Authors: David Wellington
Jameson y Raleigh soltaron al unísono un grito de sorpresa y de rabia. Raleigh salió despedida hacia delante, cayó con los brazos alrededor del cuello de su padre y se derrumbó contra su pecho al tiempo que se abría un boquete en la parte trasera de su chaleco, entre la columna vertebral y el omóplato izquierdo. Una nubecita de vapor blanquecino acompañada de fragmentos de fibra de Twaron y esquirlas de hueso salió de la herida.
Raleigh se fue derrumbando lentamente hasta quedar reducida a un amasijo informe en el suelo. Tenía los ojos muy abiertos y sus manos se movían espasmódicamente. Empezó a temblar tanto que Caxton tardó un momento en darse cuenta de que la placa metálica estaba combada hacia fuera; la bala de teflón le había atravesado el cuerpo y había estado a punto de perforar también la placa.
Jameson se miró el pecho. También él tenía una mella en la cobertura de nailon del chaleco, aunque en su caso estaba ubicada en el lado derecho, donde no podía hacerle ningún daño. Levantó los ojos y su mirada se cruzó con la de Caxton. La observó con la boca entreabierta, con gesto furioso. Caxton notó cómo el cerebro del vampiro intentaba penetrar en el suyo a través de sus ojos, como un tren desbocado entrando en un túnel, pero ya sujetaba con la mano el amuleto que llevaba colgando del cuello. Este le quemó la palma durante un instante y Jameson desapareció de su mente, obligado a renunciar a su ataque mental.
El vampiro se tambaleó como si le acabara de propinar un bofetón.
Caxton aprovechó aquel momento de confusión y terror para retroceder y dar un paso hacia la galería a sus espaldas. Se tambaleó un instante, pues no osaba darse la vuelta y perder a Jameson de vista. Entonces, al ver que éste se erguía y se disponía a abalanzarse contra ella, Caxton se detuvo, alzó la Beretta y le apuntó al corazón.
—¡Pero si Raleigh había vaciado el cargador! —gruñó—. ¡Lo he oído!
—¡Es un nuevo modelo! —respondió Caxton, intentando mantener la serenidad—. Con un cargador de más capacidad.
La Beretta 92 que había llevado desde su primer día como agente estatal tenía un cargador con capacidad para quince balas. Jameson la había visto un millón de veces cuando trabajaban juntos y había asumido que seguiría usando la misma arma. Pero la nueva pistola tenía diecisiete balas.
Jameson asintió lentamente, como si por fin hubiera logrado impresionarlo, a lo mejor por primera vez.
—Pero creo que ahora ya está vacía.
—A menos que hubiera cargado una bala en la recámara antes de venir hasta aquí —respondió Caxton sin dejar de apuntarlo al pecho—. Eso habría sido lo más inteligente, ¿no crees?
Antes de conocer a Jameson, Caxton no se había enfrentado nunca a un vampiro y se había acostumbrado a llevar siempre una bala en la recámara. Eso significaba que, en cuanto desenfundaba la pistola, estaba preparada para disparar sin tener que montarla antes.
Jameson, en cambio, nunca había llevado el arma cargada. Le había dicho que eso era como conducir sin el cinturón de seguridad puesto. Se había incorporado al cuerpo de policía mucho antes que ella, cuando las armas de poco calibre aún se disparaban accidentalmente. Eso ya no sucedía casi nunca, pero Jameson había sido siempre patológicamente precavido.
Lo que Jameson no sabía (ni tenía por qué saberlo, si de Caxton dependía) era que ella lo había admirado tanto que había querido imitar todos sus movimientos y trucos. Por eso ya nunca llevaba una bala en la recámara. Había perdido el hábito.
La pistola estaba completamente vacía.
—Lo más inteligente —dijo él y dio un paso a un lado. Sin embargo, tenía unos pies tan ligeros que pareció que resbalara por el suelo, como si llevara patines—. ¿Ahora te dedicas a hacer lo más inteligente? Porque lo inteligente en este caso sería haberme disparado ya en lugar de estar charlando.
Entonces saltó y, sin esfuerzo aparente, su cuerpo salió propulsado por los aires, enorme y poderoso, hacia ella. A Caxton no le habría servido de nada intentar apartarse, pues Jameson era demasiado rápido. En lugar de eso, dirigió la pistola hacia el vampiro como si fuera una navaja y apretó el gatillo al tiempo que se inclinaba hacia atrás. Jameson levantó los brazos para cubrirse la cara en un gesto instintivo y erró el ataque por pocos centímetros. La pistola no había disparado (el gatillo ni siquiera se había movido), pero el vampiro había dudado un instante y eso había permitido a Caxton sobrevivir al ataque.
Si quería seguir viva, tenía que correr.
Y corrió.
Caxton sabía que había ganado como mucho uno o dos segundos. Jameson no iba a quedarse llorando la muerte de su hija, por lo menos no hasta haber acabado con Caxton, y tampoco iba a darle otra oportunidad para que se burlara de él.
Sabía también que Jameson no saldría tras ella en persona, por lo menos no en un primer momento. Primero mandaría a sus siervos. Era una vieja táctica de los vampiros, una de las muchas que Jameson había estudiado cuando estaba vivo y se enfrentaba a ellos. Desarmada y casi asfixiada, débil y sola, Caxton le había demostrado que era peligrosa cuando la acorralaban. Los siervos se encargarían de hostigarla y agotarla, e incluso de herirla. Sería entonces cuando él haría su entrada triunfal para acabar con ella.
Sin embargo, y aunque no le quedaran balas, Caxton no estaba del todo indefensa. Sin dejar de correr, se sacó la porra del cinturón y la abrió en toda su extensión. Llevaba también consigo su colección completa de juguetes de policía, algunos más útiles que otros.
A medida que corría, iba dejando atrás numerosas galerías; algunas soltaban vapores calientes, otras estaban vacías y frías. Todas resultaban de lo más tentadoras, pues en aquel pasillo tan bien iluminado se sentía desprotegida y vulnerable. Pero antes de alejarse del pasillo central, sabía que necesitaba recuperar el aliento. Y eso, en aquellos túneles llenos de humo, significaba tan sólo una cosa: tenía que recuperar su mochila.
Estaba donde Raleigh la había dejado, a medio camino del túnel que llevaba a la entrada de la mina. La recogió y echó un vistazo hacia el pasillo que la habría conducido donde Raleigh casi había vaciado su pistola. Era tentador pensar que podría llegar hasta allí, salir por la trampilla y regresar al coche. Tenía más munición en el maletero, un puñado de balas de teflón y una caja de balas convencionales. En aquel momento le habrían sido de lo más útiles, pero había un problema: los siervos ya casi la habían atrapado. Los oía a su espalda, sus pasos resonaban justo después de la primera curva del pasillo, que era lo único que impedía que además de oírlos, los viera. Ni en sueños habría logrado llegar a la entrada y salir a la superficie antes de que la cazaran.
Y eso tan sólo le dejaba una opción. Se acuclilló en una galería lateral, una que parecía vacía y menos llena de humo que el resto, y apoyó la espalda en la pared de roca. Abrió la mochila tan sigilosamente como pudo y sacó el equipo de respiración. Éste constaba de una máscara y una botella de oxígeno que podía colgarse del cinturón. Se colocó la máscara, abrió la válvula y aspiró hasta que el oxígeno le llenó la garganta, tan puro y fresco que a punto estuvo de marearse. Cerró los ojos y respiró profundamente. Entonces, la mochila se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo con un golpe sordo.
—¿Lo habéis oído? —susurró alguien con aquella voz aguda y parecida a un cacareo que conocía tan bien. El siervo había hablado en voz baja, pero la mina tenía una acústica muy peculiar. Caxton no lograba identificar de dónde procedía la voz, pero la oía con total claridad.
No hubo respuesta. Normalmente, los siervos revelaban su posición porque hablaban demasiado: eran criaturas cobardes y necesitaban reafirmarse constantemente para mantenerse concentrados en sus tareas. Pero aquel grupo debía de estar muy bien entrenado. Caxton intentó aguzar el oído para oír sus pasos, el crujir de su ropa mientras se movían, pero lo único que oyó fue el silbar de su propia respiración dentro de la máscara.
En cualquier caso tenían que andar cerca: antes de ocultarse en aquella galería los tenía a unos pocos segundos. Caxton se preparó y se obligó a tener paciencia y contar diez latidos. A continuación tuvo que contar diez más, pues el corazón le latía tan rápido que no le servía para medir el tiempo.
Entonces le pareció oír el chirrido de la suela de una bota de goma sobre la roca al otro lado de la esquina. No iba a tener una pista mejor que ésa. Salió disparada hacia el pasillo iluminado, blandiendo la porra para asestar un golpe mortal. El siervo estaba allí, sí, pero a unos veinte centímetros de donde ella había esperado encontrarlo. La porra golpeó contra la pared de roca con un impacto seco que hizo que le temblaran los huesos del brazo.
El siervo esbozó una sonrisa malvada que hendió su rostro ajado. Llevaba una pala y la levantó para contraatacar, un ataque que ella no habría podido repeler. Entonces, con la mano que le quedaba libre, Caxton cogió el spray de pimienta, lo levantó y roció lo que quedaba de la cara del siervo. Éste se puso a chillar al momento.
Caxton no se tomó la molestia de comprobar si venían más siervos. Dio media vuelta y echó a correr.
La luz del pasillo a su espalda bañaba los muros de ambos lados y las rocas que no se había llevado la taladradora al intentar extraer el carbón. Los mineros llamaban «nervios» a esas rocas y sabían que debían tener cuidado con ellos. Los nervios no estaban hechos de roca sólida, sino que eran conglomerados de materiales diversos prensados por su propio peso; en cualquier momento podía desprenderse un trozo o bloque de nervio de varias toneladas. El suelo estaba lleno de rocas sueltas y de escoria. Caxton tenía que andar con ojo si no quería tropezar y romperse una pierna. Los lados de la galería estaban llenos de sacos de material abandonado, maquinaria destartalada y mangueras y cables enredados. La luz iluminaba un guante abandonado, remendado con cinta reflectora y manchado de polvo y carbonilla. Probablemente llevara varias décadas ahí.
Aquel corredor se alejaba de la galería principal formando una curva que seguía una veta de carbón agotada desde hacía tiempo. La luz del pasillo no alcanzaba a iluminar más allá de la curva. Pronto Caxton se vio sumida en la más absoluta oscuridad, tan densa que le dolían los ojos. No tuvo más remedio que sacarse la pistola del cinturón y encender la linterna que iba montada debajo del cañón.
Las baterías durarían una hora. La bombona de oxígeno que llevaba colgando del cinturón y que le golpeaba la pierna a cada paso ni siquiera duraría eso. Si se quedaba a oscuras en uno de esos pasillos... en fin, si al cabo de una hora seguía con vida, ya se preocuparía por eso.
Tenía a los siervos en los talones, siguiendo su rastro por el túnel. Debían haber visto la luz al fondo del pasillo, pues oyó sus gritos de júbilo. Entonces supo cuál tenía que ser su siguiente movimiento.
Cuando los siervos la alcanzaron (eran tres, se movían despacio y tenían las manos sucias de reseguir los muros con ellas), probablemente esperaban que los deslumbrara con la linterna. En lugar de eso, Caxton apagó la luz y se escondió detrás de una roca el doble de grande que ella. Dejó que los siervos pasaran de largo (Caxton oía todos sus pasos) y entonces se les echó encima por la espalda y volvió a encender la luz. Apenas sin ver nada, Caxton le aplastó la cabeza a uno de los siervos con una piedra del tamaño de un puño que había recogido del suelo. Acto seguido, antes de que el primer siervo hubiera caído al suelo, lanzó la piedra como si fuera una bola de béisbol y le dio al segundo en el estómago. El engendro soltó el pico que llevaba en las manos. El tercer siervo se le echó encima, pero Caxton le partió la rótula izquierda con la porra.
Otro siervo los había estado siguiendo a cierta distancia. A Caxton le faltó poco para no reparar en él, pero al oír los gritos de sus colegas, éste se acercó corriendo. Llevaba en las manos una barra de hierro de poco menos de un metro con la punta afilada y la blandía como una espada.
Caxton apenas logró levantar la porra a tiempo. La barra del siervo pesaba mucho más que la porra y llevaba tanto impulso que terminó impactando en el hombro de Caxton, que le quedó entumecido. Por lo menos había logrado desviar el ataque, que buscaba claramente su cabeza. El siervo acercó su rostro destrozado al de ella y sus dientes rotos refulgieron bajo la luz de la linterna. Empujándola con la barra, y conteniendo la porra, obligó a Caxton a retroceder hasta la pared al tiempo que intentaba recuperar la movilidad de su arma. Caxton lo golpeó en la sien con la culata de la pistola, proyectando largas sombras y destellos de luz por todas las paredes, iluminando las vetas de carbón, que brillaban como polvo de diamante. Poco a poco, el siervo fue soltando la barra de hierro y finalmente se desplomó en el suelo, con el cráneo fracturado y los ojos vueltos hacia atrás en las cuencas.
Caxton se lo quitó de encima con asco. Entonces se agarró el hombro y apretó: no le dolía demasiado y eso era una mala señal. Estaba segura de que si echaba un vistazo debajo de la camisa, vería ya algunos moratones, pero no tenía tiempo para eso. Cogió la barra de hierro con la mano buena y se dirigió hacia donde estaban los demás siervos. Uno tenía la cara aplastada y no se movía. Los otros dos gemían e intentaban alejarse a rastras.
Caxton les aplastó el cráneo a golpes de barra hasta que dejaron de moverse.
Su porra estaba deformada en la parte central, donde se había llevado el impacto de la barra. Caxton se dio cuenta de que no podía volver a plegarla y que si intentaba usarla, era posible que se doblara en el peor momento. La barra de hierro le gustaba porque tenía la punta afilada, pero era demasiado pesada y ella apenas podía mover el brazo izquierdo. No podía cerrar la mano y se dijo que debía de tener el hombro dislocado o incluso roto. El entumecimiento que sentía significaba que debía de tener un nervio dañado.
Nada grave. Cogió el pico con la mano derecha y lo sopesó; decidió que le iba bien. Iba a tener que llevar la pistola (y, sobre todo, la linterna) con la mano izquierda y rezar para que no se le cayera. Debía ponerse en marcha de nuevo, no tenía tiempo que perder. A lo mejor lograba encontrar otra salida de la mina, aunque lo dudaba. Tal vez, si era rápida conseguiría librarse de sus perseguidores hasta el alba, aunque para eso quedaban aún varias horas. O quizá se perdería en aquellos túneles oscuros y terminaría muriendo de asfixia o deshidratación.