Se ha ensalzado a Borges como a un funámbulo del artificio y a un prestidigitador de la relojería literaria y los mecanismos literarios que se tienen como fin a sí mismos. Ésa es una mala pasada que el sapiente actor, para distraer su melancolía, ha jugado a muchos de sus émulos y admiradores, sofisticados, es decir, toscos y destinados a simular miserablemente la dolorosa e irónica ambivalencia de su poesía, que parece fácil de imitar como la kafkiana, pero al igual que ésta es inimitable y no muestra desde luego el triunfo coqueto del sofisma, sino la aventura y el extravío de la inteligencia en la trama elemental del mundo.
El mismo Borges, en muchas páginas repetitivas, se parece a sus flojos plagiarios; no es ciertamente un intelectual y ni siquiera es verdaderamente culto, porque su enorme erudición es un centón de motivos más acumulados que verdaderamente asimilados, pero sabe ser, a ratos, un gran poeta de lo elemental, de esa sencillez suprapersonal que nos afecta a todos y cada uno, y sabe expresar la luz de una tarde, la caída de la lluvia, la cercanía del sueño, la sombra de la casa natal o la frescura del agua que regocija en un espléndido relato, las especulaciones de Averroes. Es el poeta de la valentía, de la fidelidad, de la épica familiaridad con la vida y la muerte —de esos valores que él sabe que no posee ni en la existencia ni, salvo raras excepciones, en el arte y de los cuales sólo puede expresar la nostalgia.
Pero esa nostalgia constituye su genio. Sus dioses, ha dicho, no le concedieron la expresión que crea la vida, sino sólo la alusión que la menciona de refilón. Su poesía dice la melancolía de esa alusión fugitiva, «la inminencia de una revelación que no se produce», la espera de un secreto que no se revela. Algunos de sus relatos parecen apenas el genial esbozo de un relato que está todavía por escribir. En esa potencialidad a menudo decepcionada él encarna el destino de la literatura, a la que ya no le es dado transmitir valores y contar la unidad de la vida.
Para consolar y engañar a sus imitadores, el actor ha fingido complacerse con el jaque en que la literatura pone a la existencia. La grandeza de Borges consiste en cambio en la valentía con la que afrontó esa aridez personal y epocal, una valentía digna de esos héroes suyos que él tanto envidiaba —porque, a diferencia de él, saben empuñar la espada— y que le permitió hablar, en nombre de todos, de los miedos, de los apuros y la esterilidad de todos nosotros. Y de ese modo el bibliotecario acosado por la falta de amor y de deseo pudo escribir, en
El Aleph
, una gran parábola del amor reprimido y perdido.
La vida de Borges parece toda ella resumida en su escritura, en una bibliografía: su nacimiento en Buenos Aires, sus estudios en Europa, el culto de las memorias patrióticas y militares argentinas, su breve compromiso vanguardista pronto abandonado en favor de un escéptico clasicismo, la redacción de sus obras maestras dedicadas a los laberintos de la existencia, a las paradojas metafísicas, a la repetición circular del acaecer, a la épica de los suburbios bonaerenses. Pero su muerte nos impresiona, más que como un luto por la literatura, como la muerte de ese Cada Uno de las representaciones sagradas medievales. Nos lleva a pensar, como no ocurre con otros escritores, en nuestra vida, en nuestro amor y nuestra muerte.
Su desaparición no induce a escribir necrologías edificantes ni a atribuirle todas las virtudes. Tenía sus miopes y estrechas durezas de reaccionario, sus cerrazones, pecados y miserias de las que responder a sus dioses. Pero todo eso le hace ser hermano nuestro, espejo de nuestro destino. Hace algunos años, en Venecia, se sentía embarazado cuando le daban las gracias por lo que había escrito; sabía que no podía vanagloriarse de sus palabras y que la grandeza de su obra, misteriosa y tal vez casualmente conseguida por el otro, por el actor, formaba ya parte del mundo y no le pertenecía a él más que a mí o a cualquier otro. En sus últimos años, la gran libertad de la vejez le llevaba a disfrutar incluso con las chucherías de la vida, a haraganear por premios y congresos literarios incluso de escaso interés, regocijándose con los huecos de tiempo que le quedaban y persiguiendo esa cosa infinita e irrecuperable que todo hombre, como él había escrito, sabe que ha recibido y perdido.
1986
La parodia de
Los novios
, escrita por Piero Chiara y publicada póstumamente, ha provocado un pequeño alboroto en la sociedad literaria, ávida como Yago de todo aquello que pueda sembrar cizaña y hacer que se hable de ella. Se asocia a la parodia una idea de irreverencia o bien —como se suele decir con términos que suscitan una reverente fascinación— de algo transgresivo o desacralizador. Muy a menudo la desacralización es un conformismo enmascarado, porque se dirige no ya a valores dominantes y temidos cuyo rechazo comporta un alto precio que pagar, sino a valores que, por lo menos en la sociedad cultural en la que vive el autor y de la que deriva su sustento y su éxito, ya han sido socavados y constituyen objeto de escarnio.
Dejando a un lado el respeto debido a la gracia de Chiara, presentar a la Lucía manzoniana como una potencial y sustancial pelandusca es algo muy fácil, es una ocurrencia que cuenta de antemano con la certeza de que será aprobada por la sociedad cultural, es exactamente aquello que se espera. Un escritor auténticamente libertario —y rebelde a los ídolos del mundo hasta su propia autodestrucción— como fue Joseph Roth proclamó en distintas ocasiones la difícil y creativa originalidad inherente a la fidelidad a una ley vivida y hecha propia con todo el ser de una persona y el desprecio por el espíritu gregario, tan a menudo inherente a la transgresión realizada sin querer pagar las consecuencias y además dándoselas de mártir cuando provoca alguna crítica, como quien tira la basura a la calle y se indigna, sintiéndose perseguido y por lo tanto gratificado, si un guardia urbano le impone una multa.
Pero la parodia, contrariamente a lo que a menudo se quiere creer, tiene muy poco que ver con la desacralización o la irreverencia; es una forma de homenaje, no de ofensa. Cualquier libro que se convierta en un punto de referencia está fatalmente destinado a ser un objeto de parodia; hasta mi
Danubio
ha tenido cinco o seis, en distintos países y con distintos tonos.
No en vano los verdaderos objetos de parodia, los únicos que verdaderamente se la merecen, son los clásicos. Al compararse con ellos es cuando la parodia revela su verdadero carácter, el homenaje y el amor que se les tributa. Parodia significa canto al lado, canto que acompaña a otro, más grande, al centro de las cosas de la vida, que le responde, se hace eco de él, lo imita. Ese contrapunto lateral sabe que es menor, auxiliar respecto al canto firme que da el tono; quien hace una parodia sabe que no tiene la voz alta y fuerte para cantar como el autor de la obra de la que echa mano y modula en sordina, con alguna que otra variación y tal vez algún que otro gallo. La auténtica parodia no se burla del texto parodiado, de su grandeza inalcanzable, sino de sí misma, de su propia inferioridad y lejanía respecto al modelo, de su propia incapacidad —o de la incapacidad de toda su época— de elevarse por encima del canto alto y fuerte del poeta clásico.
La parodia de los clásicos quiere decir que ya no somos y ya no podemos ser clásicos, tener su grandeza, y que podemos hacer sentir la fuerza y la perfección de su canto a través del pobre eco de nuestra voz, que expresa nuestra pequeñez y nuestra nostalgia. Parodia es sobre todo nostalgia de algo perdido e inalcanzable, de algo que no podemos alcanzar y expresar directamente, sino que sólo podemos aludir y evocar indirectamente. La irrisión de la parodia es autoirrisión, confesión de la propia inadecuación respecto al gran texto que se intenta remedar y conciencia de que sólo de esa forma, subrayando con autoironía su distancia respecto a él, se puede hacer sentir su irrepetible grandeza.
En muchos de sus libros Thomas Mann hace una parodia de alguna obra maestra, pero también de los lenguajes, formas, estilos y sentimientos conectados con los hilos esenciales de la humanidad y la vida que, en caso contrario, permanecerían inaccesibles lo mismo para él que para cualquier otro escritor contemporáneo, o bien serían objeto de falsificación y falseamiento por parte de una pseudoliteratura que produce, como rosquillas, tranquilizadoras y torpes imitaciones del clasicismo para hacerse ilusiones e ilusionar con la idea de que la autenticidad y la poesía están al alcance de la mano.
En la parodia con la que Mann se acerca a la grandeza del arte y de la misma vida hay una conmoción y una reverencia que permiten volver a dar sentido a esa grandeza. El
Ulises
de Joyce es la parodia de Homero y da la posibilidad de comprender y sentir la perennidad y la intensidad de Homero; el
Quijote
expresa la poesía de la caballería a través de la representación de la imposibilidad de volverla a repetir sin degradarla. La parodia no destruye, sino que conserva y salva el texto —y el mundo— original que en ella resuena y se presenta modificado de forma burlesca. Italia, que no ha tenido un sistema feudal comparable al francés, carece prácticamente de la épica de las canciones de gesta y los soñadores encantamientos de la «materia de Bretaña», pero ha expresado y salvado ese mundo, desde el principio, por medio de la parodia. En los poemas de Boiardo y de Ariosto —en esas aventuras leves como el viento y acompañadas por la sonrisa de quien sabe que está lejos de la extraordinaria bondad de los caballeros antiguos y sólo puede volverla a narrar con una apasionada ironía— es donde vive todo el encanto del mundo caballeresco.
También Rabelais, en
Gargantúa y Pantagruel
, crea una épica deformando grotescamente el
epos
; e incluso el furor de Gadda, que se expresa en la deformación paródica, constituye una obra de salvamento de una narración de la vida que de otra forma sería imposible. Dietrich Bonhoeffer, el gran teólogo protestante muerto en un campo de exterminio hitleriano, habla del contrapunto que, en la polifonía de la existencia, las voces humanas hacen al canto de Dios, en una confirmación y enriquecimiento recíprocos. Toda expresión, en el fondo, es una parodia respecto a la vida que intenta expresar.
Hay un elemento que caracteriza a la auténtica parodia: cuando quien parodia se siente más pequeño, más modesto que el parodiado. En caso contrario se trata de otros géneros literarios —como por ejemplo la sátira, que a diferencia de la parodia aspira a destruir a su propio objeto y se alza, cáustica y despectiva, por encima de él— o bien nos encontramos con los casos penosos de quien se considera más grande que los grandes y se convierte así, sin darse cuenta, en una figura pretenciosa y ridícula.
Todo esto vale no sólo respecto al plano de las reelaboraciones literarias, sino también en el más inmediato de la existencia. Desde los primeros años de la escuela, la risa más genuina es la que reúne ironía, autoironía y respeto; la risa del que, mientras se burla de los demás —tal vez del maestro y de un texto inmortal que éste está leyendo en clase—, se burla también de sí mismo, disipando cualquier altivez y disfrutando de ese contento del que se disfruta cuando se es libre de toda presunción de sí y se está en armonía con el mundo. Por eso una obra es tanto más grande cuanto más capaz es de contener su propia irónica autoparodia, que enriquece su consistencia y su significado; hay una profunda verdad en la tradición que querría ver atribuida a Homero la
Batracomiomaquia
, la parodia de la
Ilíada
. Así es, muchas veces —mucho más a menudo de lo que se pueda creer—, mientras representamos con torpe altanería papeles que consideramos de fundamental importancia, somos nuestras propias autoparodias sin darnos cuenta. Este ridículo destino es propio de individuos concretos, y también de movimientos políticos e ideologías, pero ésta, como decía Kipling, es otra historia.
1996
Un escritor polaco, Lec, cuenta que una vez que se hallaba en Pancevo, en la orilla izquierda del Danubio, mirando más allá del río, hacia la ribera opuesta en dirección a Belgrado, sintió que se encontraba todavía en su patria, en su casa, porque la orilla en la que estaba delimitaba en tiempos la frontera de la antigua monarquía austrohúngara, que él, incluso muchos años después de su desmoronamiento, continuaba considerando como su mundo, mientras que más allá del río empezaba un mundo distinto. Más allá del río empezaba para él «la otra parte». Otro escritor polaco, Andrei Kusniewicz, comenta esa página de Lee y dice que se reconoce plenamente en esos sentimientos; también para él esa linde perdida determina los límites de su mundo. Para los dos, Belgrado está en la otra parte.
En ambos casos el escritor parece conocer bien cuál es su sitio, tras qué frontera se siente en casa. Otras veces, y más a menudo, la identificación resulta en cambio difícil. Una vez, siendo estudiante, cuando vivía en Friburgo, en la Selva Negra, en una de esas pensiones que constituyen para un joven una verdadera universidad del saber y de la vida, me dirigí, con algunos amigos, a Estrasburgo, donde no había estado nunca. Corría el invierno 1962-1963. Nos hizo de cicerone un señor mucho mayor que nosotros, asiduo él también de la pensión Goldener Anker, El Ancla de Oro: un alemán de la Selva Negra como otro cualquiera, pero al que sin embargo le había cabido en suerte un destino singular. Pocos años después del advenimiento del nacionalsocialismo, se había marchado de Alemania, pero no movido por la necesidad, toda vez que pertenecía a la raza aria predilecta del Führer, sino sólo por razones políticas, o antes aún, morales. Su patriotismo humanitario no había borrado el amor que sentía por su patria, Alemania, y más tarde desde luego no aminoró su dolor por la consiguiente catástrofe alemana, por la destrucción y la división de su país. Cuando atravesó la frontera de Alemania con Francia no pensaba ciertamente olvidar a su patria alemana ni volverle la espalda: simplemente sentía que, en aquel momento, y mientras durase el régimen nazi, su auténtica patria, o mejor, su auténtico sitio, estaba al otro lado.
La frontera es doble, ambigua; en unas ocasiones es un puente para encontrar al otro y en otras una barrera para rechazarlo. A menudo es la obsesión de poner a alguien o algo al otro lado; la literatura, entre otras cosas, es también un viaje en busca de la refutación de ese mito del otro lado, para comprender que cada uno se encuentra ora de este lado ora del otro —que cada uno, como en un misterio medieval, es el Otro. El escritor que inventó el paisaje literario triestino y murió luchando para que Trieste se uniese a Italia, Scipio Slataper, empieza su
Il mio Carso
[Mis montañas del Carso] intentando decir quién es él, y descubre que para representar su identidad más profunda tiene que inventarla y decir que es otro, nacido en otra parte, en algún lugar de ese mundo eslavo que se encuentra en conflicto con la italianidad de Trieste, aunque forme parte de la civilización triestina.