—Gar —dijo John con calma y el muchacho se asustó como si lo hubieran quemado. Había un brillo irónico en los ojos castaños de John y un filo como de pedernal astillado en su voz—. El rey no me habrá enviado a buscar por casualidad, por una razón distinta del dragón, ¿verdad?
—No —dijo Gareth sin mirarlo a los ojos, la voz débil—. No…, no lo hizo.
—¿No hizo qué?
Gareth tragó saliva; la cara pálida, de pronto muy tensa.
—Él…, él no envió por vos para otra cosa. Quiero decir…
—Porque —siguió John en esa voz tranquila—, si el rey me envió su sello para meterme en el rescate de ese hijo suyo o ayudarle contra ese Señor de Halnath de que me hablan, o para entrar en sus tratos con los gnomos, tengo cosas mejores que hacer. Hay problemas reales, no sólo dinero y poder en mis tierras y el invierno que se avecina no parece muy bueno. Puedo arriesgar mi vida contra el dragón por la protección del rey para las Tierras de Invierno, pero si hay algo más en esto…
—¡No! —Gareth le aferró el brazo con desesperación, un miedo terrible en su cara, como si pensara que con algo más de provocación, el Vencedor de Dragones daría la vuelta allí mismo y cabalgaría de vuelta a Wyr.
Y tal vez, pensó Jenny, recordando su visión en el cuenco de agua, tal vez sería mejor que lo hiciera.
—Aversin, no es así. Estáis aquí para matar al dragón, porque sois el único Vencedor de Dragones con vida. Esa es la única razón por la que os busqué, lo juro. ¡Lo juro! No os preocupéis por la política…, y todo eso. —Sus ojos miopes y grises rogaban a Aversin que le creyera, pero había en ellos una desesperación que no podría haber surgido nunca de la inocencia.
La mirada de John mantuvo la del muchacho por un largo momento, estudiándolo. Luego dijo:
—Confío en ti, héroe.
En un silencio triste, Gareth apretó los talones sobre los costados de Martillo de Batalla y el gran caballo se adelantó. La capa a cuadros prestada que usaba el muchacho los fundió muy pronto hasta convertirlos en una forma oscura, recortada en las nieblas sin color. John, que cabalgaba un poco más atrás, detuvo el caballo para ponerse a la par de Jenny, que había observado la conversación en un silencio pensativo.
—Tal vez es una suerte que estés conmigo, amor.
Ella miró a Gareth, luego a John y luego de nuevo al muchacho. En algún lugar, graznó un cuervo como la voz de esa tierra melancólica.
—No creo que quiera hacernos daño —dijo ella con suavidad.
—Eso no quiere decir que no sea capaz de hacernos matar.
La niebla se hizo más espesa cuando se acercaron al río, hasta que se movieron a través de un mundo helado y blanco en el que el único sonido era el crujido del cuero de los arneses, el estallido de los cascos sobre el barro, el canto leve de los bocados de los caballos y la charla susurrante del viento entre las espadañas puntiagudas que crecían en las zanjas inundadas. Desde ese gris lleno de agua, cada piedra o árbol solitario surgía, silencioso y oscuro, como un portento. Más que todo lo demás, Jenny sentía el peso del silencio de Gareth, su miedo y su horror y su culpa. John también lo sentía, ella lo sabía; miraba al muchacho alto con el rabillo del ojo y oía el silencio de las tierras vacías como un hombre que espera una emboscada. Cuando la noche oscureció el aire, Jenny conjuró una bola azul de luz mágica para iluminarles los pies, pero las paredes suaves, opalescentes de la niebla, les devolvían la luz y los dejaban casi tan ciegos como antes.
—Jen. —John acortó las riendas con la cabeza torcida para oír algo —¿Lo oyes?
—¿Oír qué? —murmuró Gareth, que se acercaba a ellos en la cima de la ladera que bajaba hacia el manto danzante de niebla.
Jenny esparció con fuerza sus sentidos a través de las nubes color duna y sintió tanto como oyó la voz apurada del río allí abajo. Había otros sonidos, ensordecidos y alterados por la niebla, pero inconfundibles.
—Sí —dijo con calma; el aliento, una nube blanca en el aire crudo—. Voces, caballos, un grupo entero al otro lado.
John miró de reojo a Gareth.
—Podrían estar esperando el barco —dijo—, si tuvieran algo que hacer en las tierras vacías al oeste del río ahora, a la caída de la noche.
Gareth no dijo nada, pero tenía la cara blanca y tensa. Después de un momento, John chistó suavemente a Vaca y el gran caballo peludo se adelantó de nuevo por la ladera hacia el barco a través de la pared húmeda y fría de vapores.
Jenny dejó que la luz mágica se desvaneciera cuando John golpeó en la puerta de la casa baja de piedra del hombre que manejaba el barco para cruzar el río. Ella y Gareth se quedaron atrás mientras John y el barquero negociaban el precio por cruzar a tres personas, seis caballos y dos mulas.
—Un penique por pie —dijo el barquero, y sus ojos oscuros de ardilla volaban de uno a otro con el interés agudo de uno que ve pasar al mundo por el umbral de su casa—. Pero aquí habrá cena y un lugar para pasar la noche. Se está haciendo tarde y hay sopa de pescado.
—Podemos adelantar unos kilómetros antes de que sea noche cerrada y además —agregó John, con un brillo extraño en los ojos mientras miraba de nuevo al silencioso Gareth—, tal vez alguien nos esté esperando al otro lado.
—Ah. —La boca ancha del hombre se cerró como una trampa—. Así que sois vosotros los que están esperando esos de allá. Los oí hace un rato pero no llamaron, así que me quedé cerca del hogar donde hace un poco más de calor.
Levantó la antorcha y se colocó con esfuerzo su chaqueta pesada de tela a cuadros. Luego, los guió hasta la rampa mientras Jenny los seguía detrás en silencio, buscando en su bolsa las monedas para pagar.
El gran caballo Martillo de Batalla había viajado al norte con Gareth en un barco y, de todos modos, consideraba que detenerse ante cualquier cosa era tener malos modales y nunca lo hacía; ni Luna ni Osprey ni ninguno de los dos de refresco tenía tales escrúpulos, con excepción de Vaca, que habría cruzado un puente de cuchillos al rojo en su paso flemático de siempre. Jenny tuvo que murmurar y acariciar orejas mucho rato antes de que cualquiera de ellos consintiera en poner un pie sobre la gran balsa. El barquero aseguró la puerta en la cola de la balsa y fijó la antorcha sobre el poste en la popa; luego se dedicó a hacer girar el guinche que llevaba la plataforma ancha, chata a través de la seda opaca del río. La única antorcha despedía un brillo de luz lanuda y amarillenta sobre el humo acerado de la niebla; de vez en cuando, sobre el borde del brillo, Jenny veía cómo se partían las aguas castañas alrededor de una raíz rota o una rama que se proyectaba desde la corriente como la mano de un ahogado.
Desde algún lugar más allá de las aguas, oía el crujido del metal sobre el metal, el resoplido suave de un caballo y las voces de algunos hombres. Gareth seguía sin decir nada, pero ella sentía que si le ponía una mano encima, descubriría que estaba temblando, como una cuerda antes de romperse. John llegó lentamente hasta ella y sus dedos se trenzaron, cálidos y fuertes, en los de la maga. Sus anteojos brillaron suavemente a la luz de la antorcha mientras pasaba un borde de su enorme capa sobre los hombros de ella y la abrazaba.
—John —dijo Gareth en voz baja—, tengo…, tengo algo que deciros.
Apagado, llegó otro sonido a través de la niebla, la risa de una mujer como tañidos de pequeñas campanitas de plata. Gareth se encogió y John, con un brillo peligroso en sus ojos perezosos, dijo:
—Me pareció que lo harías.
—Aversin —tartamudeó Gareth y se detuvo. Luego, se forzó a seguir en un ataque—. Aversin, Jenny, escuchad. Lo lamento. Os mentí, os traicioné, pero no pude evitarlo; no tenía alternativa. Lo lamento.
—Ah —dijo John con suavidad—. ¿Así que hubo algo que olvidaste mencionar cuando dejamos el fuerte?
Gareth siguió hablando pero no pudo mirarlo a los ojos.
—Quería decíroslo antes, pero…, pero no pude. Tuve miedo de que quisierais volver y…, y no podía dejaros volver. Os necesitamos, realmente.
—Para estar hablando siempre de honor y coraje —dijo Aversin y había un filo feo en su voz tranquila—, no has mostrado mucho de ninguna de las dos cosas, ¿verdad?
Gareth levantó la cabeza y lo miró.
—No —dijo—. Ya…, ya me he dado cuenta. Pensé que estaba bien engañaros por una buena causa…, quiero decir, tenía que hacer que vinierais.
—De acuerdo —dijo John—. ¿Cuál es la verdad?
Jenny miró desde las caras de los dos hombres hacia la orilla lejana, que se veía ahora apenas como una mancha oscura y unas pocas luces que se movían como luciérnagas en la bruma. Una nube apenas un poco más oscura más allá debía de ser los bosques de Belmarie. Jenny tocó el codo puntiagudo de John para advertirle, y él miró con rapidez en esa dirección. Había movimiento allí, formas que esperaban la balsa. El caballo Martillo de Batalla levantó la cabeza y relinchó y llegó un relincho como respuesta del otro lado del agua. Los ojos del Vencedor de Dragones volvieron a Gareth y luego puso las manos sobre el pomo de la espada.
Gareth respiró hondo.
—La verdad es que el rey no envió por vos —dijo—. En realidad, él me prohibió que fuera a buscaros. Dijo que era una búsqueda absurda, porque probablemente vos ni siquiera existíais y en el caso de que fuerais más que una leyenda, seguramente habríais muerto a manos de otro dragón hacía años. Dijo que no quería que yo arriesgara mi vida cazando fantasmas. Pero…, pero yo tenía que encontraros. Sabía que él no iba a enviar a otro. Y vos sois el único Vencedor de Dragones, como decían las baladas… —Tartamudeó, dudoso—. Sólo que entonces yo no sabía que las cosas no eran como en las baladas. Pero sabía que teníais que existir. Y sabía que necesitábamos a alguien. No podía quedarme quieto y dejar que el dragón siguiera aterrorizando a la gente. Tenía que ir y buscaros. Y cuando os encontré, tenía que traeros de vuelta…
—¿Después de decidir que tú sabes más que yo sobre las necesidades de mi gente y mi elección en el asunto? —La cara de John nunca mostraba mucho, pero su voz tenía algo en ella, como la cola de un escorpión.
Gareth retrocedió ante ese ataque, como ante un latigazo.
—Pensé…, pensé en eso estos últimos días —dijo con suavidad. Volvió a levantar la vista, la cara pálida con la agonía de la vergüenza. —Pero no podía dejaros volver. Y tendréis vuestra recompensa. Juro que veré que la tengáis.
—¿Y cómo vas a lograrlo? —El tono de John era agudo por el disgusto. Las planchas crujieron bajo los pies de los dos cuando la balsa tocó el lecho del río. Luces como las de los pantanos estallaron y se acercaron a ellos a través de la niebla—. Con un mago en la corte, no les habrá llevado mucho tiempo saber quién había robado el sello del rey, ni cuándo volvería a Belmarie. Supongo que ese comité de bienvenida —dijo e hizo un gesto hacia las formas oscuras que llegaban por la bruma —está aquí para arrestarte por traición.
—No —dijo Gareth en una voz vencida—. Son mis amigos de la corte.
Como si hubieran atravesado una puerta, las formas se hicieron visibles de pronto: la luz de la antorcha bailó sobre el brillo duro del satén, acarició el sueño más suave del terciopelo y tocó los bordes de puntilla almidonada y la niebla de nubes de los velos de las mujeres, salpicados con el fuego ardiente de las joyas. Al frente del grupo había una muchacha delgada, de cabello oscuro vestida en seda color ámbar, cuyos ojos, dorados como la miel con un toque de gris, buscaron los de Gareth e hicieron que el muchacho enrojeciera. Un hombre le sostenía la capa, una capa de terciopelo con bordes de armiño; otro, su caja dorada para guardar perfumes. Ella reía, un sonido que era al mismo tiempo plateado y ronco, como el eco de un sueño inquieto.
Sólo podía ser Zyerne.
John miró de nuevo a Gareth, con una pregunta en los ojos.
—Ese sello que me mostraste era real —dijo—. Lo he visto en los viejos documentos, hasta los pequeños dibujos de los costados. Se toman el robo con mucha tranquilidad, ¿no te parece?
Tomó la brida de Vaca y lo llevó a través de la plancha corta, forzando a los otros animales a seguirlo. Cuando pusieron un pie en la orilla, todos los cortesanos liderados por Zyerne hicieron al unísono el elaborado saludo del Fénix que Renace, tocando con las rodillas el barro pegajoso con olor a pescado, en señal de respeto.
—En realidad, no —admitió Gareth con el rostro encendido—. Técnicamente no fue robo. El rey es mi padre. Soy el heredero perdido.
—Así que ése es tu Vencedor de Dragones, ¿eh?
Al oír la voz de Zyerne, Jenny se detuvo en las sombras azuladas del vestíbulo de la casa de caza de la hechicera. Desde la penumbra donde estaba, la pequeña antecámara más allá del vestíbulo brillaba como un escenario iluminado; el fulgor rosado del vestido de Zyerne, los blancos y violetas del jubón, las mangas y el capuchón de Gareth y los rosados y negros de las alfombras bajo los pies parecían arder como los matices de los vitrales en la luz de la lámpara color ámbar. El instinto de las Tierras de Invierno mantenía a Jenny en las sombras. Nadie la vio.
Zyerne levantó la pequeña copa de cristal y vidrio hacia una de las lámparas sobre la repisa de la chimenea, admirando los reflejos rojo sangre del licor que había dentro. Sonrió traviesa.
—Debo decir que prefiero la versión de la balada.
Sentado en una de las sillas de marfil con patas bañadas de oro al otro lado de la mesa baja para tomar vino, Gareth parecía infeliz y confuso. Los hoyuelos al lado de los labios rosados y llenos de Zyerne se acentuaron y ella levantó una punta de los velos de encaje de las mejillas. Peinetas de cristal y sardónice brillaron en su cabello oscuro cuando inclinó la cabeza.
Cuando vio que Gareth no contestaba, su sonrisa se amplió un poco más y se movió con gracia sinuosa hasta que quedó de pie, lo suficientemente cerca de él como para envolverlo en el aura leve de su perfume. La luz de la lámpara saltaba como una estrella en explosión desde las facetas de cristal de la copa de Gareth con el temblor involuntario de la mano del muchacho.
—¿Ni siquiera vas a agradecerme que haya venido a buscarte y te ofrezca la hospitalidad de mi casa? —le preguntó Zyerne con un tono de voz lleno de burla.
Como sabía que estaba celosa de los poderes de Zyerne, Jenny se había forzado a no sentir nada excepto sorpresa ante su juventud al conocerla en la balsa. Parecía no superar la veintena, aunque si uno hacía cuentas —y Jenny no pudo dejar de hacerlas aunque la maldad de su reacción la molestó— debía de tener por lo menos veintiséis. Donde había celos, no podía haber aprendizaje, se dijo a sí misma; y de todos modos, le debía justicia a esa muchacha.