Authors: David Wellington
Continuó avanzando. Ante ella, el pasillo bajaba siguiendo la veta de carbón. La temperatura fue subiendo a medida que el terreno iba descendiendo, hasta que Caxton tuvo la sensación de haberse metido en un horno. Sabía qué significaba aquello. Se dijo que valía la pena perder unos valiosos segundos, de modo que abrió la mochila y sacó el traje de nomex. Logró ponérselo y cerrar las solapas de velero con la mano buena. Sin embargo, no pudo (además de que no tenía tiempo) colocarse la máscara ni las botas, y cuando intentó ponerse los guantes se dio cuenta de que aquello le inutilizaba por completo la mano izquierda, de modo que también prescindió de ellos. Continuó avanzando y empezó a sudar casi de inmediato. Aun así, se alegró de haberse puesto el traje, ya que al cabo de otro centenar de metros pareció que su linterna cambiaba de color y empezaba a proyectar una luz más rojiza a cada paso. La apagó un momento para ver qué sucedía: ante ella, un leve fulgor rojizo llenaba la mina, se reflejaba en el polvo que se arremolinaba por todas partes y lo hacía brillar. Al cabo de unos pasos empezó a oír el estruendo.
Entonces se encontró ante un caballete de madera que le cortaba el paso. Tenía encima una luz de emergencia, pero las baterías se habían agotado hacía tiempo. Al otro lado del caballete, el suelo de la galería se veía interrumpido por una grieta en la roca. Un denso humo negro salía de la grieta, acompañado de lenguas incandescentes, y desaparecía por una fisura idéntica en el techo de la galería.
A Caxton se le curvaron las pestañas cuando echó un vistazo al interior del abismo, asomándose tan sólo un poco, y por un fugaz instante vio con sus propios ojos el fuego que consumía la mina de Centralia. A través del humo, no logró distinguir más que un fulgor anaranjado que palpitaba, resplandecía y chisporroteaba, mientras el carbón sucumbía a las llamas del infierno.
Era imposible saltar esa grieta: aunque hubiera logrado alcanzar el otro extremo, habría quedado frita en el aire. Había elegido una galería sin salida.
Caxton no tenía opción. Retrocedió y empezó a alejarse de la fisura, al tiempo que el sudor que le cubría el rostro se secaba y se convertía en una quebradiza máscara de sal. El traje de nomex protegía el resto de su cuerpo del calor, pero aun así se sentía aletargada y cansada, y el hombro había empezado a dolerle de verdad.
No estaba segura de qué más podía hacer. Las posibilidades que se le ofrecían tenían un atractivo francamente limitado. Podía regresar al pasillo principal y, si tenía la suerte de que nadie la interceptara antes, intentar aventurarse por otra de las galerías. Podía buscar un lugar en la nervadura donde la roca se hubiera desprendido del carbón y hubiera formado una grieta donde esconderse. Podía...
Oyó unos pasos ágiles que se acercaban por la galería e, inmediatamente, apagó la linterna y se pegó a la pared. Bajo la luz anaranjada que se esparcía por el techo, casi lograba distinguir los contornos de las sombras que se deslizaban lentamente por la roca... Sí, allí estaba.
Había destruido a cuatro de los siervos, se había asegurado bien de ello, y al quinto le había rociado la cara con spray de pimienta. Un ser humano con toda esa sustancia lacrimógena en los ojos aún estaría rodando por el suelo. A lo mejor, se dijo, los siervos eran más resistentes al dolor que los humanos. También era posible que le tuviera tanto miedo a su amo que hubiera decidido continuar adelante a pesar de ese dolor atroz.
Caxton se encogió un poco más y asió mejor el pico. Ya la habían herido (notaba un pinchazo de dolor en el hombro izquierdo), de modo que no podía permitirse otra herida, especialmente si quería acabar enfrentándose a Jameson. Observó las sombras, escuchó atentamente el eco de los pasos y calculó el momento del ataque. Iba a salir disparada y le propinaría al siervo un golpe en el estómago que lo haría caer al suelo, donde podría rematarlo cómodamente.
Los pasos se acercaban. Estaba ahí. Dio un brinco y descargó el pico.
Este se clavó en la carne y perforó músculos y órganos internos, muertos e inermes. La punta del pico se incrustó en un hueso del cuerpo del siervo y Caxton pensó que a lo mejor podía matarlo de un solo golpe.
Pero había un problema.
Al que había golpeado no era un siervo. Era Jameson.
El vampiro rugió de dolor y bajó la mirada al abdomen. La punta del pico había atravesado la cinturilla del pantalón y le había desgarrado la piel, pero sus tendones y sus músculos ya habían empezado a cicatrizar. Caxton apenas tuvo tiempo de tirar del pico antes de que la herida cauterizara por completo.
Jameson le dirigió una mirada furiosa. Se abalanzó contra ella, pero Caxton le atizó otro golpe. En esta ocasión, la punta del pico atravesó el chaleco, justo por debajo de la placa metálica. El armero ya le había contado que el Twaron ofrecía una protección muy limitada contra cuchillos o estacas de madera. El pico partió las fibras antibalas fácilmente, se hundió en la caja torácica de Jameson y no le atravesó el corazón por pocos centímetros.
Caxton tiró del pico y volvió a levantarlo tan rápidamente como pudo, al tiempo que la nueva herida de Jameson cicatrizaba sin problemas. Entonces, Caxton volvió a descargar el arma. El vampiro levantó la mano en la que le faltaban todos los dedos y el pico se le clavó en la palma. Jameson soltó un rugido.
Caxton quiso volver a asestarle un golpe, pero no pudo. Jameson agarró el arma con su mano buena y se la quitó. Entonces ella se lo arrancó de la mano, y lo hizo atravesando los huesos, los músculos y los muñones de sus dedos amputados. La mano de Jameson cayó lacia, casi partida en dos por la muñeca. Entonces agitó la mano herida y, cuando terminó, la mano se había cicatrizado por completo. Acto seguido se volvió y lanzó el pico contra la pared más alejada. Este impactó en una veta de carbón y la punta se incrustó de tal forma que Caxton supo que no lograría desclavarla jamás.
Entonces, el vampiro se agachó, levantó a Caxton del suelo sin esfuerzo alguno y la arrojó contra la nervadura.
Caxton braceó en el aire y se las apañó para absorber el dolor del impacto a través de todo el cuerpo. De otro modo habría chocado contra la roca con tanta fuerza que se habría partido la columna, pero no era la primera vez que la lanzaban por los aires de aquella forma y había aprendido a caer. Rebotó contra el suelo como una muñeca de trapo. E inmediatamente tensó los músculos de las piernas, preparada para levantarse antes de que Jameson lanzara su ataque.
Naturalmente, él sabía que ella esperaba precisamente eso, de modo que en lugar de atacar, retrocedió un paso.
Caxton se levantó atropelladamente, con mucha menos rapidez y elegancia de la que habría querido. La mascarilla de oxígeno se le había torcido y se la colocó bien. Jameson se lo permitió.
El brazo izquierdo le dolía muchísimo y se negaba a obedecer sus órdenes, pero aún le funcionaban las piernas. Caxton lanzó una feroz patada dirigida a la cara de Jameson, que apartó la cabeza en el último momento y le agarró el tobillo a Caxton con la mano buena. Entonces tiró de ella y la agente cayó otra vez al suelo. De nuevo, se preparó para el ataque del vampiro y, una vez más, al darse cuenta de que éste no llegaba, se puso de pie lentamente, ayudándose en la pared.
Jameson no tenía cejas y, por lo tanto, no las pudo levantar, pero puso unos ojos como platos, no de sorpresa, sino de expectación. Quería ver qué haría Caxton a continuación.
Mientras estaba vivo, la miraba siempre de aquella forma, como si la estudiara o la pusiera a prueba. Aquello a Caxton siempre la había cabreado, pero ahora estaba muerta de miedo.
No perdió ni un momento pensando. Se limitó a actuar. Congio el spray del cinturón. No tenía ni idea de si éste le provocaría la menor molestia a un vampiro, pero levantó el brazo y presionó el difusor.
Pero antes de que el líquido lacrimógeno pudiera salir del bote, las dos manos de Jameson rodearon la de Caxton y la presionaron. El metal se le clavó en los huesos, que quedaron aplastados unos contra otros.
El spray le estalló en la mano, entre una nube de la sustancia lacrimógena. Caxton cerró los ojos con fuerza y apartó la cabeza para que el líquido irritante no le diera en plena cara. Sintió un dolor insoportable en la mano. La mente se le llenó de lucecitas, el estómago le dio un vuelco y notó una oleada de vómito en la garganta. Sabía que si vomitaba con la máscara antigás puesta, se asfixiaría y moriría. Sin saber muy bien cómo, logró controlar el dolor y se tragó la bilis.
Cuando volvió a abrir los ojos, estaba arrodillada en el suelo, con la cabeza gacha y los brazos tendidos frente a ella, tan inútiles como dos frondas de algas. Su mano derecha era un amasijo de cortes y sangre, y tenía la palma cubierta de esquirlas de metal (lo que quedaba del bote), como una cruel flor alienígena.
Jameson se puso en cuclillas detrás de ella y le apartó el pelo del cuello con los dedos de su mano buena. Se agachó un poco más y Caxton notó sus dientes encima de la piel de la nuca. Era una sensación absurdamente sexual: ¿cuántos millones de veces la había besado Clara allí o le había soplado en la nuca?
No tenía tiempo de pensar en frivolidades, pero se acordó de que Astarte la había acusado de acostarse con Jameson, de que los dos habían tenido una aventura. ¿Era posible que Jameson lo hubiera querido? ¿Que fuera un deseo que no había expresado nunca?
¿Era ése el motivo por el que la había dejado vivir tanto tiempo?
Pero aquello no era la caricia de un amante, sino un sutil golpe mortal. Jameson estaba a punto de hundirle los dientes en el cuello y de arrancarle el tronco encefálico.
Caxton hizo lo único que se le ocurrió, la estupidez más grande que le vino a la cabeza: se revolvió súbitamente y le acercó su mano destrozada a la cara. A lo mejor había creído que podía cortarle la piel con las esquirlas de metal, aunque era probable que su subconsciente supiera que incluso el vampiro más templado era incapaz de resistir el olor a sangre humana.
Jameson, que percibió tal vez que Caxton aún no estaba derrotada, intentó apartarse de un salto. Se alejó lo suficiente como para que Caxton tuviera tiempo de escabullirse a gatas, apoyar la espalda a la pared e incorporarse a medias.
A Caxton le dolió hacerlo, la dejó al borde de las lágrimas, pero cerró el puño derecho hasta que la sangre asomó por sus heridas. Entonces, con un gesto súbito con el brazo, le salpicó la cara de gotas de sangre.
Jameson se tambaleó como si en lugar de gotas de sangre se tratara de balas. Abrió la boca de par en par, dejando a la vista una hilera de afilados dientes, y pareció que los ojos iban a salírsele de las cuencas. Soltó un rugido de hambre, de pura sed de sangre, y se estiró con los brazos muy abiertos y los dedos crispados como garras. Lo poco que pudiera quedar de Jameson en el cerebro y en el corazón del vampiro se ahogó en el río de sangre que le atravesó el alma.
Había sido él quien, mucho tiempo atrás, le había enseñado a Caxton que por distintas que fueran las personas, cuando se convertían en vampiros y probaban la sangre se convertían en lo mismo: un mismo ser con la misma personalidad. Todo lo que hace especiales y únicos a los seres humanos (la personalidad, la compasión, las pasiones y los odios) se pierde y queda tan sólo la sed pura, insaciable del vampiro.
En aquel momento, Jameson había dejado de ser su mentor, su compañero o incluso su amigo a regañadientes. Había dejado de ser el héroe que había acabado con numerosos asesinos, había dejado de ser el ex policía incapaz de renunciar a su caso, el padre, el hermano y el marido. Había probado la sangre y ahora ella no significaba nada para él, tan sólo comida, alimento. Por eso había sido capaz de matar a su hermano, a su esposa, a Cady Rourke, a Violet y a todos los demás, tantos y tantos. Había dejado de ser una persona y se había convertido en un depredador.
Y fue en aquel momento cuando perdió. Jameson había sido un estratega brillante y un astuto investigador, pero ahora era tan sólo una bestia, un monstruo sediento de sangre y hambriento. El vampiro bajó la mirada y Caxton supo que en cualquier momento iba a agarrarla y hacerla pedazos.
Estaba casi preparada para que eso ocurriera. Sostenía la pistola entre sus manos destrozadas. No le quedaban balas, pero aún tenía la linterna y la puso en marcha.
Los ojos de Jameson se habían acostumbrado ya a la oscuridad absoluta de la mina de carbón, pues, en general, la luz molestaba a los de su clase. El vampiro rugió y se cubrió los ojos con el brazo, pero la linterna era tan sólo un estorbo para él, no podía llegar a herirlo. Parpadeó varias veces y la volvió a mirar, algo más acostumbrado a soportar la luz.
Aunque le dolía mucho mover los dedos, Caxton giró un disco de la linterna y apretó otro botón. El punto rojo del láser iluminó la tela negra del chaleco antibalas. Lo había ajustado a la potencia máxima, a un nivel de intensidad capaz de atravesar la niebla o el humo e iluminar un objetivo situado a varios cientos de metros.
Levantó la pistola y le clavó el láser en los ojos, como un puñal.
Jameson gritó y aulló, y se frotó los párpados con las garras, con tanta violencia que se arrancó los ojos. Las cuencas empezaron a burbujear y a sacar humo, y las mejillas se le cubrieron de una gelatina blanca.
Era mucho más de lo que Caxton había esperado. Aun ajustado a la máxima potencia, el láser apenas habría deslumbrado a un ser humano o, en el peor de los casos, lo habría cegado un instante y le habría dejado unas manchas pasajeras en la retina.
Los vampiros, en cambio, eran criaturas nocturnas, condenadas a no ver la potente luz del sol por mucho que vivieran, y sus ojos no estaban preparados para una agresión lumínica de aquel calibre.
Jameson golpeó la pistola con el muñón y se la arrancó de la mano. Daba lo mismo, ya había cumplido con su misión. Caxton se volvió a levantar, se acercó tambaleándose al centro de la galería y se colocó frente al vampiro, que palpaba el aire a ciegas, buscándola.
No. estaba segura de si aún podía ver su sangre. Era capaz de distinguirla en la oscuridad absoluta y Caxton no sabía si precisaba de los ojos para ver la sangre que corría por sus venas. Para ayudarlo a encontrar el camino, agitó su brazo derecho hacia él y dejó que su sangre cayera al suelo, donde formó un reguero que el vampiro era capaz de oler sin lugar a dudas.