Authors: David Wellington
Caxton miró los candados. Todas las puertas que veía tenían un candado pesado: algunos funcionaban con combinación, con cifras de color lila o amarillo, y otros con llave. ¿Estaría Arkeley dentro de uno de esos trasteros?, se preguntó. ¿Sería su guarida? Tal vez se lo encontrara colgado del techo por los pies, como un murciélago gigante.
Esa idea estuvo a punto de provocarle una risita. Los vampiros y los murciélagos no tenían nada en común. Los murciélagos eran animales, organismos normales, naturales, que merecían mucho más respeto del que recibían. Los vampiros eran... monstruos. Nada más.
Examinó todas las puertas para ver si había alguna sin candado. Ni siquiera los vampiros eran capaces de encerrarse con candado desde el interior de un trastero. Caxton recorrió la hilera de puertas con la mirada, una a una, hasta el final, donde empezaba otro pasillo. Iba contando los candados mentalmente: un candado, dos candados, tres candados. Cuatro candados. Otro candado. Hasta que... ahí estaba. Casi al final de todo había una estrecha puerta sin candado.
Seguramente no sería tan fácil pero, de todos modos, tenía que comprobarlo. Avanzó lentamente hacia el final del pasillo, con la espalda pegada a la pared y el arma alzada y a punto. Sus zapatos chirriaban de forma casi imperceptible al pisar el suelo de cemento sin pulir. Cuando llegó a la puerta sin candado, se colocó a un lado y descorrió el pestillo con la mano izquierda. La puerta traqueteó y las bisagras chirriaron cuando ésta se abrió. Nada salió disparado.
Caxton dio media vuelta sobre sus talones y se plantó frente al trastero. Quitó el seguro de la pistola. Echó un vistazo en el interior y se dio cuenta de que estaba vacía. No estaba cerrada con candado porque nadie había alquilado ese trastero en particular, nada más.
Caxton respiró hondo. Pero la respiración se le cortó de golpe al oír una risa escandalosa que recorría el pasillo de un lado a otro y reverberaba en las puertas, que vibraban sujetas en sus bisagras. Caxton dio un par de vueltas sobre sí misma, incapaz de determinar de dónde provenía aquella risa, y...
Al otro extremo del pasillo, junto a los ascensores, distinguió una lívida figura inmóvil en la sombra, entre dos lámparas. Era alta y tenía una cabeza redonda, sin pelo, de la que sobresalían dos orejas largas y triangulares. Tenía la boca llena de varias hileras de dientes largos y repugnantes. A Caxton se le paró el corazón, pero entonces, al ver que el vampiro sostenía una pistola, éste multiplicó sus latidos.
A Caxton todo le dio vueltas y eso le impidió reaccionar durante un segundo decisivo. Los vampiros no llevaban pistolas. Jamás. No las necesitaban. En Gettysburg, había visto cómo un solo vampiro se cargaba a varias brigadas de la Guardia Nacional provistas con rifles de asalto. Sus zarpas y, sobre todo, sus dientes eran las únicas armas que necesitaban.
Caxton, que se había olvidado de que tenía la Beretta en la mano, se quedó mirando la pistola del vampiro mientras éste la alzaba y apuntaba hacia ella. Se agachó justo a tiempo cuando aquel dedo lívido apretó el gatillo.
Sin saber muy bien cómo, tuvo el instinto de rodar hacia un lado y esconderse detrás de la puerta abierta del trastero vacío. Los proyectiles se incrustaron en la puerta y describieron cientos de trayectorias que impactaron finalmente en la pintura blanca de las paredes. Cuando su oído se recuperó de la explosión del disparo, Caxton oyó los pies desnudos del vampiro avanzar sobre el suelo de cemento, corriendo hacia ella. Entonces se metió en el trastero y cerró la puerta.
«Qué idiota», pensó.
Acababa de cometer una estupidez tremenda. No tenía salida, y la puerta no se podía cerrar por dentro. Ésta, además, no supondría ningún obstáculo para un vampiro, especialmente uno que acababa de matar a dos hombres en el vestíbulo. Los vampiros eran siempre muy fuertes y casi inmunes a las balas, pero su fuerza crecía exponencialmente después de beber sangre.
Caxton empezó a andar hacia atrás, palpando con una mano, hasta que llegó al final del trastero, y levantó la pistola ante ella. Tal vez cuando el vampiro abriera la puerta para lanzarse a por ella tendría una oportunidad y podría disparar a ciegas, con la esperanza de darle en el corazón, su único punto débil. Si le disparaba en cualquier otra parte, las heridas sanarían casi al instante. Todas las balas de su pistola no le servirían ni para aplazar unos segundos lo inevitable.
Apuntó el cañón de la pistola hacia la puerta. Apuntó más o menos a la altura de su corazón y entonces levantó el arma unos veinte centímetros. Arkeley era más alto que ella, se dijo. Arkeley...
La imagen del vampiro le había quedado grabada en la retina. No podía quitárselo de la cabeza: lo veía allí de pie, al fondo del pasillo, apuntándole con la pistola. Sujetándola con las dos manos.
Todas las heridas que los vampiros recibían después de regresar de entre los muertos sanaban, pero en cambio arrastraban para siempre cualquier herida que hubieran recibido siendo humanos. Al vampiro Arkeley seguirían faltándole los dedos de una mano. Y ese vampiro tenía diez dedos, lo que le venía muy bien para sujetar la pistola. «Mierda», pensó Caxton.
«No es él.»
No era Arkeley. Caxton no había sido capaz de procesar aquella información mientras el vampiro le disparaba, pero mientras esperaba a que entrara en aquel trastero para matarla ya no podía seguir negándolo. Fuera quien fuese ese vampiro, hubiera sido quien hubiese sido, no se trataba de su mentor.
Lo que no hacía más que empeorar las cosas.
Los vampiros disponían de una única forma de reproducción, que requería el contacto visual. Había tan sólo dos vampiros en todo el mundo capaces de transmitir la maldición: Arkeley y Justinia Malvern, un viejo cadáver decrépito del que Arkeley no se separaba nunca. Si los dos habían empezado a crear nuevos vampiros, si Arkeley se había convertido en un Vampiro Cero...
La puerta vibró ante ella. Caxton se armó de valor y asió la Beretta con más fuerza. Iba a disparar en cualquier momento, cuando le pareciera que tenía más posibilidades. Pero primero iba a dejar que el vampiro abriera un poco la puerta.
La puerta volvió a vibrar. Oyó un chirrido metálico y supo lo que había sucedido al instante. El vampiro no iba a abrir la puerta, sino que había colocado un candado en el pestillo y la había encerrado allí dentro. Debía de llevar uno en el bolsillo, por si se daba el caso.
Fuera quien fuese, era listo. Más listo que ella, según parecía. Caxton se maldijo. Uno no debía meterse nunca en un lugar que tan sólo tenía una salida, he aquí otra de las cosas que le había enseñado Arkeley. Debería haberlo recordado.
—¿Quién eres? —gritó entonces—. ¿Vas a matarme o qué?
En el fondo no esperaba que respondiera, y el vampiro no lo hizo. Aguzó el oído mientras su voz resonaba en las paredes metálicas del trastero, intentando detectar cualquier ruido que revelara que el vampiro se encontraba al otro lado de la puerta. No oyó nada.
Entonces, al cabo de un momento, volvió a oír aquellos pies descalzos sobre el cemento. Se estaban alejando.
—¡Joder, joder! —susurró.
¿Se estaba largando? A lo mejor los refuerzos habían llegado ya y el vampiro huía de la escena del crimen. No podía permitir que eso sucediera, no podía dejar escapar al vampiro. Cada vampiro vivo significaba varias noches en vela mientras lo perseguía. Siempre había sentido compasión por Arkeley, por cómo su cruzada imposible había ido devorando su vida. Se había pasado más de veinte años intentando extinguir a los vampiros para terminar fracasando por completo. Y, no obstante,
Caxton empezaba a entender qué lo empujaba con tanta vehemencia. Empezaba a entender que a veces no tienes otra opción y que los acontecimientos te arrastran, independientemente de tu voluntad. Si podía cargarse a aquel vampiro, y a Arkeley, y a Malvern (todos los vampiros de los que conocía su existencia), si lograba acabar con todos, podría parar. Pero hasta ese momento sólo podía seguir luchando.
Tenía que haber algo que ella pudiera hacer. Miró las paredes a su alrededor, pero estaban hechas de planchas metálicas reforzadas. Nunca iba a poder salir de allí a patadas. La puerta encajaba perfectamente en el marco. No iba a poder abrirla, no iba a poder meter los dedos por una grieta y empujar.
Entonces levantó la vista.
Las paredes de los trasteros no llegaban hasta el techo, donde había una abertura de unos cincuenta centímetros. El techo del trastero era una simple rejilla de alambre. La rejilla estaba muy alta, pero a lo mejor (a lo mejor) lograba colgarse de ella de un salto.
Guardó la Beretta en la pistolera (con el seguro puesto, naturalmente), se frotó las manos y dio un salto. Logró arañar la rejilla con los dedos, pero no pudo colgarse. Lo intentó otra vez, pero en esta ocasión ni siquiera llegó a tocarla. «A la tercera va la vencida», se dijo, y dobló las rodillas.
Los dedos de la mano izquierda se colaron entre los huecos de la rejilla. Cerró el puño instintivamente y cayó de espaldas al suelo... no sin antes romper la rejilla. Esta le desgarró la piel y pronto tuvo los dedos cubiertos de sangre. La rejilla cedió con un ruido ensordecedor, y Caxton tuvo un agujero sobre su cabeza por el que probablemente podría colarse. Cogió un trozo de alambre que colgaba con la otra mano y empezó a trepar, palmo a palmo. Notaba como si los dedos se le estuvieran haciendo jirones, pero no le quedaba otra opción. Tenía que salir de allí.
Se le heló la sangre al oír la voz del vampiro en el pasillo.
—¿Qué haces ahí dentro? —preguntó éste con una risita.
Aquella voz la desconcertó bastante. No se parecía a la voz de la llamada que la había conducido al centro de autoalmacenaje. Era menos gutural, menos... inhumana.
No se molestó en responder. Siguió subiendo hasta llegar a lo alto de la pared del trastero. Desde allí veía el trastero de la derecha; estaba ocupado por un montón de cajas de cartón, unos esquís y varias cajas de leche llenas de discos de vinilo. Desde su posición podía descolgarse hasta el pasillo, aunque allí estaba esperándola el vampiro, al que el escándalo que había montado para subir hasta allí había puesto en alerta. Los vampiros tienen unos reflejos mucho más sofisticados que los humanos, por lo que su tiempo de reacción es mucho menor. Intentar atacar a uno desde arriba era poco menos que un suicidio.
Pero no había otro modo. Se asomó ligeramente por el borde del trastero y vio la cabeza calva del vampiro debajo de ella. Estaba apoyado en la puerta del trastero vacío, con una de sus orejas triangulares pegada a ésta y una mano enorme, como una zarpa, sobre el blanco metal.
Caxton desenfundó la pistola... y saltó. Sin pensárselo. Le cayó encima de los hombros y el vampiro se dio de bruces con el suelo, con Caxton sobre la espalda. Ésta quitó el seguro y disparó en el mismo gesto, sin apuntar. La bala desgarró el hombro del vampiro y salieron volando varias esquirlas de hueso. Sin embargo, al darse cuenta de su error, al darse cuenta de que no había atinado en el corazón, levantó el brazo y le golpeó la mandíbula con la pistola.
Los colmillos del vampiro salieron volando por el impacto. Éste empezó a atragantarse y a toser, hasta que finalmente escupió los colmillos rotos, que dejaron a la vista unos dientes blancos normalísimos. Caxton se quedó mirando aquellos ojos azules, presa del asombro, y en aquel preciso instante vio el reluciente pelo ralo que le crecía en la cabeza.
—La madre que me parió —dijo. Agarró una de aquellas orejas puntiagudas y se la arrancó de un tirón. Era de goma.
Fuera había una unidad del SWAT, oculta en la nieve, con sus potentes rifles apuntando hacia las puertas de cristal del vestíbulo. Los punteros láser azules y rojos bailaron sobre los ojos de Caxton, que parpadeó un momento.
—Muévete, capullo —dijo y sacó al sujeto a la calle de un empujón.
Este gimoteó al notar cómo los huesos rotos del hombro chocaban entre sí. Los miembros del SWAT se relajaron visiblemente al ver que iba esposado, pero no abandonaron la posición de alerta hasta que Caxton dio la orden.
—Glauer —exclamó, y el policía grandullón se acercó cogiendo desde la parte trasera del edificio, donde había estado vigilando la salida de incendios. «Buen soldado», pensó—. Glauer, pida una ambulancia. Éste está herido.
Glauer le dirigió una mirada de asombro. El trabajo de la USE no era arrestar vampiros y mucho menos ofrecerles atención médica. Su misión era exterminarlos.
—Es un impostor —explicó al tiempo que le arrancaba la otra oreja de plástico al sujeto. Debajo apareció una oreja normal y corriente, redonda, del color de la piel humana. Tenía que admitir que el tipo había hecho un buen trabajo. Con poca luz, ni siquiera ella había sido capaz de distinguirlo de un vampiro de verdad.
Aunque debería haberlo hecho. Los vampiros de verdad eran criaturas antinaturales. Si te acercabas a ellos, percibías el frío de sus cuerpos y se te ponía de punta hasta el vello de los hombros. Tenían un olor característico, bestial. No había impostor capaz de fingir eso y ella se habría dado cuenta si no hubiera perdido la calma. Pero sus ganas de encontrar a Arkeley y terminar su trabajo la habían llevado a cometer un grave error. ¿Y si lo hubiera matado? ¿Y si le hubiera descerrajado tres tiros en el corazón, sin más?
El impostor había matado a dos personas y luego había disparado contra un agente de policía al cargo de una investigación criminal. Si Caxton lo hubiera matado, todo eso habría bastado para ahorrarse la cárcel. Sin embargo, a pesar de que lo que había hecho se acercaba bastante a un «uso justificado de la fuerza», y aunque la investigación policial interna la absolviera, no habría tenido forma de evitar una demanda civil si la familia del chaval hubiera decidido que se había empleado una violencia excesiva.
La Unidad de Sujetos Especiales era una unidad de nueva creación. No sobreviviría si había denuncias contra ella (ni a errores estúpidos como aquél), y sin ella los habitantes de Pensilvania iban a estar en peligro. Todo el mundo iba a estar en peligro, de hecho. No podía cagarla de aquella forma.
Glauer llegó con su coche, un coche patrulla con el logo de la USE pintado en el capó. Era su único coche oficial. Caxton lo ayudó a meter al impostor en uno de los asientos traseros y le empujó la cabeza para que no se golpeara con el marco de la puerta. Iba a quedarse allí hasta que llegara la ambulancia.