hasta el punto de negarse a sí mismo y a cualquier forma finita definitiva, es el sexo, cuya proliferación indistinta es el amor a la vida entera.

La originalidad de Hesse en la representación de este tema —que ha contado con muchos grandes poetas, desde la literatura
fin de siècle
al
Aleph
de Borges o a la
Odisea en el espacio de Kubrick
— estriba en el hecho de que no sólo intenta conciliar las contradicciones vitales en la imagen de la unidad de la vida, sino conciliar también la concepción mística del Gran Uno, tendencialmente antirracionalista y amoral, con una concepción y un compromiso moral, que se basa en el dualismo del bien y el mal y en el juicio erigido por encima de la vida. Hay en la vida y en la obra de Hesse un fecundo contraste entre el irracionalismo de su visión pánica y la racionalidad humanística de su posición y su opción moral. En sus páginas resuena continuamente
das Jaund Amenlied
, la canción del sí y así sea: si Dios proclama a un Knulp moribundo que todo es como debe ser, el cósmico río de las criaturas le revela a un Klein a punto de ahogarse que «lo único que existe entre la vejez y la juventud, entre Babilonia y Berlín, entre el bien y el mal, el dar y el tomar, lo único que llena el mundo de diferencias, valoraciones, dolor, disputas o guerra es el espíritu humano, el joven impetuoso y cruel espíritu humano bajo la forma de la juventud turbulenta, todavía lejos de la sabiduría, todavía lejos de Dios. Él inventa contrastes, inventa nombres. A algunas cosas las llama hermosas, a otras feas, éstas buenas, esas otras malas. A un trozo de vida se lo llama amor, a otro homicidio […] Pero Dios no se daba ningún nombre a sí mismo. El quería ser nombrado, quería ser amado y exaltado, maldecido, odiado, adorado, porque la música del cosmos era su casa divina y era su vida —pero le era indiferente el nombre con el que se le alabara, se le amara u odiara, y si ante él el hombre buscaba la paz y el sueño o bien la danza y la locura».

Siddharta llega a entender que
Nirvana
y
Sámsara
—o sea, absoluto y relativo, verdad y apariencia —son una sola cosa y rechaza la doctrina de Buda porque está persuadido de que nadie puede enseñar nada a otro y de que sólo la experiencia vivida directamente es una enseñanza. En esa noche mística todas las vacas son pardas: las uñas lacadas de la cortesana Kamala y las largas y sucias de los Samana, los anacoretas del bosque, son equivalentes e intercambiables, lo mismo que el amor remiso y castísimo de Peter Camenzind, en la novela homónima, y la orgía de grupo en
El lobo estepario
no se diferencian tampoco en lo que a valor de experiencia ni a juicio moral se refiere.

La cultura india, de la que Hesse, incluso por tradición familiar, era un buen conocedor, había transmitido en efecto a sus entusiastas seguidores
fin de siècle
sobre todo el rechazo místico-religioso del juicio ético. En el
Bhagavad-Gîta
, el gran poema filosófico sánscrito contenido en la epopeya del
Mahabharata
que fue leído durante aquellos años con fervor en especial en los pueblos alemanes, Krishna, el Dios que se convirtió en auriga del héroe Arjuna, le anima a éste cuando lo ve vacilar en la batalla porque es reacio a matar a sus adversarios, que son también sus primos. Al héroe misericordioso que no querría que se derramara sangre, el Dios le enseña que toda existencia individual es ilusoria, que la vida y la muerte del individuo no existen, sino que lo único que existe es la gran corriente que fluye, respecto a la cual matar o no matar es sólo un gesto aparente. La lógica de lo viviente, dirá más tarde Jacob con un lenguaje científico pero no por ello menos místico, no conoce verdaderas soluciones de continuidad y trasciende por ello la realidad individual: el antiguo misticismo pánico resurge en nuestros días en el pellejo de las ciencias, biológicas o sociológicas, que parecen volver a sumergir al sujeto en la corriente de lo indistinto.

La consecuencia que Krishna saca de esa grandiosa visión de la totalidad indestructible, que desde luego infunde un sentido de catarsis de la angustia individual que la poesía de Hesse fue capaz de captar con estremecedora intensidad, es una invitación a obedecer a la ley de la casta y al deber del propio estado sin escrúpulos de conciencia: «combate, Bharata». Con ser liberatoria y embriagadora, la superación-desvalorización de la individualidad y la conciencia es susceptible de conducir también a una indiferente o excitada violencia respecto a los hombres. El hechizo de un misticismo como el de la
Bhagavad-Gita
ha contribuido asimismo —en especial en tierra alemana, tan sensible y atenta como ha sido al
revival
de las culturas orientales de este siglo— al más feroz antihumanismo. A la ebriedad y a la catarsis de esa visión pánica remite, por ejemplo —en
La sospecha
de Dürrenmatt—, el criminal nazi Emmenberger para justificar culturalmente sus atroces experimentos quirúrgicos sin anestesia con los prisioneros del Lager.

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