Sin esta experiencia de la frontera no hubieran nacido muchos de los libros que he escrito. Todo el
Danubio
es un libro de frontera, un viaje en busca de la superación y el atravesamiento de lindes no sólo nacionales, sino también culturales, lingüísticas, psicológicas; fronteras de la realidad externa, pero también del interior del individuo, fronteras que separan las zonas recónditas y oscuras de la personalidad que deben ser atravesadas también, si se quieren conocer y aceptar igualmente los componentes más inquietantes y difíciles del archipiélago que compone la identidad.
Se trata de un viaje difícil, que conoce puertos felices pero también naufragios y fracasos; el viajero danubiano a veces es capaz de superar la frontera, de dominar el temor y el rechazo del otro —premisa de la violencia contra el otro— e ir a su encuentro; otras veces, en cambio, no es capaz de dar este paso y se encierra en sí mismo, víctima de sus propios prejuicios, de sus propias fobias e inseguridades.
Otro mar
es también un libro de muchas fronteras, físicas y metafísicas, de la tierra y el agua, de la vida y la muerte, el significado y la nada.
Toda frontera tiene que ver con la inseguridad y con la necesidad de seguridad. La frontera es una necesidad, porque sin ella, es decir sin distinción, no hay identidad, no hay forma, no hay individualidad y no hay siquiera una existencia real, porque ésta queda absorbida en lo informe y lo indistinto. La frontera conforma una realidad, proporciona contornos y rasgos, construye la individualidad, personal y colectiva, existencial y cultural. Frontera es forma y es por consiguiente también arte. La cultura dionisíaca, que proclama la disolución del yo en un confuso magma pulsional, que debiera ser liberatorio y en cambio es totalitario, priva al sujeto de toda capacidad de resistencia e ironía, lo expone a la violencia y a la cancelación, disgrega toda unidad portadora de valores en un polvillo gelatinoso y salvaje. El yo es como el barón de Munchhausen, que tiene que salir de las arenas movedizas tirando de su propia coleta. Puede contar solamente con su coleta y con esa difícil y contradictoria posición, pero esa condición irónica es su fuerza. La ironía disuelve las lindes rígidas y coactivas, pero construye lindes humanas, flexibles y tenaces; la ironía se opone a todo misticismo indistinto y a toda totalitaria asamblea pulsional, porque distingue, articula, redimensiona y autorredimensiona. La ironía es una guerrilla contra el énfasis abdominal y el minimalismo posmoderno; es una virtud tierna y fuerte.
La
Odisea
, el libro de los libros y la novela de las novelas, es tal vez en primer lugar una epopeya de los confines, del individuo que construye su personalidad, es decir, la delimita respecto al fluir indiferenciado, engatusador y destructor de la naturaleza que quiere disolverlo; el yo se enriquece cuando afronta las diversidades, pero siempre que éstas no lleguen a anularlo ni absorberlo. El diálogo, que une a los interlocutores, presupone su distinción y una pequeña pero insuprimible y fecunda distancia.
En la edad contemporánea caben dos modelos de odisea. Por un lado, conforme al modelo tradicional y clásico que va de Homero a Joyce, la odisea como viaje circular, esto es, como camino del individuo que sale, atraviesa el mundo y al final vuelve a Ítaca, a casa, enriquecido y ciertamente cambiado por las experiencias que ha vivido durante el viaje, pero confirmado en su identidad. Llega, pues, a una identidad más profunda, edificando unas sólidas y seguras fronteras en su persona, ni obsesivamente cerradas al mundo ni disueltas en una caótica indistinción.
Por otro lado está la odisea rectilínea narrada por ejemplo por Musil, en la que el individuo no vuelve a casa, sino que procede en línea recta hacia el infinito o hacia la nada, perdiéndose por el camino y modificando radicalmente su propia fisonomía, volviéndose otro, destruyendo cualquier frontera de su propia identidad. Musil relata la explosión de la individualidad, y por lo tanto cómo ceden las bisagras que la conforman y limitan, sobre todo en dos personajes de
El hombre sin atributos
, Moosbrugger y Clarisse, que ya no son individuos sino agregaciones de pulsiones, sueños colectivos o bien vertiginosas identificaciones del yo con la realidad en la que se desborda y se pierde, sin instituir una frontera entre él y el mundo.
Detrás de toda esta literatura está, explícita o implícita, la gran lección de Nietzsche, explorador y destructor de toda ficticia identidad individual, que él disuelve en una «anarquía de átomos», en la que la tradicional y milenaria estructura del sujeto individual, que desde tiempo inmemorial ha construido trabajosamente sus propias fronteras, se halla ya en trance de disolución, de pérdida de sus propios límites y de transformación en una pluralidad todavía no definida concretamente, casi en un nuevo estadio antropológico. Buena parte de la mejor literatura moderna y contemporánea está determinada por una doble relación del yo con sus propias fronteras, con su disolución (incluso lingüística) y su agarrotamiento, ambos letales.
Hace falta una identidad irónica, capaz de liberarse de la obsesión de cerrarse y también de la de superarse. El escritor de frontera se encuentra con frecuencia entre Escila y Caribdis, entre la retórica de una identidad compacta y la de una identidad huidiza. Todos conocemos y despreciamos a los primeros, a los escritores que se hacen torvos guardas custodios de la frontera —de la italianidad, de la eslovenidad, de la germanidad. Pero también los otros, que se enfrentan a ellos desde posiciones mucho más nobles, caen a menudo presos de otra retórica de frontera, la que consiste en querer negar a toda costa cualquier frontera, en ponerse siempre del otro lado, en sentirse —por ejemplo en Trieste— italiano entre los eslovenos o esloveno entre los italianos, o bien —en el Tirol— alemán con los carabineros e italiano con los
Schützen
.
Esta postura es a menudo políticamente meritoria en climas de ásperos conflictos étnicos, pero corre el riesgo de convertirse en una fórmula estereotipada, una cómoda coartada literaria, y de condescender, a su vez, con ese
pathos
de la frontera que se aspira a negar, con esa obsesiva interrogación acerca de la identidad que se expresa en la declarada complacencia de no reconocerse en ninguna identidad concreta. Una apasionada y problemática literatura de frontera, agobiada por la proclamación de su propia no pertenencia, puede convertirse también en un rancio repertorio de lugares comunes, como los diccionarios de rimas tiempo atrás, preparados para sugerir la rima que hacía falta. La crítica feroz al propio mundo de origen, con ser mejor que su empalagosa celebración, se convierte fácilmente en un tópico manido: los escritores triestinos que escriben sátiras de Trieste, los praguenses que la emprenden con Praga, los vieneses que escarnecen Viena y los piamonteses ansiosos de despiamontizarse se encuentran a menudo en vilo entre la auténtica liberación y la visceralidad convencional.
El mejor modo para liberarse de la obsesión de identidad es aceptarla en su siempre precaria aproximación y vivirla espontáneamente, o sea, olvidándose de ella; de la misma forma que se vive sin pensar continuamente en el propio sexo, en el propio estado civil o la propia familia, es también mejor vivir sin pensar demasiado en la vida. Con tal de ser conscientes de su relatividad, es oportuno aceptar nuestras fronteras, como se aceptan las de la vivienda de uno.
Vividas de esa forma, con simplicidad y afecto, se convierten en una potenciación de la persona. Dante decía que nuestra patria es el mundo, como para los peces lo es el mar, pero que a fuerza de beber el agua del Arno había aprendido a amar intensamente Florencia. Esas dos aguas del río y el mar, que se encuentran y se mezclan sin borrar su frontera, se completan recíprocamente. La una sin la otra es falsa; sin el sentido de pertenencia al mar, el apego al Arno se convierte en una angustia regresiva, y sin el amor concreto por el río natal reclamarse del mar se convierte en una vacua abstracción.
Ha sido sobre todo la civilización hebrea de la diáspora la que ha unido en una sanguínea simbiosis arraigo y lejanía, amor a la casa y huida nómada que encuentra una casa provisional sólo en una anónima habitación de hotel, en el vestíbulo de una estación, en un mísero cafetín, etapas del exilio y del camino hacia la Tierra Prometida y por consiguiente fronteras concretas, aunque fugaces, de una verdadera patria.
En una historia judeooriental, de la que extraje el título para un libro sobre el exilio, un judío, en una pequeña ciudad de la Europa del Este, encuentra a otro que va a la estación cargado de maletas y le pregunta adonde se dirige. «A América del Sur», responde el otro. «Ah», replica el primero, «te vas muy lejos.» A lo que el otro, mirándole asombrado, responde: «¿Lejos de dónde?» En esta historia, el judío oriental carece de patria, carece de un punto de referencia respecto al que poderse considerar cerca o lejos y está por consiguiente lejos de todo y de todos, no tiene una patria histórico-política y por lo tanto carece de fronteras. Al mismo tiempo, sin embargo, tiene su propia patria en sí mismo, en la ley y la tradición en las que ha arraigado y que han arraigado a la par en él, y por ende no está nunca lejos de su casa, está siempre dentro de su propia frontera. Esta se convierte así en un puente tendido al mundo.
Pero la frontera es un ídolo cuando se usa como barrera, para rechazar al otro. La obsesión por la propia identidad, que cuanto más persigue una propia imposible y regresiva pureza más se rodea de fronteras, conduce a la violencia, de la que la atroz y obtusa guerra de la ex Yugoslavia es un ejemplo extremo, pero no único en Europa. Como todo ídolo, la frontera exige a menudo sus tributos de sangre y en los últimos tiempos el resurgimiento de las fijaciones de frontera, el desencadenamiento de furibundos y viscerales particularismos, cada uno de los cuales se cierra en sí mismo idolatrando su propia peculiaridad y rechazando cualquier contacto con el otro, está desencadenando luchas feroces. Las diversidades, redescubiertas y justamente apreciadas como variantes de lo universal humano, se convierten, si se absolutizan, en la negación y destrucción de éste. A ese fetichismo es necesario contraponer las palabras de Nietzsche, que pueden despistar si se las toma al pie de la letra, pero son iluminadoras metáforas de verdad: «¿Por qué ser hostiles con el vecino, cuando en mí y en mis padres hay tan poco que amar?»
No sólo existen las fronteras entre los estados y las naciones, establecidas por los tratados internacionales, es decir por la fuerza. También la pluma que garabatea diariamente, como dice Svevo, traza, desplaza, disuelve y reconstruye fronteras; es como la lanza de Aquiles, que hiere y sana. La literatura es por sí misma una frontera y una expedición a la búsqueda de nuevas fronteras, un desplazamiento y una definición de las mismas. Cada expresión literaria, cada forma, es un umbral, una zona en el límite de innumerables elementos, tensiones y movimientos distintos, un desplazamiento de las fronteras semánticas y de las estructuras sintácticas, un continuo desmontar y volver a montar el mundo, sus marcos y sus imágenes, como en un estudio cinematográfico en el que se reajustaran continuamente las escenas y las perspectivas de la realidad. Todo escritor, lo sepa y lo quiera o no, es un hombre de frontera, se mueve a lo largo de ella; deshace, niega y propone valores y significados, articula y desarticula el sentido del mundo con un movimiento sin tregua que es un continuo deslizamiento de fronteras.
La escritura trabaja en las fronteras y en su deslizamiento, en el momento en que se desdibujan y atraviesan. El compromiso moral, la buena lucha de cada día, que impregna también a la literatura, exige instituir y defender fronteras continuamente; abatir las que parecen falsas y levantar otras, obstruir el camino al mal. Un mundo sin fronteras, sin distinciones, sería el horrible mundo del «todo está permitido» imaginado con horror por Dostoievski, un mundo susceptible de cualquier violencia y de cualquier atropello. En ese sentido se lucha contra las fronteras, pero para instaurar otras.
Por otra parte, está la fascinación del momento en que una cosa se traspone en la otra, de la incesante metamorfosis del mundo que es la esencia misma de la vida, que consiste pues en una continua superación de fronteras. Siempre me han fascinado las lindes entre los colores y su mutuo anularse en los matices del paso de uno a otro; a menudo el decolorarse, especialmente en lo tocante al agua, se convierte en la cifra misma del sentido de la vida y de la poesía que trata de captarlo. También el viaje, estructura narrativa que me atrae con tanta insistencia, se desarrolla conforme a un ritmo que es el de un continuo trasponer, atenuar y decolorar lindes. No es un azar que el viaje se lleve a cabo con tanta frecuencia por el agua: a lo largo de los ríos, en las lagunas, en el encuentro de los ríos y el mar, en la reverberación del mediodía marino que simboliza la seducción y la destrucción inmanentes en un absoluto sin fronteras.
La imagen insistente de la línea en la que el agua del río se encuentra con la del mar puede ser un signo de ese embrujo de la decoloración.
Sin embargo cada narración da una forma a la vida y por consiguiente instituye una frontera; el embrujo de la decoloración tiene sentido solamente si, aun en el vértigo de la metamorfosis, se intenta fijar, al menos por un instante, una imagen que lo sustraiga a lo indistinto. La literatura es también un análisis del transcurso de los sentimientos y las pasiones, de ese proceso continuo y ambivalente en el que un sentimiento se atenúa convirtiéndose en otro contiguo, hasta acabar por transformarse a veces en el sentimiento opuesto —también en este caso se trata de un cruce de fronteras, del descubrimiento de su necesidad y precariedad al mismo tiempo.
La literatura enseña a trasponer los límites, pero consiste en trazar límites, sin los que no puede existir ni siquiera la tensión de superarlos para alcanzar algo más alto y más humano. Las fronteras de nuestro presente histórico no tienen que ver, por desgracia, sólo con la literatura, sino con una dimensión mucho más violenta e inmediata. Lo que ha ocurrido en Yugoslavia revela el peso terrible del pasado y la historia, el poder mortífero de las pluriseculares fronteras del odio y la división. Tras los grandes acontecimientos liberatorios de 1989, que crearon la posibilidad de abatir muros y fronteras y de construir una nueva unidad europea, se asiste a la construcción de nuevas fronteras y de nuevos muros —étnicos, chovinistas, particularistas. Se perfila además sobre nuestro futuro el espectro de la migración de un sinnúmero de personas que, empujadas por el dolor y el hambre, probablemente abandonarán sus raíces, sus fronteras, provocando odio y miedo, que a su vez llevarán a erigir nuevas barreras. De la calidad de la respuesta a estos desplazamientos epocales —respuesta que tendría que liberarse del odio y de la demagogia sentimental— dependerá la existencia o al menos la dignidad de Europa.