Venus Prime - Máxima tensión (13 page)

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Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

BOOK: Venus Prime - Máxima tensión
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A Sylvester le palpitaba con fuerza el corazón... Dios, qué peana, qué flancos majestuosos, qué pantorrillas más vibrantes. En parte italiana y en parte polinesia, era como una Galatea de bronce, una escultura hecha carne. Irritada, Sylvester aporreó los mandos de la imagen de vídeo hasta que la máscara de plástico de un locutor de la «BBC» apareció en ella.

Puso el volumen justo lo suficientemente alto para oír al locutor hablar de crecientes tensiones en el sur de Asia central mientras deambulaba por la habitación recogiendo ropa del suelo y echándola sobre la cama. Desde el baño le llegaba el siseo y el gotear de la ducha, así como la voz ronca, desafinada e ininteligible de Nancybeth cantando cualquier cosa. Sylvester miró con desagrado la pesada tetera de plata y las tazas de china. Entró en el vestidor y sacó la botella de «Moët & Chandon» del frigorífico que se encontraba debajo del mostrador. La pantalla de vídeo murmuraba ahora unas palabras que le llamaron la atención:

—«Un secreto desvelado: parece que la puja vencedora de la espectacular subasta de ayer, celebrada en "Sotheby"... —Sylvester se acercó apresuradamente a la pantalla de la pared y subió bastante el volumen—, primera edición de
Los siete pilares de la sabiduría
, de T. E. Lawrence, el legendario Lawrence de Arabia, fue hecha por el señor Vincent Darlington, director del "Museo Hesperiano". Puestos en contacto con él por radio, el señor Darlington se negó al principio a hacer comentarios, pero más tarde admitió que había sido él quien había comprado el libro, una auténtica rareza, en nombre del museo de Port Hesperus, una institución de la cual él es propietario..., no podría decirse que es una institución hasta ahora conocida por su colección de obras escritas. En lo referente a otras noticias del mundo del arte...»

Sylvester aporreó el vídeo para apagarlo. Rasgó la lámina de metal de la botella y desenroscó el alambre. Empezó a retorcer el abultado corcho de la botella de champaña sujetándolo firme y fuertemente.

Nancybeth salió de la ducha. Al resplandor de la luz del vestidor, la piel, vista a contraluz, emanaba vapor. Le tenía por completo sin cuidado el agua que estaba goteando sobre la alfombra.

—¿Han dicho algo de Vincent en las noticias?

—Por lo visto ha sido él quien me venció quedándose con el Lawrence.

El corcho del champaña salió produciendo un satisfactorio y seco sonido.

—¿Vince? A él no le interesan los libros.

Sylvester la contempló, como a una Venus oscura que se manifestase deliberadamente desnuda, que permitiera deliberadamente que la piel mojada se le quedase fría y que los pezones se le pusieran erectos.

—Le interesas tú —dijo Sylvester.

—Oh. —Nancybeth sonrió complacientemente con los párpados medio cerrados sobre los ojos color violeta—. Oh, supongo que has tenido que pagar por ello.

—Muy al contrario, tú me has hecho ahorrarme un montón de dinero que de otro modo habría derrochado al gastármelo en un simple libro. Trae un par de copas, ¿quieres? Están en el frigorífico.

Todavía desnuda, todavía mojada, Nancybeth llevó a la mesa las copas, que tenían forma de tulipán, y se acomodó en el mullido sillón.

—¿Estamos celebrando algo?

—Difícilmente —dijo Sylvester mientras servía el líquido frío y espumoso—. Me estoy consolando.

Le tendió una copa a Nancybeth. Se inclinaron la una hacia la otra. Los bordes de las copas se tocaron y produjeron un tintineo.

—¿Sigues enfadada conmigo? —ronroneó Nancybeth.

Sylvester estaba fascinada mirando cómo, al bajar Nancybeth la nariz respingona y meterla en la boca de la copa, se le ensanchaban los orificios de la nariz.

—¿Por ser quien eres?

La punta de la lengua rosada saboreó el punzante ácido carbónico que emanaba de las burbujas que se disolvían.

—Bueno, no tienes que
consolarte
sola, Syl.

Aquellos ojos violeta se levantaron desde debajo de las largas y húmedas pestañas y la traspasaron.

—¿No?

—Déjame que te consuele yo.

El magnoplano rechinó al cruzar el elegante verdor de los suburbios del sudoeste de Londres, deteniéndose aquí y allá para dejar y coger pasajeros, y depositó a Nikos Pavlakis a un par de kilómetros de su destino en Richmond. Pavlakis tomó un autotaxi en la parada, y cuando ya se alejaba de la estación bajó la ventanilla para que el húmedo aire primaveral inundase el coche. Más allá de los tejados de pizarra de las villas semiadosadas por las que pasaba, unos penachos de nubes nacaradas que había en el suave azul del cielo mantenían la misma velocidad que el taxi mientras éste pasaba por delante de primorosas zonas de césped y setos.

La casa de Lawrence Wycherly era una elegante casa georgiana construida de ladrillo. Pavlakis metió la tarjeta electromagnética en la ranura y pagó al taxi para que lo esperase; luego se encaminó a la puerta de la casa sintiéndose pesado dentro de aquel traje negro de plástico que, como todos los que tenía, le quedaba demasiado tirante en los macizos hombros. La señora Wycherly abrió la puerta antes de que él llegase a tocar el timbre.

—Buenos días, señor Pavlakis. Larry se encuentra en el cuarto de estar.

La señora Wycherly no parecía sentirse excesivamente alegre de verle. Era una mujer pálida de piel lisa y con un precioso pelo rubio, en otro tiempo bonita. Ahora estaba a punto de desaparecer en la invisibilidad, dejando tras de sí tan sólo su pesar.

Pavlakis encontró a Wycherly en pijama, sentado, con los pies apoyados sobre un cojín. Llevaba una bata a cuadros escoceses remetida por debajo de los muslos, y había un arsenal de novelas de misterio del espacio y de medicinas revueltas sobre la mesita auxiliar que tenía al lado. Wycherly levantó una delgada mano.

—Perdona, Nick. Me levantaría, pero llevo un día o dos que me tambaleo.

—Lamento tener que causarte esta molestia, Larry.

—Nada de eso. Siéntate, ¿quieres? Ponte cómodo. ¿Te apetece tomar algo? ¿Té?

La señora Wycherly seguía en la habitación, con cierta sorpresa por parte de Pavlakis, y salió momentáneamente de las sombras del arco.

—A lo mejor el señor Pavlakis prefiere café.

—Eso estaría muy bien —dijo agradecido. Los ingleses lo asombraban una y otra vez con la sensibilidad que tenían para aquellas cosas.

—Muy bien —dijo Wycherly sin dejar de mirar fijamente a la mujer hasta que ésta volvió a disolverse. En un gesto astuto, curvó una ceja hacia Pavlakis, que había posado delicadamente su musculoso cuerpo en un sofá estilo Imperio—. Muy bien, Nick. ¿Se trata de algo demasiado especial para hablar de ello por teléfono?

—Larry, amigo mío... —Pavlakis se inclinó hacia delante, con las manos recatadamente puestas sobre las rodillas—. Los «Astilleros Faralon» nos están engañando... a mi padre y a mí. Dimitrios anima a los consorcios de trabajadores a que nos aprieten y luego acepta contrapartidas por parte de ellos. Por todo lo cual somos nosotros los que tenemos que pagar. Si es que queremos fletar la
Star Queen.

Wycherly no dijo nada, pero una agria sonrisa le apareció en los labios.

—Francamente, Larry, la mayoría de los que hemos trabajado con esa empresa durante años, siempre hemos aceptado que eso formaba parte de un arreglo entre Dimitrios y tu padre. —Wycherly hizo una pausa, tosió repetidamente, produciendo un zumbido como si tuviera en el pecho un motor de dos tiempos que se hubiese atascado. Durante unos momentos Pavlakis temió que se estuviera ahogando, pero simplemente se estaba aclarando la garganta. Luego se recuperó—. Es una práctica corriente, por decirlo así.

—Pues ya no podemos permitirnos más esta
práctica —
dijo Pavlakis—. En estos tiempos nos enfrentamos a algo más que a la antigua competencia.

Wycherly sonrió con ironía.

—Y aparte de eso, ya no se te permite librarte de ellos mediante algo tan simple como, pongamos por ejemplo, rebanar unas cuantas gargantas.

—Sí. —Pavlakis adelantó la cabeza de un tirón, solemnemente—. Porque tenemos normas. Demasiadas normas. Tarifas fijas por cada kilogramo de masa.

—...dividido por el tiempo de transporte, multiplicado por la distancia mínima entre los puestos —concluyó cansadamente Wycherly—. Eso es, Nick.

—Así que para atraer los negocios uno debe atenerse a los lanzamientos.

—He estado una temporada con la empresa.

Wycherly repitió aquel sonido de segadora de césped en el fondo de la garganta, en un esfuerzo por respirar.

—Estos cálculos..., no consigo sacármelos de la cabeza —dijo Pavlakis. Estaba pensando que Wycherly no presentaba un aspecto demasiado bueno; tenía el blanco de los ojos ribeteado de rojo brillante, y el pelo rojizo se le levantaba en penachos, como las plumas de un pájaro mojado.

—Lo siento por ti, viejo —dijo Wycherly con ironía.

—Es que estamos muy cerca de hacerlo bien. He cerrado un contrato a largo plazo con la «Compañía Minera Ishtar». El primer cargamento consiste en seis robots mineros que pesan casi cuarenta toneladas. Con eso cubriremos todos los gastos del viaje y hasta nos dejará algún beneficio. Pero si perdemos el lanzamiento...

—Perderéis el contrato —concluyó Wycherly dándolo por sentado.

Pavlakis se encogió de hombros.

—Peor aún, tendremos que pagar una multa. Eso suponiendo que antes no nos hayamos declarado en bancarrota.

—¿Qué más cosas tienes que transportar?

—Algunas tonterías. Un poco de pornografía. Una caja de puros. Ayer nos hicieron una reserva provisional para un condenado libro.

—¿Un solo libro? —Pavlakis movió otra vez la cabeza haciendo un gesto afirmativo, y a Wycherly se le disparó hacia arriba la ceja—. ¿Por qué «condenado»?

—El paquete pesa cuatro kilogramos, Larry. —Pavlakis se echó a reír, bufando como un toro—. Su carga no pagaría ni los gastos de un viaje a la Luna. Pero ha de ir acompañado por un certificado del seguro por la cifra de... ¡dos millones de libras! Preferiría tener ese seguro yo.

—A lo mejor podrías cargarlo y arreglar un pequeño accidente.

Wycherly empezó a reírse, pero le cogió un espasmo de tos. Pavlakis miró hacia otra parte, fingiendo un súbito interés por unas láminas de caballos que había colgadas en las paredes color crema del cuarto de estar, y por las librerías, llenas de obras clásicas encuadernadas en piel que nadie había leído.

Por fin Wycherly se recuperó.

—Bueno, naturalmente tú debes de saber qué libro es.

—¿Debería saberlo?

—Claro, Nick, ayer salió en todos los programas de noticias. Ese libro es
Los siete pilares de la sabiduría.
Tiene que serlo. Lawrence de Arabia y todo eso. —La estropeada cara de Wycherly se retorció en una mueca de ironía—. Otro de los tesoros del imperio que se ve transportado a las colonias. Y esta vez la colonia es otro planeta.

—Muy triste. —La conmiseración de Pavlakis fue breve—. Larry, sin el contrato de la «Ishtar»...

Pero Wycherly estaba meditando, mirando fijamente más allá de Pavlakis, hacia la sombra del recibidor.

—Es una rara coincidencia, ¿verdad?

—¿Qué es raro?

—O puede que no, en realidad. Port Hesperus, naturalmente.

—Lo siento, pero no...

Wycherly lo enfocó con la mirada.

—Perdona, Nick. La señora Sylvester, ella es el ejecutivo jefe de la «Compañía Minera Ishtar», ¿no es cierto?

El otro asintió con la cabeza.

—Oh, sí.

—Ella fue el otro pujador por
Los siete pilares de la sabiduría
, ya ves. Sobrepasó el millón de libras y aun así perdió.

—Ah. —Pavlakis bajó los párpados al pensar en semejante riqueza personal—. Qué triste para ella.

—Port Hesperus es el auténtico centro de la riqueza en estos tiempos.

—Bien... Ya ves por qué tenemos que retener a toda costa el contrato de la «Ishtar». No hay sitio para Dimitrios y sus... «prácticas habituales». —Pavlakis se esforzó por volver a coger el hilo de la conversación—. Larry, no estoy seguro de que mi propio padre acabe de entender estos asuntos...

—Pero
no
has tenido problema en dejárselo bien claro a Dimitrios. —Wycherly estudió a Pavlakis durante unos instantes y vio lo que esperaba—. Y no se puede decir que él esté contento contigo.

—Fui un idiota. —Pavlakis se rebuscó en los bolsillos para sacar el rosario de cuentas.

—Podría ser. Habrá comprendido que ésta es la última oportunidad que le queda de robar. Y aún hay tiempo de sobra para que ese viejo sinvergüenza especule comprando barato y cobrando caro.

—No conseguí encontrar el menor indicio de engaño en las especificaciones cuando inspeccioné el trabajo hace un par de días...

—No estoy dispuesto a capitanear ninguna nave que esté por debajo de lo corriente, Nick —le atajó Wycherly, cortante—. Sea lo que sea aquello que ha estado pasando entre Dimitrios y tu padre, y sospecho que son muchas cosas, tu padre nunca me pidió que arriesgase el cuello con una nave que no fuera digna del espacio.

—Yo tampoco te pediría eso nunca, amigo mío... —Pavlakis se sobresaltó cuando la señora Wycherly se materializó silenciosamente junto a su codo llevando un platito. Sobre el mismo se mantenía en equilibrio una taza llena de un líquido marrón. Miró a la mujer y le sonrió con incertidumbre—. Es usted muy amable, querida señora. —Cogió la taza y sorbió el líquido con cautela; normalmente tomaba café turco con doble ración de azúcar, pero éste era café al estilo americano, solo y amargo. Sonrió, ocultando la contrariedad—. Mmm.

Aquella farsa educada era una pérdida de tiempo con la señora Wycherly, quien ahora estaba mirando a su marido.

—Por favor, no te agotes, Larry.

Wycherly sacudió la cabeza con impaciencia.

Cuando Pavlakis levantó la vista de la taza, descubrió que la mujer ya no estaba. Cuidadosamente, depositó a un lado el café.

—Lo que yo esperaba era que tú nos ayudaras a asegurarnos de que la
Star Queen
no dejara de obtener el certificado que ha de concederle la junta, Larry.

—¿Y cómo quieres que yo haga eso? —masculló Wycherly.

—Me alegraría mucho ponerte en nómina de vuelo inmediatamente, con primas incluidas, si consintieras en ir a Falaron y en quedarte a vivir allí durante el mes que viene, en cuanto te pongas bien, naturalmente, para actuar como agente personal mío. E inspeccionar el trabajo diario hasta que la nave esté lista.

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