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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

Utopía y desencanto (12 page)

BOOK: Utopía y desencanto
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No cabe duda de que hay en Sealsfield un poderoso sentido arcaico de la justicia, pero el arcaísmo se manifiesta en su lado bárbaro; Sealsfield tiene el mérito de desmitificar de antemano la idealización del rudo
westerner
y de mostrar cómo la rudeza no puede coincidir con la remisa delicadeza sentimental inventada por el mito del Oeste. La justicia del alcalde, de Nathan o del squire democrático Copeland en
Tokeah
, es la predilecta de don Quijote y de Borges, y según ella «no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yendóles nada en ello»: para los miserables léperos
[1]
mexicanos no hay sitio en esa justicia. En lo tocante a los negros, es natural que Sealsfield sea filoesclavista: ya sea porque la esclavitud es la premisa indispensable del clasicismo agrario, o bien porque los negros no cuentan con una tradición de libertad —propiedad, no son por tanto individuos sino masa confusa e indistinta. Con una genialidad anticipadora, Sealsfield les reconoce a los negros una única arma de sublevación y amenaza, la sensualidad con que las prostitutas mulatas subyugan, en su aislada cabaña-prostíbulo, al
gentleman
blanco.

Fuera de este episodio, el universo de Sealsfield es un universo sin sexo, un idilio sudista y caballeresco del que han sido suprimidas las pasiones e incluso la música, irracional e inquietante. Otro enemigo de ese mundo es el dinero en su forma de móvil capital financiero. El comercio y la industria destruyen el
otium
del aristócrata habsbúsgico convertido en plantador americano; en la novela
Morton o el gran viaje
(1835) el capital aparece como una oscura conjura mundial y en las
Afinidades electivas germano-americanas
los mecanismos de las altas finanzas se perfilan como una misteriosa potencia. El supersticioso afán de dinero transforma el paisaje urbano de la metrópolis burguesa en un desierto siniestro y maléfico: Londres resulta menos fiable y más peligrosa que una selva, o mejor aún, se convierte en una segunda naturaleza igualmente incontrolable e inhumana. El romanticismo sudista lleva a cabo, como el alemán, una cancelación del problema económico; remitiendo a la tradición agraria jacksoniana y jeffersoniana, Sealsfield intenta invertir el desarrollo capitalista moderno haciendo que el movimiento comercial —industrial refluya en la estaticidad de la posesión inmobiliaria: los personajes que se dedican, de alguna forma, al comercio o a la industria lo hacen con el objeto de acumular capital para invertir, conforme a la utopía goethiana, en la adquisición de tierra.

Es evidente que Sealsfield enlaza aquí con el Goethe del
Meister
que, teniendo precisamente en la cabeza la utopía americana, acomete —según las palabras de Giuliano Baioni— «la exorcización del demonismo del capital burgués que se purificaba y se sublimaba en el inmóvil sosiego de la propiedad inmobiliaria de la aristocracia». La nobleza tendría que desempeñar también para Sealsfield la función de conservar la dimensión estética, reconciliándola con el elemento económico y garantizando así la supervivencia de los valores humanísticos tradicionales que sufren el acecho de la deshumanización industrial. Si Sealsfield no tiene ciertamente la amarga autoconciencia goethiana de la precariedad de una análoga utopía político-pedagógica, sí padece sin embargo del reverso de una mortificante y mortificada censura autorrepresiva: su clasicismo lleva a cabo también una completa represión del eros, cuya fuerza centrífuga se transfiere a la amenazadora masa de los esclavos negros.

El clasicismo agrario revela bien pronto su carácter de bárbara opresión de los demás y de sí mismos; ese sustrato de arcaica falta de piedad recubierta de humanismo caracterizará siempre —y caracteriza también hoy— a las polémicas tradicionalistas llevadas a cabo contra la civilización industrial en nombre de nostalgias rurales: la nostalgia de pureza para sí mismos implica la nostalgia de esclavitud para los demás y no por casualidad el Virgilio de Broch proclamará, precisamente en nombre de su incontaminado y no instrumentalizado amor a los campos, la necesidad de que la nueva poesía brote entre las piedras de la ciudad y no sea la consoladora ficción bucólica de un idilio pretérito sino el intrépido canto de la verdad presente, por muy áspera e hirsuta que ésta pueda ser. Por supuesto que Sealsfield representa el mundo agrario bajo una luz de armonía patriarcal: en el
Libro de la cabaña
(1841) insiste por ejemplo en los intensos lazos afectivos que existen entre los blancos y los negros, entre los paternales e ilustrados amos y los cariñosos y sabios siervos que los tratan con familiar confianza.

Como otros escritores reaccionarios que vendrán después de él, Sealsfield une a su menosprecio de los negros, por muy paternalista y afable que sea, un profundo respeto hacia los indios, civilizaciones solares de amos libres de tierras ilimitadas. En realidad el mundo indio resulta, en especial en
Tokeah
(y en su primera redacción,
Canondah
), una metáfora y una trasposición del mundo caballeresco sudista abocado a la extinción. Los indios de
Tokeah
son intrépidos en la batalla, taciturnos y solemnes en los gestos cotidianos, virtuosos en las costumbres y respetuosos con la palabra dada, despiadados en la guerra y las venganzas. Mientras que la opinión común americana representa a menudo a los pieles rojas como unos bárbaros sedientos de violencia feroz y carnal, Sealsfield los pinta —inspirándose en los frescos históricos de Walter Scott— como castos y píos caballeros antiguos, rodeados del halo de un melancólico crepúsculo. El mundo indio está retratado la mayor parte de las veces en el momento en que es objeto de la traicionera agresión de los blancos: el pirata franco-criollo Lafitte arrasa una aldea dormida, la dulce Canondah es asesinada por los blancos durante su noche de bodas y aparece muerta entre los brazos del marido El Sol
[2]
, jefe de los pawnee; la caballería del virrey mexicano extermina a un reducido grupo de pieles rojas que se había detenido ilegalmente en la plaza.

«En el mundo de Sealsfield el indio es el verdadero aristócrata: es Tokeah, el guerrero traicionado y decepcionado que se niega a tratar con Lafitte cuando descubre que éste no es un jefe de su gente sino un saqueador y un mercante de armas. El piel roja es el único que quiere ser solamente el mismo». Los aristócratas blancos ceden casi siempre al compromiso y a la ambigüedad como San Yago en el
Virrey
: terminan por transformarse paradójicamente en mercantes, para desvelar algunos rasgos del odiado burgués capitalista, al que pertenece el futuro. Por el contrario, a Tokeah y a su estirpe les pertenece el pasado: se dirige en peregrinación a la morada de sus antepasados para recoger los restos de sus huesos y llevárselos consigo en la huida a la que le fuerza el avance de los europeos, en un lúgubre y sentimental paisaje nocturno de inspiración ossiánica, como ha puesto de relieve Gabriella Rossetto en una tesis que constituye el mejor trabajo de conjunto sobre el escritor. La nobleza emigra al reino de las sombras, como los fantasmas del Sur; el gusto de Sealsfield por la oratoria india, de la que ofrece extraordinarios ejemplos, está calcado de un culto y una afición por la elocuencia muy vivo, según cuanto ha subrayado Claudio Gorlier, en el «disfraz clasicista» de la cultura del Sur.

Igual que en la mitología americana de Cooper, también en la de Sealsfield los pioneros buscan una identificación o por lo menos una simbiosis con los pieles rojas. Tokeah salva y adopta a Rosa, la muchacha blanca que se cría con su hija Canondah; Nathan y su familia heredan del bosque la fuerza y el orgullo indio, y también características físicas y comportamentales; muchas de las características de los animales parecen transferirse a los tramperos que los mataron, obedeciendo a esa «relación directa de sangre» que se establece en el mito de la frontera entre cazador y cazado (Claudio Gorlier). En la figura de Calzas de Cuero —blanco indianizado— y el retrato de su relación con Chingachgook, Sealsfield va más allá de la simbiosis blanco-india trazada por Cooper: rompe el tabú del incesto racial, hasta entonces sólo sorteado simbólicamente a través del tema de la amistad, y escribe en
Christophorus Bärenhauter
(1834) la historia de Jemmy, la mujer blanca que se casa con el jefe de la tribu, después de haber sido la mujer de Christophorus, y se convierte en una reina de los indios. A partir de este momento Sealsfield se hace cronista y narrador de una peripecia que determina el final de la aventura propiamente dicha en su sentido más verdadero: sus pioneros de los bosques y sus jueces de la pradera, como Nathan o el alcalde, talan los bosques y acosan a los indios, echan a perder aquel espacio vacío que se presentaba al individuo como alternativa a la sociedad.

El hombre de la frontera, que rehuye la civilización burguesa europea, es el precursor del plantador que a su vez antecede al burgués capitalista y plebeyo: el círculo se cierra con una vuelta al punto de partida, a una condición de estaticidad y de inercia; la anarquía aventurera restaura el orden inmóvil que había creído romper y redimir. Rapsoda del mito de la frontera, Sealsfield comprendió a fondo su inanidad y contradicción, semejantes a las cabalgatas en redondo que Morse lleva a cabo en
La pradera del Jacinto
creyendo seguir en la hierba las huellas de otros jinetes que le conducirán a una meta liberatoria y estampando en cambio sin darse cuenta las suyas, que le llevan siempre al punto inicial. Sealsfield resulta de esta forma un escritor de frontera exento de mito: del mito siente sólo su privación, con una conciencia inquieta que le impulsa, como vio Ernst Alker, a una nostalgia de paz modesta y apartada.

Sealsfield se atarea entonces en colmar ese vacío interior con todos los recursos de su oficio y de la retórica, con una diligente y recargada profusión de datos, noticias, pormenores o tópicos de la tradición de la frontera. Sus páginas se hacen eco, con esa finísima agudeza sensorial que subrayó Ladislao Mittner, de las fanfarronadas y bravuconerías a la Davy Crockett, del «humorismo hiperbólico» (Gorlier) que rodea a la muerte cómica y picaresca de Asa Nollins entre las balas y los jamones, del brusco ritmo coloquial del relato oral, las tipificaciones estereotipadas de los personajes estándar o la jerga angloindia de los pioneros. Presentándose como el narrador decimonónico que distribuye, como decía Benjamín, informaciones y consejos, Sealsfield atesta sus novelas de relaciones detalladas acerca de la construcción de las canoas indias, los alimentos o atuendos de las diversas tribus, la provisión de los téjanos asediados por los mexicanos o la decoración de toscas cabañas o exquisitos palacetes; estas noticias eran por lo demás a menudo de segunda mano, sacadas de almanaques o de relatos ajenos, y el catálogo minucioso del viajero esconde las inverosimilitudes más chabacanas ya denunciadas en su día por Cooper, las cifras más improbables, las plantas y las floraciones más refractarias a los ciclos de las estaciones y a la localización geográfica, los colores más suntuosos y excitantes. Gabriella Rossetto ha hablado de una dilatación de las formas reales, de un «abrazo predador» del mundo y «un delirio fantástico y cromático», de un «sueño opiáceo» que se lleva por delante las cosas en una orgía de colores tropicales.

La pradera del Jacinto
es un soberbio ejemplo de esa fantasía colorista que transforma el mar de hierba en un inmenso invernadero exótico y presta las nítidas e irreales imágenes de las luciérnagas azuladas y los perfiles de los arbustos recortados contra el cielo del atardecer al febril desvarío del jinete agotado por el ayuno, el cansancio y el miedo. Los colores de Sealsfield se parecen a las figuras retóricas que imprimen a su invención y a sus palabras una carga acumulativa y amplificadora: hipérboles, sobrecarga de adjetivos y de superlativos, repeticiones o antítesis (A. B. Faust). El aventurero se encuentra en un espacio vacío que su acción no puede llegar a colmar, o bien puede llenar sólo negativamente, transformándolo en una prisión; es el espacio vertiginoso de la pradera, que apabulla y aturde porque el pionero que se adentra en él comprende de pronto que no es más que el explorador del burgués, que vendrá después de él y lo suplantará. El escritor orgulloso siente entonces cómo se restringe y se frustra entre sus manos el espacio épico, la auténtica «apertura» necesaria a sus personajes, y se afana por expandirlo artificiosamente y atiborrarlo de hechos, datos y movimientos.

Honesto y expresivo artesano del relato, Sealsfield se da cuenta de que la naturaleza se sustrae a toda descripción realista y sólo es susceptible de ser evocada oblicuamente, por medio de la alusión lacónica e inexpresada, si aspira a situarse en la página como un verdadero paisaje poético y no como una tarjeta postal. Sabedor de que no poseía ese arte de la alusión y el sobreentendido y de que no podía aventurarse en la difícil poesía del discurso indirecto, Sealsfield sabe por otra parte renunciar a la árida acumulación y a la pretendida fidelidad realista y se abandona a un tiovivo de metáforas y sentidos figurados que, revelando su incapacidad para captar el meollo de los objetos naturales, consiguen sin embargo expresar su intensa emoción ante la inmensidad del mundo que su escritura no puede apresar. Su prosa asedia y rodea las cosas, girando en torno a ellas como en un remolino para captarlas, y recurre a un continuo intercambio analógico y metafórico.

Sealsfield representa casi siempre un objeto a través de otro: si quiere describir por ejemplo la pradera la compara con el mar, si quiere reflejar una ciénaga la hace semejante a un inmenso cobertizo donde la luz se apaga dando lugar a una bruma cenagosa, si quiere hablar de las flores habla de gemas y piedra preciosas; sus tintas se decoloran siempre violentamente, en una fase de dinámica transición de un matiz al otro. La hipérbole y el sentido figurado sustituyen, no sin un fuerte sentimiento de la irreductible alteridad de lo real, a la representación orgánica. Sealsfield va siempre en busca del movimiento, conseguido a menudo con efectos de incisiva eficacia: movimiento de batallas captadas pormenorizadamente tanto en la desenvoltura de conjunto de las acciones bélicas como en los detalles concretos encuadrados en fulmíneos primeros planos, con un sentido casi cinematográfico de la relación siempre dinámica que se establece entre la figura humana y el paisaje de fondo continuamente movido y fugitivo, acercado y alejado por los desplazamientos del objetivo.

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