Utopía y desencanto (13 page)

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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

BOOK: Utopía y desencanto
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Las escenas que resalta y amplifica en sus detalles son con frecuencia escenas de violencia y de muerte, cuya feroz e instantánea concreción no condesciende con el gusto de lo truculento ni con la rabiosa piedad, sino que pasa de largo con adusta indiferencia épica. En el universo de Sealsfield la muerte es un evento obvio y natural, que el ojo del narrador registra con sobria familiaridad, toda vez que el fresco colectivo está integrado por una sucesión de destinos privados. La perspectiva desde lo alto, ajena a la rebelión de sus criaturas, preserva al escritor de cualquier complacencia con la sangre; en los relatos de Sealsfield se muere como en las películas de John Ford, con una discreta alusión, como la mano del jugador que en
La diligencia
deja caer de repente la pistola, y no en una orgía de truculencia y protesta como en los polémicos neowestern.

Esta confianza épica con la totalidad, que querría garantizar la superación de las tragedias individuales, se pone de manifiesto en el seguro aliento de algunas escenas corales, pero se disipa en cuanto se desciende a un espacio histórico concreto. Proyectado en vano a una representación del presente y el futuro, Sealsfield logra hallar terreno para la aventura sólo en el pasado, en el ámbito de aquello que ya ha sucedido y ya no es susceptible de cambios. Sus relatos y novelas se integran en una vasta y compleja saga articulada en una estructura que los encapsula el uno en el otro y que se desarrolla a menudo según una sucesión inversa a la de la cronología real, procediendo del episodio más reciente al más antiguo. No hay casi ningún relato autónomo:
La pradera del Jacinto
, por ejemplo, es un capítulo, o mejor, una especie de introducción ideal a la historia de la guerra de la independencia de Tejas.

Igual que
La pradera
—cuyo relato, en
El libro de la cabaña
, es interrumpido a menudo por los intermedios coloquiales de los oyentes—, muchas otras narraciones son también relatos orales, relaciones de temerarias pero superadas peripecias narradas ante un festivo corro de oyentes rodeados por una atmósfera de holgura y seguridad: la lucha, exaltada hegelianamente por el escritor como motor de las peripecias humanas y políticas, se proyecta a un pasado que ya no genera temor y queda reducida a objeto de distracción y pasatiempo, a apetitoso ingrediente coloquial de una sociedad rica y serena. Envejecido y solitario, triste y olvidado, Sealsfield vuelve cada vez más, con el pasar de los años, a un mundo desaparecido e irreal, a remotas islas del pasado reencontrado en la fantasía más allá del malestar histórico. Sus relatos más hermosos se desarrollan en espacios míticos, como si fueran paréntesis en el flujo del devenir político: las cabañas del bosque, la cabina del capitán Murky, autosuficiente en el bosque y la pradera como un barco en el mar o como «el arca del Antiguo Testamento». La sociedad se reduce a un escaso círculo de amigos y comensales, a su camaradería fraterna, a una mesa preparada con un gusto por los alimentos y los vinos que aspira, más allá de cualquier complacencia culinaria, a una poesía de la amistad y la tranquilidad, de la realeza de la vida cotidiana. Su obra maestra, el célebre
Libro de la cabaña
—que contiene precisamente a La pradera del Jacinto— está felizmente suspendido en una dimensión sin tiempo, que detiene en el recuerdo, con rápidos vislumbres vigorosos, la tumultuosa y abigarrada vida de una América que pertenece ya a un sanguíneo y fugitivo ayer.

La proyección hacia atrás sanciona definitivamente la inactualidad de la aventura. La novela popular del siglo XIX determina la inversión de la
Robinsonada
del XVIII, de la aventura del hombre que reconstruye desde la nada su propio destino y su propia historia, edificando una sociedad utópica que se presenta como modelo alternativo a la que ha dejado atrás después del naufragio. En Sealsfield esa carga utópica ya no existe: real o metafórica, la segregación insular no es un exilio que combatir o una tierra de asilo en que crearse un espacio de libertad, sino un paréntesis imaginario y un espacio de la desilusión. Si para la
Robinsonada
cualquier hombre que haya tenido una vida atormentada puede considerarse en justicia un pequeño Robinson y un «Avanturier» zarandeado por la fortuna pero capaz de afrontarla, la novela decimonónica de aventuras representa el final de los Robinsones, su reducción a meras voces de evasión.

El siglo XVIII fue el último siglo europeo en el que la aventura era posible; el XIX tiene la inquieta conciencia de su precariedad. También Sealsfield va en busca de islas, pero inconexas y separadas de toda relación dialéctica con lo real. De la
Robinsonada
le queda solamente la afición por el pasado —que se convirtió ya en un esquema estereotipado en la primera mitad del siglo XVIII—, por el procedimiento de la aventura a toro pasado: todo Robinson descubre que no es más que el descendiente de otro que ha vivido antes que él, el cual resulta entonces el único auténtico explorador de lo desconocido —de lo que su sucesor no es ya pues más que un eco literario, un calco fantástico. La aventura resulta así estar entregada al pasado: quien cree vivirla en primera persona y por vez primera se da cuenta al cabo de que no es más que un epígono, casi una ficción literaria o un
flatus vocis
, una voz que transmite y lega un relato concluido, una aventura acabada. Los personajes de Sealsfield son también ecos más que protagonistas de aventuras, rapsodas del pasado y de lo perdido.

La narrativa de Sealsfield es el melancólico epicedio del viaje. Para la conciencia clásica el viaje es un
nostos
, un retorno a casa; para la conciencia moderna el viaje es una odisea sin fin tendida hacia delante, porque la casa está en un utópico e hipotético futuro redimido, no ya en los lazos del eterno ayer: está en lo No-acaecido, en el Sin-nombre. Si en el mito americano, tal como ha escrito Leslie Fiedler, el
West
es la otra parte, el Occidente desplazado cada vez más hacia el oeste por los fugitivos de la conciencia europea en crisis, Sealsfield —que advirtió con claridad el declive de Europa— se dio cuenta, antes que muchos otros, de que aquellos pioneros ensanchaban en realidad el imperio de la mala conciencia europea. En América, con un sentido de desilusión e impotencia, proyectó sus contradicciones de liberal autoritario de las que no consiguió desurdirse jamás. Sus aventureros no pueden volver a casa ni seguir adelante libres y felices; se pierden en la pradera y buscan guarecerse del diluvio histórico en un arca de Noé. Si la conquista del Oeste ha sido celebrada como una epopeya liberal, Sealsfield —uno de sus primeros y más apasionados cantores— es al mismo tiempo uno de sus más amargos desmitificadores, ya que no se le escapa su nexo obligado con la violencia y la esclavitud. «¿Cómo van las cosas por allí abajo?», parece que preguntó Sealsfield al filo de la muerte refiriéndose a los Estados Unidos, a propósito de los cuales, poco antes, había dicho a un amigo: Empiezo a desesperar de la salvación de «mi amada América».

1974

EL HOMERO DE LOS LAPONES

«No es completamente seguro que todas estas historias, tan numerosas y distintas entre sí, correspondan plenamente a la realidad, porque antes de ahora no habían sido escritas jamás», dice Johan Turi al comienzo de su
Relato de la vida de los lapones
. Su libro constituye en cierta manera el inicio oficial, en el año 1910, de la literatura escrita de su pueblo, que sin embargo ya contaba no sólo con una tradición de poesía oral, sino también con textos en prosa, en especial memorias, por pocos que fueran y arrinconados que estuvieran en el polvo y el olvido de los archivos. Turi, que escribe —y a veces dicta— durante los años 1907-1908 su libro, publicado dos años después, es por consiguiente en cierto modo el fundador, el que fija por primera vez por escrito su mundo, su gente y la vida de su gente; es pues una fuente originaria, un testigo directo, una autoridad.

Pero este cazador y pastor de renos, que pasó un año de su vida narrando a la antropóloga danesa Emilie Demant —y escribiendo con su ayuda y bajo su dirección— la vida de los lapones, no está ni mucho menos contento con ser el primer escritor de su gente, con no tener precursores; cuenta la caza del lobo y del oso en la que ha tomado parte innumerables veces, las tempestades de nieve y los fugaces veranos boreales que ha vivido, las leyendas y las historias de migraciones o maleficios que circulaban de boca en boca, habla de los trineos y de las tiendas en las que se alojaban, pero parece como si no le bastase conocer todas esas cosas por experiencia personal y quisiera que alguien las hubiera escrito ya, para estar seguro de su verdad.

Al nómada narrador, que bajo cualquier techo y hasta en un bosque se siente prisionero y como arrancado de la libertad de la landa y el cielo, le hace falta el papel. Muy a su pesar, es un escritor y un individuo del siglo XX y da la impresión de que incluso él, para llegar a saber de veras lo que le ha sucedido, tiene que leerlo a la mañana siguiente en el periódico.

El rapsoda lapón, que ha vivido durante toda su vida en la lejanía y en soledades inhóspitas, tiene una instintiva conciencia del poder y de la precariedad de la palabra escrita, una conciencia que hace de él, poeta épico capaz de una imperturbable adhesión a la realidad, casi un escritor moderno. Cuando Emilie Demant fue a verle, en 1904, Turi tenía cincuenta años; un retrato muestra su descarnado y hermoso rostro y sus ojos azules entrecerrados, acostumbrados a protegerse de la cegadora blancura.

Su familia, cuando él era todavía un muchacho, abandonó el territorio de Koutokeino para trasladarse más hacia el sur, y vivió esa odisea de los lapones que describe en su libro. Acosados por la modernización que avanzaba con industrias, minas y ferrocarriles, les requisaron a menudo el ganado y extorsionaron de pronto con impuestos que les hacían imposible el pasto y la caza; la progresiva extensión de la propiedad campesina les iba acotando la tierra y el cierre de las fronteras septentrionales entre los Estados escandinavos bloqueó su atávico nomadismo.

Como buen cazador y pescador que era, Turi desaparecía, durante el largo invierno, y reaparecía, inesperado e imprevisible, tras varios meses; conocía bien, además de su lengua materna, sólo el finlandés y había hecho ya varios intentos de escribir, naturalmente en finés, porque su lapón natal le parecía un habla tosca que sólo valía para las necesidades de comunicación cotidiana y era inadecuada para la verdadera expresión. Pero por otra parte, su mundo poético era el de su identidad lapona y podía expresarlo sólo en su lengua materna y no en una lengua aprendida igual que se aprende una lengua extranjera, como era el finlandés para él. Finlandeses y lapones —o por lo menos los pocos que, en su realidad de enormes distancias y grandes soledades, podía tener ocasión de tratar— estaban además de acuerdo, por lo general, en mofarse de un cazador y propietario de rebaños de renos que aspiraba a dedicarse a bobadas fútiles tales como escribir. Turi, por otro lado, no quería salirse del mundo de sus renos, osos y zorros polares, no tenía intención de pagar el precio que la escritura suele exigir a menudo, imponiendo por ejemplo a quien canta la vida marinera que deje la gorra de capitán y el mar para descender a tierra, si desea continuar describiendo esa vida.

Incluso tras la publicación de su libro (bien pronto traducido a varias lenguas), Turi continuó siendo lo que siempre había sido. Igual que otros autores —y entre ellos incluso alguno verdaderamente grande, como Alce Negro—, pertenece a ese tipo de escritores que, para expresarse, necesita, por lo menos en parte, de la voz y la pluma de otro, que les escucha y graba.

Turi sabía escribir y de hecho escribió él mismo su libro, interrumpiéndose sin embargo cada tanto para pedirle consejos y sugerencias a Emilie Demant, para explicarle algo que no conseguía decir con la suficiente claridad o ponerse —cuando se le cansaba la mano de escribir— simplemente a hablar y a evocar, lo que probablemente le gustaba bastante más.

Emilie Demant era una amiga inteligente y una estudiosa libre de arrogancias culturales, que sabía afrontar con humildad ese papel mayéutico y subalterno, sin dejarse tentar por la asunción en primera persona del papel de escritora ni condescender al pastiche, sino deseosa de hacer de comadrona a un escritor. Estas obras casi intermedias entre la literatura oral y la escrita, de las que nuestro siglo y también nuestros años han atesorado una rica experiencia, constituyen un capítulo fascinante de la historia del individuo que descubre en él una pluralidad de almas. Knud Rasmussen, hijo de un misionero danés y de una mujer esquimal y pionero de la cultura groenlandesa, cuando habla, en sus libros, de los esquimales dice a veces «nosotros» y a veces «ellos».

Turi carece de dudas de ese tipo, puesto que no le interesa la psicología sino la epicidad de lo real, donde las cosas simplemente son. Es un homérido y, como para todos los homéridos y para el mismo Homero, no tiene sentido preguntarse qué es lo que cree, qué dioses venera y qué dioses considera fábulas o cuál es su opinión. Lo mismo que en los encantadores dibujos que esbozaba para explicarle mejor a Emilie Demant las escenas que le contaba, también en su relato está la iglesia, con su cruz, y están los espíritus elementales que hacen guiños detrás de la iglesia; representa con la misma imparcial objetividad las astucias de los campesinos en perjuicio de los nómadas que las costumbres de los gigantes, los Stallos, o de los demonios, Uldas, que viven bajo tierra.

El suyo es el arte épico de nombrar las cosas, con absoluta inocencia: las mujeres que paren de pie o de rodillas, las ropas mojadas que hielan el sexo o el cuerpo entero, agarrotándolo como una estatua fúnebre, el lobo tan destructor como el fuego, el oso que copula con una muchacha que luego da a luz a un lapón de manos terminadas en garras, las sutilezas de las leyes que para los lapones, sus víctimas, representan una costra de niebla incomprensible, pero que él demuestra comprender bastante bien, los vados de los ríos que atraviesan los grandes rebaños de renos, la hilera de muertos que vuelan por el aire pero muy bajos, haciendo cimbrearse y susurrar a los arbustos, la noche de verano, el verde de la primavera que embriaga a los renos, oscuras historias de ritos o de juegos crueles, el dolor de los animales siempre acosados y exterminados, o escenas cómicas como la del lapón que quiere casarse y que, cuando el sacerdote le enseña la fórmula matrimonial que tiene que repetir, se enoja porque se cree que es el pastor el que quiere casarse con su novia.

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