—¿Son reales los Murmuradores? —preguntó con suavidad, mirando sobre su hombro como si temiera volver a ver la visión de la noche anterior materializándose en la realidad del día desde las nieblas que se deslizaban entre los árboles.
—Lo suficientemente reales como para matar a un hombre —dijo Jenny—, si pueden alejarlo de sus amigos. Beben sangre, por lo que deben de tener suficiente materia para necesitar alimento, pero además de eso, nadie sabe mucho sobre ellos. Escapaste por poco.
—Lo sé —murmuró él, mirándose las manos con la cara avergonzada. Estaban desnudas y agrietadas por el frío…, había perdido sus guantes, su capa y su espada en casa de los Meewinks.
Jenny sospechaba que más adelante, en invierno, los Meewinks las hervirían y se comerían el cuero. Una de las viejas capas a cuadros de John estaba envuelta sobre el jubón y el justillo prestados del muchacho. Con el cabello fino cubierto de humedad que caía sobre los cristales de sus anteojos rotos, se parecía muy poco al joven cortesano que había llegado al fuerte.
—Jenny —dijo titubeando—, gracias…, es la segunda vez…, gracias por salvarme la vida. La…, lamento haberme portado como lo hice con vos. Es sólo que… —Su voz se detuvo, incierta…
—Sospecho —dijo Jenny con amabilidad— que me tomaste por alguien que conoces.
Las mejillas del muchacho enrojecieron. El viento gimió entre los árboles desnudos y él se asustó, luego se volvió hacia ella con un suspiro.
—La verdad es que me salvasteis la vida arriesgando la vuestra y yo puse en peligro la de ambos de la forma más estúpida. No debería haber confiado en los Meewinks. Nunca debería haber abandonado el campamento. Pero…
Jenny sonrió y meneó la cabeza. La lluvia había cesado y ella se había vuelto a sacar la capucha y ahora el viento jugaba con sus cabellos; con un toque de los talones, apuró de nuevo al Ruano Más Estúpido y todo el grupo se movió por el camino.
—Es difícil —dijo ella— no creer en las ilusiones de los Murmuradores. Aunque sepamos que esos que vemos no pueden estar ahí afuera del círculo encantado gritando nuestro nombre, hay una parte de nosotros que necesita ir con ellos.
—¿Qué…, qué formas les habéis visto tomar? —preguntó Gareth en voz baja.
El recuerdo era malo y pasó un momento antes de que Jenny contestara. Luego, dijo:
—La de mis hijos, Ian y Adric. —La visión había sido tan real que incluso después de haber conjurado sus imágenes en el cristal de Caerdinn para asegurarse de que estaban a salvo en el fuerte, los temores de Jenny por ellos no se habían calmado del todo en su mente. Después de pensar un momento, siguió hablando—. Es extraño. Toman la forma que más inquieta al que los ve; conocen no sólo nuestros amores, sino también nuestras culpas y nuestros deseos.
Gareth se encogió al oír eso y desvió la mirada. Siguieron cabalgando en silencio durante unos momentos. Luego, el muchacho dijo:
—¿Cómo lo saben?
Ella negó con la cabeza.
—Tal vez realmente leen los sueños. Tal vez sólo son espejos y, como tales, no tienen idea de lo que reflejan. Los hechizos que les echamos no tienen fuerza porque ellos no conocen su esencia.
El frunció el ceño, curioso.
—¿Su qué?
—Su esencia, su ser interior. —Ella se detuvo sobre el comienzo de una bajada del camino, brusca, inundada, en la que el agua yacía entre los árboles como una serpiente brillante—. ¿Quién eres, Gareth de Magloshaldon?
Se asustó al oír la pregunta, y durante un instante, ella vio el miedo y la culpa en sus ojos grises. El muchacho tartamudeó:
—Yo…, yo soy Gareth de…, de Magloshaldon. Es una provincia de Belmarie…
Los ojos de ella buscaron los del chico y mantuvieron la mirada bajo las sombras grises de los árboles.
—Y si no fueras de esa provincia, ¿todavía serías Gareth?
—Bueno…, sí, claro… Yo…
—¿Y si no fueras Gareth? —le presionó ella, manteniendo la mirada y la mente de él atrapadas en las suyas—. ¿Todavía serías tú? Si estuvieras inválido, o fueras viejo…, si te transformaras en leproso, o perdieras tu masculinidad…, ¿quién serías entonces?
—No sé…
—Sí que lo sabes.
—¡Basta! —Él trató de desviar la vista y no pudo. Su control sobre él se estrechó y buscó en su mente, mostrándosela con sus ojos: un caleidoscopio vivo de imágenes prestadas de miles de baladas, ardiendo con los deseos físicos incontenibles de la adolescencia; las heridas abiertas dejadas por alguna traición amarga y sobre todo, la oscuridad sombría de una culpa y un miedo casi intolerables.
Jenny buscó en esa oscuridad…, las mentiras que Gareth había dicho a John en el fuerte y alguna culpa aún mayor por detrás. ¿Un crimen verdadero o sólo algo que a él le parecía un crimen?, se preguntó Jenny. Gareth gritó de nuevo:
—¡Basta! —Ella oyó la desesperación y el terror en su voz; durante un momento, a través de los ojos de Gareth, se vio a sí misma, ojos azules sin piedad en una cara como un yunque blanco de hueso entre los arroyos oscuros del cabello. Recordó el momento en que Caerdinn le había hecho lo mismo y le dejó ir con rapidez. Él se dio media vuelta y se cubrió la cara. Todo el cuerpo le temblaba de terror y de sorpresa.
Después de un momento, Jenny dijo con suavidad:
—Lo lamento. Pero ése es el corazón de la magia, la forma en que funcionan todos los hechizos…, con la esencia, con el nombre verdadero. Es verdad con respecto a los Murmuradores y también con respecto a los magos más grandes. —Chasqueó la lengua para apurar a los caballos y siguieron adelante otra vez. Los cascos se hundían con un sonido húmedo en el barro color té. Ella añadió—: Todo lo que puedes hacer es preguntarte a ti mismo si es razonable que eso que ves esté ahí en los bosques, llamándote.
—Pero de eso se trata justamente —dijo Gareth—. Era razonable. Zyerne… —Se detuvo.
—¿Zyerne? —Era el nombre que él había murmurado en sus sueños en el fuerte, mientras se alejaba, con horror, de las manos de Jenny que lo buscaban para curarlo.
—La dama Zyerne —dijo él, titubeando—. La…, la amante del rey. —Bajo la capa movediza de lluvia y barro, su cara era de un color rojo fuerte. Jenny recordó su sueño extraño y nebuloso de una mujer de cabello oscuro y su risa de campanillas de cristal.
—¿Y la amas?
Gareth enrojeció todavía más. En una voz tensa y dura repitió:
—Es la amante del rey.
Y yo soy la amante de John, pensó Jenny, que se había dado cuenta de pronto de dónde venía la rabia que había sentido el muchacho contra ella.
—De todos modos —siguió Gareth después de un minuto—, todos estamos enamorados de ella. Es…, es la primera dama de la corte, la más hermosa… Escribimos sonetos sobre su belleza…
—¿Ella te ama? —preguntó Jenny, y Gareth se quedó callado mientras se concentraba en hacer que su caballo avanzara sobre el barro y luego hacia arriba por una pendiente rocosa.
Finalmente dijo:
—No…, no sé. A veces, creo… —Luego meneó la cabeza—. Me asusta —admitió—. Y además, es…, es una hechicera.
—Sí —dijo Jenny con suavidad—. Lo supuse por lo que dijiste en el fuerte. Tú tenías miedo de que yo fuera como ella.
La miró horrorizado, como si lo hubiera atrapado en una falta social terrible.
—Pero no, no lo sois. Ella es tan hermosa… —Y se interrumpió, sonrojado y ansioso, y Jenny rió.
—No te preocupes. Hace mucho que aprendí para qué servía un espejo.
—Pero vos sois hermosa —insistió él—. Es decir, «hermosa» no es la palabra exacta…
—No —sonrió Jenny—. Y creo que «fea» es la palabra que estás buscando.
Gareth meneó la cabeza, testarudo: su honestidad le prohibía llamarla hermosa y su inexperiencia le hacía imposible expresar lo que realmente sentía.
—La belleza…, la belleza no tiene nada que ver con todo esto —dijo finalmente—. Y ella no es como vos: a pesar de su belleza, es astuta y dura y no le importa nada que no sea aumentar sus poderes.
—Entonces es como yo —dijo Jenny—. Porque yo soy astuta, hábil en mis conocimientos, tal como son, y me llamaron dura desde que era niña y prefería quedarme mirando la llama de una vela hasta que venían las imágenes y no jugar en casa como las otras niñas. Y en cuanto al resto… —Suspiró—. La clave de la magia es magia. Para ser mago hay que serlo. Mi viejo maestro solía decirme eso. La búsqueda de los poderes se lleva todo lo que tienes si quieres ser grande…, y no deja ni tiempo ni energía para nada más. Nacimos con las semillas del poder en nosotros y queremos ser lo que somos con un hambre insaciable. El conocimiento…, el poder…, saber la canción que cantan las estrellas; centrar todas las fuerzas de la creación en una runa dibujada en el aire…, nunca podemos dejar de lado todo eso. Es la materia de la soledad, Gareth.
Cabalgaron en silencio por un tiempo. Los bosques eran hierro y peltre a su alrededor, manchados aquí y allá con el óxido del año que moría. En la luz leve, Gareth parecía mayor que cuando habían empezado el viaje, porque había perdido peso y la falta de sueño había dejado lagos permanentes de hollín bajo sus ojos. Finalmente, se volvió de nuevo hacia ella y le preguntó:
—¿Y aman los que nacieron para ser magos?
Jenny suspiró de nuevo…
—Dicen que la esposa de un mago es una viuda. Una mujer que da luz al hijo de un mago debe recordar que él dejará que ella lo críe sola si sus poderes lo llaman a otros sitios. Por esa razón ningún sacerdote quiere hacer la ceremonia para los que nacieron magos y ningún flautista quiere tocar en los ritos. Y sería un acto de crueldad para una hechicera ser madre de los hijos de un hombre.
La miró, sorprendido por sus palabras y por la frialdad de su voz; hablaba como si el asunto no tuviera nada que ver con ella.
Ella continuó, con la mirada fija adelante, en el camino escondido a medias bajo el lodazal de enredaderas entrelazadas.
—A una hechicera siempre le importará más el estudio de sus poderes que sus hijos o que cualquier hombre. Dejará a sus hijos por completo, o llegará a odiarlos por robarle el tiempo que necesita para meditar, estudiar, crecer en su arte. ¿Sabías que la madre de John era una hechicera?
Gareth la miró, impresionado.
—Era chamán de los Bandidos del Hielo; el padre de John la capturó en una batalla. ¿Tus baladas no dicen nada sobre eso?
Él meneó la cabeza, sin decir nada.
—Nada…; en realidad, en la variante de Greenhythe de la balada de Aversin y el Gusano Dorado de Wyr, se describe cómo saludó a su madre en la sala de recepción de ella antes de partir a la lucha con el dragón…, pero ahora que lo pienso, hay una escena muy parecida en la balada de Greenhythe sobre el Vencedor de Dragones Selkythar y en una de las variantes tardías de Halnath sobre la Canción de Antara Damaguerrera. Pensé que era algo que hacían los Vencedores de Dragones.
Una sonrisa tocó los labios de Jenny, luego desapareció.
—Ella fue mi primera maestra en el poder, cuando yo tenía seis años. Decían de ella lo que tú pensaste de mí, que había hechizado a su señor para que la amara, que lo había enredado en su largo cabello. Yo también lo creí, de niña…, hasta que vi cómo luchaba por la libertad que él no quería darle. Cuando la conocí, ya había dado a luz a los hijos de ese hombre; pero cuando John tenía cinco años, se fue en medio de los vientos huracanados de una tormenta de hielo, ella y el viejo lobo de ojos congelados que era su compañero. Nunca volvieron a las Tierras de Invierno. Y yo…
Hubo un largo silencio, quebrado sólo por el ruido suave de los cascos en el camino, el golpeteo de la lluvia y el estallido ocasional de los cascos de la mula Clivy sobre el barro cuando estiraba demasiado la mano al caminar. Cuando Jenny continuó, su voz era baja, como si hablara sobre todo para sí misma.
—Él me pidió que diera a luz a sus hijos, porque quería hijos y quería que esos hijos fueran míos también. Sabía que nunca viviría con él como su esposa, que nunca dedicaría mi tiempo a su comodidad y la de sus hijos. Yo lo sabía también. —Suspiró—. La leona tiene sus cachorros y luego vuelve a la caza. Creí que yo podría hacer lo mismo. Toda mi vida me llamaron dura de corazón…, ojalá lo fuera. No pensé que iba a amarlos así.
A través de los árboles, aparecieron ante la vista de los jinetes las torres ruinosas del puente del río Serpiente. El agua rugía alta y amarilla entre los arcos derrumbados. Frente a ellos había una figura oscura sobre un caballo en el camino sombrío; sus anteojos brillaban como círculos de hielo sucio en la luz fría del día, señal de que el camino estaba libre.
Esa noche acamparon fuera de la ciudad en las ruinas de Ember, que había sido una vez la capital de la provincia de Wyr. Ya no quedaba nada de ella, excepto un montículo erosionado de piedra, cubierto de abedules y arces jóvenes y los restos de los muros de protección. Jenny la conocía desde los tiempos en que ella y Caerdinn habían ido a buscar libros en los desvanes enterrados. El le había pegado entonces, lo recordaba, cuando ella habló de la belleza de las líneas esqueléticas de piedra que cruzaban la capa oscura de la tierra en barbecho.
Cuando llegó el crepúsculo, montaron el campamento fuera de los muros. Jenny reunió corteza de abedules, que quemaba bien, para usar como leña y buscó agua del arroyo que pasaba cerca. Gareth la vio venir y dejó sus propias tareas para unírsele.
—Jenny —empezó y ella levantó la vista.
—¿Sí?
Hizo una pausa, como un nadador desnudo en el borde de una laguna muy fría, luego obviamente perdió el valor.
—En fin…, ¿hay alguna razón por la que no acampamos en las ruinas de la ciudad?
Eso no era lo que había estado a punto de decir, y era evidente, pero ella volvió a mirar los huesos blancos de la ciudad, envueltos en sombra y parras.
—Sí.
La voz de él bajó.
—¿Hay…, hay algo en esas ruinas?
Los extremos de la boca de Jenny se torcieron un poco.
—No que yo sepa. Pero toda la ciudad está enterrada bajo la mayor extensión de hiedra venenosa de este lado de las Montañas Grises. Así y todo —dijo, mientras se arrodillaba junto al montoncito de madera seca que había logrado reunir y acomodaba la corteza de los abedules debajo de éste—, puse hechizos de protección alrededor del campamento, así que trata de no irte.
Bajó un poco la cabeza ante esa broma amable y enrojeció. Ella agregó, con algo de curiosidad:
—Incluso si esta dama Zyerne de la que hablas es una hechicera…, incluso si te ama, nunca habría venido aquí desde el sur. ¿Sabes? Los magos sólo se transforman en pájaros en las baladas, porque cambiar tu esencia en la esencia de otra forma de vida, y eso es el cambio de forma en realidad, además de ser peligroso, requiere una enorme cantidad de poder. No es algo que se haga así como así. Cuando los magos viajan, lo hacen sobre sus dos pies.