El relato de aventuras, que desplaza la aventura cada vez más lejos —cada vez un poco más allá del horizonte de la experiencia concreta— y sanciona luego su fin, es uno de los primeros documentos de la crisis espiritual de la Europa moderna. Estos escritores, que parecen proporcionar tramas elementales y escenografías a la expansión del hombre blanco, reaccionan en cambio a un profundo malestar, a una desazón interior que busca la fuga y el olvido, no ya la afirmación heroica. Esa sensación parece trasladarse más tarde de los autores de novelas populares de aventuras a los grandes e inquietos narradores que se sirven exteriormente de esos esquemas para expresar un mundo complejo y turbado. Orientados casi todos, con modalidades extremamente diversas, hacia posiciones más o menos conservadoras —de Kipling a Conrad pasando por Jack London— los escritores (grandes, mediocres o insignificantes) que emplean las estructuras de la novela de aventuras son los portavoces de una escisión insanable: su sentido de lo heroico tiende a cero y a la vanidad, como en la historia de Kipling de
El hombre que quiso ser rey
, que no se sabe si atribuir a un relato verídico o al alucinante delirio de un loco que luego lo olvida de inmediato.
Charles Sealsfield es un maestro en ese arte de borrar las huellas tanto en su vida como en su obra. Eclesiástico en fuga de la Europa de Metternich tras haber colgado los hábitos, ya durante el viaje de huida esparce noticias falsas acerca de sus intenciones, las cuales si es verdad que sirven para desorientar a la policía, revelan también su gusto por los artificios literarios (cartas enviadas al objeto de que caigan en manos de las autoridades, salvoconductos falsificados, ambiguos contactos con funcionarios imperiales y logias masónicas). Si Charles Sealsfield es el seudónimo de Karl Postl, firma como C. Sidons su primera obra, los apuntes de viaje
Los Estados Unidos de Norteamérica
(1827). Además suele anteponer a muchos de sus libros, uniendo así un intento de especulación comercial a una oscura vocación al desdoblamiento, algunas cartas mistificadoras: en la novela
El legítimo soberano y los republicanos
(1833, que Sealsfield escribió también en inglés con el título
Tokeah o la rosa blanca
, 1829; otro de sus títulos es
El jefe indio
), un hipotético editor habla de un imaginario traductor de un todavía más enigmático autor americano del relato original, que en una presunta carta introductiva evoca una visita al presidente Monroe y el encuentro con un anciano jefe indio; en la edición americana del volumen se indica como fuente de la trama un relato oral trasmitido por un juez de paz del Mississippi. Semejantes recursos aparecen con insistente frecuencia en la producción de Sealsfield, que se escudó durante mucho tiempo tras el velo del seudónimo y además se hizo a menudo traductor de sí mismo, del alemán al inglés o a la inversa, hallando así una forma ulterior de modificar la perspectiva de sus obras. Acérrimo enemigo de la Santa Alianza, tuvo por lo demás inciertos contactos con Metternich y fue agente de José Bonaparte, que lo envió con una misión a Londres y por cuenta del cual trabajó en la redacción del
Courier des Etats Unis
, el periódico de los emigrados franceses de América; fue partidario —no exento de perplejidad— de Jackson y admirador de Jefferson. No sorprende que una de las biografías críticas fundamentales del escritor de las «muchas vidas» se titule
El gran desconocido
: la reconstrucción erudita de su biógrafo Castle se convierte en una novela dentro de la novela, mientras que el novelista termina por resultar a su vez una especie de personaje.
El más riguroso examen del itinerario de Sealsfield a lo largo de sus distintas etapas no logra disipar la obstinada oscuridad que envuelve al escritor ni sus contradictorias oscilaciones ideológicas; no logra proporcionar sobre todo una respuesta exhaustiva a la cuestión fundamental que plantea un autor de este tipo, esto es, a la que hace referencia al público al que pretende dirigirse. Nacido en Moravia en el año 1793 y muerto en Suiza en 1864, en continuo viaje entre Europa y América, Sealsfield se mantuvo siempre en vilo entre los dos mundos, como si buscara en una indefinida tierra de nadie entre la vieja Europa y el lejano Oeste una zona franca para su incertidumbre de apátrida cultural. Mientras que normalmente un escritor de aventuras se convierte en el divulgador de civilizaciones extranjeras en su propio país, presentándose como una especie de anticipado y fantasioso enviado especial, Sealsfield jugó esa carta —es decir, la carta del exotismo— en dos frentes a la par, describiendo sobre todo el Nuevo Mundo a los europeos, pero también Europa a los americanos. Como polemista político, que escribe con fervoroso compromiso moral sus primeros libros, dota de inmediato a su materia de una remota aureola, presentándola idealmente a lectores lejanos en el espacio: en 1827 escribe
Los Estados Unidos tal como son
, en 1828
Austria tal como es
y
Los americanos tal como son
. Con avisado y fantasioso oficio, Sealsfield consigue fundir el compromiso y la evasión: se las da de irónico exorcista en su propia tierra conforme a la gloriosa tradición que se remonta a las
Lettres persanes
y, al mismo tiempo, aspira a un público extranjero e incompetente que se deje encandilar por las sugestiones de lo peregrino y lo indemostrable. Si se insiste en querer localizar un ámbito determinado de lectores que estuviera presente en las intenciones de Sealsfield, podemos pensar en los emigrados alemanes del otro lado del océano, que aparecen con frecuencia en sus novelas y a los que están idealmente dedicadas
Las afinidades electivas germano-americanas
(1839). Ciertamente el punto de arranque de Sealsfield es el que representa su obra
Austria tal como es
, eficaz y violento panfleto contra el despotismo habsbúrgico inspirado en un liberalismo ilustrado que le había transmitido el filósofo Bernard Bolzano, profesor suyo en la Universidad de Praga, a la que asistió en la época de su pertenencia a la Orden.
Esa obra contiene ya los principales ingredientes ideológicos y literarios que aparecerán en sus trabajos sucesivos: el gusto por la escenografía, su preferencia por las descripciones suntuosas, el sesgo teatral del relato, la polémica antiabsolutista, un resentido anticlericalismo, su fascinación por el mundo aristocrático o su orgullosa afirmación de la libertad. Las especificaciones y atributos de esa libertad —a la que Sealsfield ensalza en un canto vertiginoso y consagra también un vigoroso elogio en
La pradera del Jacinto
— revelan sin embargo un carácter paradójicamente anarcopatriarcal que estará llamado a adquirir con los años una tonalidad cada vez más duramente autoritaria, tanto más autoritaria cuanto más preconizador se va haciendo del liberalismo.
A su pesar, Sealsfield desvelará el impulso conservador que latía en buena parte del liberalismo europeo anterior al 48. En la línea de la novela americana y de la novela india por entonces de moda, Sealsfield lleva a sus personajes hacia tierras desconocidas y salvajes, hacia horizontes ilimitados opuestos al sofocante enclaustramiento europeo y hacia sociedades antitéticas a la del viejo continente, como las tribus indias idealizadas por Chateaubriand. El coronel Morse que se pierde en la inmensa pradera recorre un itinerario mítico, el itinerario ulisíaco de quien se adentra por unas tierras y unos mares desconocidos en Occidente —un Oeste que, en la mitología americana, se trenza y se funde con el Sur como espacio simbólico de la aventura.
La pradera del Jacinto
, que Hofmannsthal incluyó en el año 1912 en una rigurosísima antología de la prosa alemana, asume explícitamente las cadencias del mito: el irreal y embriagador esplendor de la vegetación remite a un paisaje edénico, de Islas Afortunadas —evocadas por el recurrente motivo de las «islas de árboles» en un mar de hierba— cuya belleza es peligrosa y demasiado intensa hoy en día para el hombre de la civilización que se ha desgajado de ella desde hace milenios. La pradera —se dice expresamente— tiene «en común con el paraíso también esta característica: la fuerza de seducir y encantar los ánimos». La naturaleza es amenazadora no por el hecho de que sea maléfica, sino debido a que su magnificencia originaria ha sido cancelada hace demasiado tiempo de la conciencia del hombre. El espejismo de la montaña deslumbrante, casi como una reminiscencia del enloquecido vuelo dantesco, subraya y aumenta esa dimensión mítica de la temeraria aventura del coronel Morse. Se trata de uno de los temas preferidos de Sealsfield: análogos tonos los encontramos en Tokeah, en la cabalgata del americano por el bosque poblado de invisibles pieles rojas y en la marcha del marinero James Hodge, que se extravía y debe vagar durante días y más días por territorio indio. En este aspecto los personajes de Sealsfield son aventureros en el sentido arquetípico del término, guardianes de la vanguardia y la aventura en nuevas tierras; Morse es asimismo Robinson, y como Robinson se siente impulsado por su naufragio en la naturaleza a pensamientos religiosos, dirigidos a un Creador sin la menor mediación eclesiástica.
Pero las aventuras en un mundo sin gente —o por lo menos sin europeos—, puesto como ejemplo en una continua comparación con el mar, no ensalzan sino que más bien deprimen al individuo. Más agudo que muchos escritores de narraciones sobre tierras lejanas incluso mucho más grandes que él, Sealsfield intuye que el aventurero no huye de la sociedad, sino que la extiende y la propaga; sus héroes son más lúcidos que Calzas de Cuero, que cree huir del ruido del hacha y no sabe que lo precede y le abre el camino. Morse se salva saliendo de los círculos encantados de sus concéntricas cabalgatas en la pradera cuando llega a las casas, a los hombres, a la sociedad, cuando llega a un lugar donde la naturaleza ha sido vallada, talada y roturada y se ha convertido en propiedad. Para Sealsfield la aventura es la conquista por la posesión de tierra, la búsqueda del tesoro escondido, es decir, de la tierra; el que perece en esa lucha no es digno de compasión y quien obtiene el triunfo es siempre su digno merecedor. Sealsfield rechaza el absolutismo y el clericalismo de los regímenes europeos porque le parecen frenos tiránicos e hipócritas impuestos frente a la energía expansionista del individuo, o mejor, de las virulentas fuerzas sociales en ascenso. La democracia le parece, desde el principio, la cifra de ese espacio libre y amoral, mientras que América se le antoja el lugar en el que puede desarrollarse una lucha abierta; su democracia es pues una democracia de la desigualdad, ferozmente contraria a todo igualitarismo. La sociedad ansiada por Sealsfield es ciertamente una sociedad de hombres libres e iguales, pero no todos pueden ser considerados hombres con plenos derechos. El hombre, para Sealsfield, es el propietario; admira el pensamiento de Jefferson según el cual la dignidad civil nace con la posesión de la tierra, y funde esta ideología agraria americana con una tradición genuinamente alemana y sacro-romana-imperial, con la «filosofía normanda» proclamada en
La pradera del Jacinto
.
Desde sus primeros apuntes del otro lado del océano, Sealsfield describe magistral y apasionadamente la propiedad inmobiliaria: las plantaciones de Natchez, la tierra cultivable que se arrebata día tras día a la selva, la casa patriarcal de Murky y de Nathan, la «columnata dórica» del palacete sudista, el esplendor de la aristocracia agrícola, los jardines de magnolias o la exuberante y españolizada finca denominada El Paraíso. En la aristocracia sudista y su romanticismo literario, Sealsfield —que entre otras cosas fue significativamente acusado de haber plagiado a Simms, uno de los más populares cantores del Sur caballeresco— vio una síntesis de política y estética, es decir, un verdadero clasicismo. En Sealsfield perduraba todavía el antiguo principio orgánico e historicista que caracterizó al derecho común del Sacro Imperio Romano y fue afirmado en especial por Moser, el patriarca de Osnabrück. En base a dicho principio, la dignidad civil de la persona deriva no de su genérica y abstracta pertenencia al género humano (puesta de relieve por el derecho natural, el cristianismo y las legislaciones igualitarias y racionalistas), sino de su concreta individualidad histórica. El hombre que tiene derechos es sólo el hombre libre, y el hombre libre es históricamente el propietario autónomo e independiente; el esclavo no es persona y no tiene derechos. El despotismo que detesta Sealsfield es verdad que es el obtuso autoritarismo de los soberanos de las restauraciones, pero puede también ser el absolutismo ilustrado de un príncipe reformador o, en general, cualquier intervención de un Estado: para los
aristoi
, es un tirano cualquiera que atente contra sus antiguos derechos. En
La pradera del Jacinto
la ley, que condena al delincuente a la horca y al final le permite redimirse muriendo en batalla por la comunidad, es la ley del alcalde y de los ancianos de la aldea, explícita y desdeñosamente opuesta a la ley escrita que rige más allá de los bosques; Nathan el Squatter, prototipo del fundador de la sociedad americana, desdeña el papel, los códigos y tratados y administra él mismo la ley del pionero. La propiedad de la tierra es una premisa de la libertad: los jefes indios, se dice, pierden esta última porque han vendido su tierra a los blancos. En la novela mexicana
El virrey y los aristócratas
(1834), es la gran nobleza inmobiliaria criolla la que arrebata al virrey las garantías parlamentarias; el plutócrata Lomond establece una ecuación entre «libertad de la persona y seguridad de la propiedad»; el noble francés Vignerolles se convierte en un propietario de plantaciones en América tras haber escapado de la Revolución; el mismo Sealsfield se pronunció abierta y repetidamente contra el radicalismo, la anarquía y el socialismo, pues veía en todo ello amenazas a la libertad.
De estas tres amenazas, una, la anarquía, se convierte en un valor positivo cuando se perfila como anarquismo patriarcal, esto es, como tutela del absoluto dominio del patriarca-pionero-plantador sobre su propio trozo de tierra. El ideal republicano, absolutizado, se vuelve imperiosamente autoritario; el patriarca que desprecia a los soberanos es un autócrata democrático (W. Weiss) que no admite un evangelio ni unos derechos distintos a los de su propia libertad de pionero y al propio poder de
paterfamilias
. En América, Sealsfield creyó por un momento ver una nación compuesta total y únicamente por una minoría elitista, identificada a su vez con los «normandos» que celebra en
La pradera del Jacinto
, es decir, con un componente fundamental anglogermánico. La utopía de esa sociedad que coincide con su élite se hace añicos en cuanto se organiza en formas estatales y estructuras económicas, degradándose en la «Mobocracia» de la plebe y la burguesía capitalista. Los pioneros pueden ser fundadores de un estado sólo a condición de estar libres de las paralizadoras leyes del estado constituido. Su justicia acepta el linchamiento y el juicio sumario; el rudo tribunal de ancianos —que por supuesto juzga con un sentido de la justicia demasiado subjetivamente recto y con una gravedad bíblica— es la trasposición de la Santa Vema a suelo americano, y se puede convertir más pronto que tarde en el Ku-Klux Klan.