La sugestión que emana del
Apocalipsis
se debe más al terror que a la esperanza, más al castigo eterno que a la eterna recompensa; a pesar de todo, el libro es un escenario del sombrío desencadenamiento del mal más que del triunfo del bien. Tal vez por eso Lawrence decía que era «el libro más detestable de la Biblia», y ciertamente se asocia a una tétrica religiosidad más obsesionada por el pecado y la pena que impregnada por la leticia de la fe; remite al
Dies irae
más que al
Padrenuestro
, al Anticristo de la penúltima hora más que al Cristo que en la última triunfa sobre él. Las trompetas de los ángeles parecen anunciar un juicio de condena, aunque, en realidad, lo que celebren sea el cumplimiento glorioso del «misterio de Dios».
La visionaria grandeza poética del libro —que la selva de símbolos y alegorías, de oscura interpretación a veces, y la acumulación de imágenes catastróficas pueden hacer difícilmente accesible al lector— reside sobre todo en la representación de la potencia del mal y de su ruina. «¿Quién como la bestia?, ¿quién podrá guerrear con ella?», dicen las gentes que se postran ante el brutal poder que domina el mundo e impone su adoración a los idólatras y amedrentados, so pena de muerte. Pero la ciudad terrena, que fornica con el mal, está destinada a ser abatida y un ángel trae el anuncio como si de un trueno se tratara: «¡Cayó, cayó Babilonia la grande, que a todas las naciones dio a beber del vino del furor de su fornicación!»
El
Apocalipsis
no es detestable, como sostenía Lawrence, sino que es ciertamente el libro de la Biblia más peliagudo para el lector contemporáneo por las claves interpretativas a las que apela y el abuso de imágenes aterradoras, cuya acumulación acaba a veces por amortiguar su efecto. Es sobre todo un libro que muchos conocen no por su lectura directa, sino por imágenes extrapoladas de su contexto, citadas con mayor o menor acierto y conocidas de oídas a través de una vaga sugestión indefinida que desvirtúa su significado. En la sensibilidad y la cultura común encontramos a menudo el adjetivo «apocalíptico», con su correspondiente evocación de cataclismos, y muy poco el
Apocalipsis
, con toda la complejidad y la coherencia de sus significados. Tradicionalmente atribuido al apóstol Juan, acerca de cuya paternidad textual los estudiosos se hallan divididos y la misma Iglesia aún no se ha pronunciado de forma vinculante para los fieles, el
Apocalipsis
—cuya datación, también discutida, se remonta probablemente a los años 94-95 d. C.— es el texto más destacado de esa vasta literatura «apocalíptica» que floreció entre los siglos III a.C. y IX d.C. en un ámbito tanto hebreo como cristiano.
A lo largo de los siglos, se ha leído el
Apocalipsis
sobre todo como una profecía milenarista que anunciaba el final de los tiempos, proporcionando una especie de repertorio de signos que ayudasen a reconocer la cercanía de ese fin y el advenimiento de una edad nueva, de un mundo liberado del pecado, de la muerte y la injusticia. El
Apocalipsis
se ha visto vinculado de ese modo a los anhelos de redención moral y social, a los movimientos y los sueños revolucionarios que predicaban el advenimiento del Reino de Dios en la tierra, un mundo liberado de la esclavitud, de la violencia y la desigualdad social —desde la edad del Espíritu vaticinada por Joaquín de Fiore al Tercer Reino que Davide Lazzaretti, el reformador anarcorreligioso del Monte Amiata del siglo pasado, creía que debía empezar en su época.
El mesianismo apocalíptico está fuertemente impregnado por la utopía de una completa y definitiva revolución social, que debe engendrar al hombre nuevo, al nuevo Adán. Esta visión apocalíptica, con sus elucubraciones hermenéuticas y sus cálculos numéricos destinados a descifrar la cercanía de los Últimos Días, llega hasta nosotros desde los siglos más lejanos; el historiador Eric Hobsbawm escribe que algunos comunistas italianos vinculados al movimiento de Lazzaretti, que había sobrevivido en la sombra, creyeron en el año 1948 que el atentado a Togliatti era un signo de la llegada del Último Día, el último y el primero. En algunas formas extremas y radicales del mesianismo judío se exhortaba a acelerar el triunfo del mal —profanando la Ley y cometiendo todo tipo de transgresiones— para apresurar el advenimiento del Mesías, que llega, como el recién nacido, cuando «los dolores de parto» de la historia están en su punto culminante, cuando el mal ha tocado su ápice, de la misma forma que cuanto antes llegue la medianoche, el apogeo de las tinieblas, antes llegará también la luz del alba.
El
Apocalipsis
presupone una concepción lineal del tiempo, que procede de un inicio y fluye hacia un final; esta concepción, característica de la religiosidad judeocristiana, se contrapone a la concepción cíclica de un tiempo que se repite y retorna. La visión apocalíptica se ha mezclado con los mitos del Imperio, la Decadencia y el Renacimiento, ha impregnado fes religiosas y políticas, ha estimulado utopías libertarias y sociales, ha marcado la fantasía y la sensibilidad de los poetas y los escritores de las más diversas épocas y literaturas. En las formas más variadas y contradictorias ha expresado, con violenta intensidad, la convicción y el sentimiento de que la vida, el mundo y todo lo creado tienen que ser redimidos del mal y del dolor. Tal vez no exista mayor diferencia entre los hombres y las fes religiosas y filosóficas que la que existe entre quien considera que el mundo tal como está es perfecto, o por lo menos encierra en sí la capacidad de perfeccionarse, y quien considera en cambio que —tan redundante como es de mal y de sufrimiento infligido a los más débiles— es un escándalo al que le hace falta ser redimido.
Sugestionada por las cábalas numéricas, la fantasía apocalíptica ha brillado especialmente, sin contar con los momentos de catástrofe histórico-política, en los pasos de un siglo o, aun mejor, de un milenio a otro, que se caracterizan por un fuerte valor simbólico. En la fuga lineal del tiempo, cada apocalipsis privilegia el instante decisivo de la crisis en el que tiene lugar la decisión o el acontecimiento que modifica radicalmente la historia, el «ahora», el «eterno instante» de Jaspers y el «momento presente» del Maestro Ekhart. Se trata de un instante pleno de significado, que trasciende el tiempo, «el punto en el que todos los tiempos están presentes» del que habla Dante. Este presente absoluto se sitúa entre el mal del pasado y la redención del futuro: es una crisis, una transición. La literatura tiene predilección por los tiempos de crisis y de transición, en los cuales se complace en vivir. La contemporánea acentúa esa predilección, tiende a padecer y al mismo tiempo a celebrar nuestro tiempo como
la
crisis y
la
transición por excelencia, con un
pathos
de precariedad que hace al Dos mil no menos fatal que al año Mil.
Pero no está claro que el sentido del
Apocalipsis
sea —como ha escrito Frank Kermode— «el sentido del fin». En el libro
Apocalisse, prima e dopo
[Apocalipsis, antes y después], Eugenio Corsini ha demostrado, a través de una interpretación rigurosa y literalmente fascinante, que este libro tremendo no anuncia el fin ni tampoco eventos futuros, sino que es el relato alegórico de un acontecimiento fundamental ya acaecido, es decir, de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Esta grandiosa representación simbólica, nacida también de las polémicas entre judaísmo y cristianismo en los albores de este último, no alude a catástrofes finales; no aguarda un retorno de Cristo, porque éste ya ha venido y la catástrofe de su pasión y muerte y la gloria de su resurrección ya tuvieron lugar —y continúan teniendo lugar— en cada momento de la historia del mundo y de cada hombre, que tiene que afrontar continuamente el desastre, la derrota, y resurgir de sus propias cenizas.
Si esta interpretación —puntillosamente demostrada a un nivel teológico-filosófico y que cuenta con el visto bueno de la autoridad eclesiástica— es cierta, no cabe esperar ya ningún evento «apocalíptico» por parte de Dios, porque en la historia de la salvación «por parte de Dios todo está cumplido». El futuro está ya de veras, y completamente, en manos del hombre.
Este papel fundamental restituido a la voluntad humana puede consolar, pero también turbar. La tradicional visión apocalíptica de un fin del mundo, con sus gigantescos cataclismos que afectan a todos, es también tranquilizadora, porque permite dominar la angustia de la propia muerte con la imagen de una muerte universal, de hogueras y diluvios en los que todo arde y queda sumergido. Es nuestra muerte individual, solitaria y olvidada en medio del bullicio de las cosas, lo que nos llena de pesadumbre el corazón. Estar comprendidos en un destino común, por terrible que sea, hace sentirse menos solos. Incluso las pesadillas de una guerra atómica entre las dos superpotencias, con la consiguiente devastación global del
day after
, tenían una grandiosidad de alguna forma consoladora, que resulta más difícil para quien muere degollado en Bosnia o en Ruanda o para quien muere desvalido y abandonado. Ningún apocalipsis nos conforta ya, solos con nuestra muerte y nuestro miedo.
1995
Se cuenta que Platón, al hacerse discípulo de Sócrates, quemó una tragedia que había acabado de escribir. El motivo que le llevó a ello no fue ciertamente que estuviera insatisfecho por el valor poético de la obra, con la que había pensado concurrir, como refiere Diógenes Laercio, a uno de los certámenes literarios más importantes de Atenas. De Platón a Kafka —que encargó a su amigo Max Brod que destruyera a su muerte sus obras inéditas, entre las que figuraban obras maestras como
El proceso
y
El castillo
—, el gesto del gran escritor que destina sus libros a la hoguera no se deriva nunca de una valoración literaria, sino de razones más profundas. Platón destruye su tragedia —y el resto de las que se supone que había escrito— al convertirse en discípulo de Sócrates y consagrarse a la filosofía, a la búsqueda de la verdad, que le parece incompatible con la literatura —incluso con la que él más apreciaba y consideraba más alta, como la de Homero y los grandes trágicos, que en un famoso capítulo de la
República
quedan excluidos del Estado ideal y de la formación espiritual del ideal ciudadano de ese Estado.
La sentencia platónica es inaceptable, porque, allí donde se cumpliera, desembocaría en el totalitarismo, en el poder absoluto de un Estado que no tolera expresiones discordantes con su paradigma de valores y violenta al individuo y su derecho a la diversidad. Pero para rechazar la condena platónica de la literatura —y del arte en general— hace falta tenérselas a fondo con ésta y con su verdad por muy peligrosa y perversa que sea, pues su desconocimiento nos impediría hacer justicia a la literatura, refutar y al mismo tiempo reconocer su seducción, captar su tiránica y liberatoria ambigüedad y por consiguiente el significado que encierra para la vida de un hombre y la formación de su personalidad.
Una doble marca sella para Platón la exclusión de la literatura. Por una parte ésta muestra, sin dar un explícito juicio moral, el absurdo y la injusticia de la vida, el abismo de dolor que atenaza al inocente y la felicidad que sonríe al malvado, la perfidia de los mismos dioses —seductores, pero de ninguna forma ejemplos de bondad y justicia, sino celosos, envidiosos, ávidos, vengativos y violentos— que inducen a los hombres al error y los castigan después de haberles inducido a cometer esos errores. En el arte hay belleza, pero ésta, nos recuerda Gadamer, no siempre es, como debiera ser según Platón, la aparición del Bien y de lo Verdadero.
Lejos de ofrecer modelos de vida que eduquen al hombre en la virtud, el arte puede resultar cómplice de la injusticia y la violencia que reinan en el mundo. El arte no es solamente mimesis ficticia, réplica de esa engañosa e imperfecta realidad sensible que para Platón es a su vez sólo una réplica de la Idea, única verdadera realidad. En el arte el individuo da voz a sus propios sentimientos; pero de este modo acaba a menudo por coquetear con su propio egoísmo, por imitar complacido las miserias, las contradicciones y a veces las banalidades de su estado de ánimo, por transigir con sus propias debilidades y encerrarse en su propio narcisismo.
Todo esto hace al arte nocivo para la formación del individuo —al menos para Platón, que sin embargo amó como pocos su encanto, su fuerza de arrastre y transfiguración, su capacidad de ver los demonios y los dioses, su «divina manía» que celebra en el diálogo
Ion
, dedicado a un aedo. Es posible comprender esa contradicción platónica en términos teóricos, pero para entenderla en toda su viva realidad, para entender cómo nació y fue vivida por él, nos hace falta el arte, la literatura. La filosofía y la religión formulan verdades, la historia indaga los hechos, pero, como observa Manzoni, sólo la literatura —el arte en general— dice cómo y por qué los hombres viven esas verdades y esos hechos; cómo, en la existencia de los individuos, los universales que éstos profesan se mezclan con las cosas pequeñas, mínimas e ínfimas con las que está concretamente tejida su existencia; cómo las verdades filosóficas, religiosas o políticas se entrelazan con las esperanzas y los miedos de los hombres, con sus deseos y temores mientras envejecen y mueren. Si Dios se encarna, es la literatura la que puede contar esa encarnación, mostrando el absoluto en los gestos de cada día. El Evangelio es un relato y termina con Jesús resucitado en trance de asarles a los apóstoles unos pescados a la orilla de un lago. En la novela
Comenzó en Galilea
de Stefano Jacomuzzi, Jesús dice: «…¡qué ardua es, Padre, tu ley para que nada se pierda! ¡Oh, que no se malogren tampoco estas pobres voces nuestras de tierra, recuerdos, amores, esperas, pequeñas tribulaciones, pequeñas alegrías… Llévatelas todas contigo, Padre, sálvalas para toda la eternidad!»
Es la literatura la que puede salvar esas pequeñas historias, iluminar la relación existente entre la verdad y la vida, entre el misterio y la cotidianidad, entre el individuo concreto y la Babel de la época. La «novela de aprendizaje», que floreció entre los siglos XVIII y XIX no sólo pero sobre todo en Alemania, cuenta, por ejemplo, las condiciones y modalidades por las que se hace posible que un individuo, que crece en contacto con una sociedad cada vez más compleja y laberíntica, forme armoniosamente su propia personalidad, desarrollándola en todas sus potencialidades latentes, o bien resulte aplastado por el férreo mecanismo del mundo o se inserte en su engranaje a costa de pagar sin embargo un alto precio, sacrificando su múltiple riqueza interior, renunciando a sus sueños, pasiones y proyectos y aplanándose hasta el extremo de convertirse en poco más que un instrumento de ese engranaje.