Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
McNeil estaba observando atentamente a Grant y debió suponer que éste se estaba acercando a la verdad. De pronto cambió el tono de voz, como si lamentara haber revelado tantas cosas de su propio carácter.
—No creas que me proporciona alguna especie de placer quijotesco el hecho de poner la otra mejilla —dijo cortante—; lo que sucede es que tú has pasado por alto algunas dificultades de base bastante lógicas. Realmente, Grant, ¿no se te había ocurrido que si sólo sobreviviera uno de nosotros sin un mensaje de cobertura del otro, pasaría por muchas dificultades para explicar lo ocurrido?
Grant se quedó mudo de la impresión. En lo más profundo de sus emociones en ebullición, en la ceguera producto de la furia que sentía, sencillamente había omitido considerar cómo iba a exculparse a sí mismo. Su honradez le había parecido algo tan..., tan
evidente.
—Sí, supongo que tienes razón —murmuró. Sin embargo se estaba preguntando para sus adentros si un mensaje de cobertura era realmente algo tan importante en los pensamientos de McNeil. Quizás éste estuviera sencillamente tratando de convencerle de que su sinceridad se basaba en la fría razón. No obstante, Grant se sentía ya mejor. Todo el odio había salido de él y se sentía, casi, en paz. La verdad ya se sabía y él la aceptaba. Que tal verdad fuera bastante diferente de como él la había imaginado era algo que parecía importar poco—. Bien, acabemos de una vez —dijo sin manifestar la menor emoción—. ¿Tenemos aún aquella baraja nueva?
—Sí, hay un par en ese cajón de ahí. —McNeil se había quitado la chaqueta y se estaba remangando las mangas de la camisa—. Coge la que tú quieras, pero antes de que la abras, Grant —esto lo dijo con peculiar énfasis—, creo que será mejor que hablemos con Port Hesperus. Los dos. Y que nuestro acuerdo quede registrado en las grabaciones.
Grant asintió con aire ausente; ahora ya no le importaba demasiado hacer las cosas de una manera o de otra. Cogió la baraja precintada de naipes metalizados del cajón de juegos y siguió a McNeil por el pasillo en dirección a la cubierta de vuelo. Dejaron los brillantes frascos de veneno flotando donde estaban.
Grant se las arregló para esbozar una sonrisa fantasmal cuando, diez minutos después, sacaba una carta de la baraja y la dejaba boca arriba al lado de la de McNeil. El naipe se ajustó a la consola de metal con un chasquido apenas perceptible.
McNeil guardó silencio. Durante un minuto se dedicó a encender un nuevo cigarrillo. Inhaló profundamente el fragante y venenoso humo. Luego dijo:
—Y el resto ya lo conoce usted, inspectora.
—Excepto unos cuantos detalles de menor importancia —observó tranquilamente Sparta—. ¿Qué ha sido de los dos frascos, el de veneno real y el otro?
—Salieron por la cámara de descompresión con Grant —repuso McNeil brevemente—. Pensé que sería mejor poner las cosas fáciles, y no correr el riesgo de un análisis químico..., que revelase restos de sal, y esas cosas.
Sparta sacó una baraja de cartas metalizadas del bolsillo de su chaqueta.
—¿Las reconoce usted? —dijo al tiempo que se las tendía al hombre que tenía enfrente.
McNeil las cogió con aquellas grandes y curiosamente limpias manos, sin molestarse apenas en mirarlas.
—Es posible que sean las mismas que usamos. U otras parecidas.
—¿Le importaría barajarlas, señor McNeil?
El ingeniero la miró con agudeza; luego hizo lo que ella le había pedido y comenzó a barajar con manos expertas las delgadas y flexibles cartas en el aire, entre las palmas curvadas y los ágiles dedos. Una vez que terminó, miró inquisitivamente a la joven.
—Corte, si no le molesta —le dijo Sparta.
—Ése habría de ser privilegio de usted, ¿no?
—Hágalo usted.
McNeil dejó la baraja en la mesita central y rápidamente levantó un montón de cartas y lo puso a un lado; a continuación colocó el montón inferior encima del primero. Luego se echó hacia atrás.
—¿Y ahora qué?
—Ahora me gustaría que volviera a barajar. La expresión del rostro de aquel hombre, a pesar de que él se esforzaba por que pareciera neutral, apenas lograba ocultar el desprecio. Había compartido con la joven uno de los episodios más significativos de su vida, y la reacción de ella era pedirle que se pusiera a hacer juegos, sin duda con intención de hacerle caer en alguna trampa. Pero se puso a barajar las cartas de prisa y no hizo comentario alguno; dejó que el siseo y los roces que las cartas producían al separarse y mezclarse hicieran los comentarios.
—¿Y ahora?
—Ahora yo escogeré una carta.
Él desplegó la baraja en abanico y se lo tendió a Sparta. Ésta alargó una mano, pero dejó revolotear los dedos por encima de las cartas, moviéndolos adelante y atrás como si estuviera tratando de decidir cuál de ellas escoger. Todavía concentrándose, dijo:
—Es usted un experto manejándolas, señor McNeil.
—Nunca lo he mantenido en secreto, inspectora.
—No ha sido ningún secreto desde el principio, señor McNeil.
Tiró de una carta de un extremo de la baraja y la levantó enseñándosela a él y sin molestarse siquiera en mirarla.
McNeil se quedó mirándola, sorprendido.
—Es la J de picas, ¿verdad, señor McNeil? ¿Es ésa la carta que usted sacó cuando jugaba contra el comandante Grant? —El hombre a duras penas susurró un sí antes de que ella sacase otra carta de la baraja que seguía extendida. De nuevo Sparta se la mostró sin mirarla—. Y ésa debe ser el tres de tréboles. La carta que sacó Grant y que lo envió a la muerte. —Dejó caer las dos cartas en la cama—. Ya puede dejar la baraja, señor McNeil.
El cigarrillo se consumía olvidado en el cenicero. McNeil ya se imaginaba el objeto de aquella demostración, y esperaba que la muchacha lo expusiera.
—Las cartas metalizadas no están permitidas en el juego profesional por una razón muy sencilla con la cual estoy segura de que se encuentra usted familiarizado —dijo ella—. No son tan fáciles de marcar con alfileres como las de cartón, pero es cosa fácil dotarlas de un dibujo débil, bien sea eléctrico o magnético, que pueda ser captado por un detector apropiado. Y ese detector puede ser muy pequeño..., lo suficientemente pequeño, digamos, como para caber en un anillo como el que lleva usted en la mano derecha. Un artículo atractivo..., de oro venusiano, ¿no es así?
Era atractivo y rebuscado; representaba a un hombre y a una mujer abrazados; en realidad, si se examinaba de cerca era más que un poco curioso. Sin dudarlo un instante, McNeil se quitó el anillo pesadamente esculpido haciéndolo girar para que le pasase por la articulación del dedo. Salió fácilmente, porque tenía el dedo más delgado que una semana antes. Se lo tendió a Sparta, pero vio con sorpresa que ésta hacía un gesto negativo con la cabeza...
...y sonreía.
—No necesito mirarlo, señor McNeil. Los únicos dibujos coherentes que hay en esas cartas los he puesto yo misma hace unos minutos. —Se recostó, apartándose de él y relajándose en el sillón; daba la impresión de estar invitándole a él a hacer lo mismo—. Empleé estos métodos para determinar qué cartas habían sacado usted y Grant. Eran las dos únicas cartas de la baraja que parecían más tocadas que las demás, que sólo habían sido ligeramente barajadas. Francamente, en parte sólo estaba adivinando.
—Pues ha estado usted de suerte —dijo McNeil con voz ronca una vez que recuperó el habla—. Pero si no me está usted acusando de hacerle trampas a Grant, ¿a qué ha venido toda esta demostración? Algunos la tacharían de poco corriente, puede que hasta de cruel.
—Oh, pero
usted —
dijo Sparta con fiereza— no habría necesitado dibujos electromagnéticos para hacer trampas, ¿verdad, señor McNeil? —Le miró los antebrazos, que descansaban en los muslos del hombre con las manos entrelazadas entre las rodillas—. Hasta con las mangas subidas.
McNeil movió negativamente la cabeza.
—Habría podido engañarle con bastante facilidad, inspectora Troy. Pero juro que no lo hice.
—Gracias por decirlo. Aunque confiaba en que usted diría la verdad. —Sparta se puso en pie—. «La vida y el honor parecían estar en categorías diferentes, cuanto más se perdía, más preciado se hacía lo poco que quedaba.»
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó McNeil con un gruñido.
—Es de un libro viejo que he estado hojeando hace un rato..., un pasaje que ha hecho que me entren ganas de leer el libro entero en alguna ocasión. Me ayudó considerablemente a penetrar psicológicamente en la situación por la que pasa usted. Es usted muy bueno disfrazando las verdades, señor McNeil, pero su peculiar sentido del honor hace que le resulte muy difícil mentir abiertamente. —Sonrió—. No me extraña que estuviera a punto de atragantarse con aquel café.
La expresión de McNeil era ahora de confusión casi humilde. ¿Cómo podía aquella niña pálida y delgada haber penetrado tan profundamente en su alma?
—Sigo sin comprender lo que se propone hacer.
Sparta se metió la mano en la chaqueta y sacó un librito.
—Otras personas inspeccionarán la
Star Queen
después de mí, y lo harán por lo menos tan concienzudamente como lo he hecho yo. Puesto que usted y yo sabemos que no le hizo ninguna trampa a Grant que le costase la vida, quizá sea una buena cosa que usted haya sacado este libro de la nave y que yo no lo haya encontrado nunca, y que yo nunca haya sospechado que sea usted un mago aficionado tan bueno. —Dejó caer el libro sobre la cama, al lado de las cartas. Éste quedó con la portada hacia arriba:
Harry Blackstone sobre Magia—.
Y quédese también con las cartas. Son un pequeño obsequio de mi parte para ayudarle a que se reponga bien pronto. Las he comprado hace diez minutos en un quiosco de la estación.
—Tengo la impresión de que nada de lo que he dicho la ha cogido muy de sorpresa, inspectora —dijo McNeil.
Sparta tenía la mano en la puerta, dispuesta a marcharse.
—No crea que lo admiro a usted, señor McNeil. Su vida y el modo en que usted decida vivirla son asunto suyo. Pero da la casualidad de que estoy de acuerdo en que no hay justificación alguna para destruir la reputación del difunto y desafortunado Peter Grant. —Ahora la joven no sonreía—. Lo digo a título personal, no desde el punto de vista legal. Si me ha ocultado usted alguna otra cosa, la descubriré; y si es constitutiva de delito, lo cogeré por ello.
Sparta se puso en contacto telefónico con Viktor Proboda: ya podía dejar de jugar. Los pasajeros de la Helios podían desembarcar.
Los puertos situados en el espacio —al contrario que los puertos para transbordadores espaciales construidos en la superficie de los planetas, que parecen aeropuertos normales— tienen un sabor propio. En parte son puertos, en parte estaciones de ferrocarril y en parte parada de camiones. Por todas partes se ven naves pequeñas, remolcadores, gabarras, taxis, cúteres y satélites autopropulsados que se deslizan y mueven continuamente en torno a las grandes estaciones. Hay muy pocas naves de placer en el espacio (la afición, propia de billonarios excéntricos, de navegar en yate por el sistema solar constituye una rara excepción) y, al contrario que en los puertos de tráfico intenso, en ellos no tienen cabida las fanfarronadas, los saltos por encima de las estelas de otras embarcaciones ni esos insolentes cruces por delante de la proa de otra nave. La rutina diaria consiste en igualar la órbita —exquisita precisión, con reajuste constante de los cálculos de las diferenciales de velocidad y las relaciones masa/combustible—, de manera que en el espacio hasta las naves más pequeñas se hallan rígidamente restringidas a navegar por senderos preestablecidos como si fueran vagones de carga en un patio de maniobras. Sólo que en el espacio grupos de ordenadores se encargan de cambiar continuamente la disposición de las vías.
Dejando aparte el tráfico local, los puertos de naves espaciales no tienen demasiado movimiento. Puede, como mucho, que los transbordadores espaciales de la superficie del planeta se acerquen por ellos unas cuantas veces al mes, y que las naves interplanetarias de pasajeros y de mercancías lo hagan unas cuantas veces al año. El alineamiento más favorable de los planetas tiende a concretar las temporadas de máximo movimiento; entonces las cámaras locales de comercio ponen en la calle un gran número de voluntarias disfrazadas que salen a recibir a las naves de pasajeros cuando éstas llegan, lo mismo que en otro tiempo Honolulú saludaba al Lurline y al Matsonia. A falta de faldas de hierba y de guirnaldas de flores indígenas, las animadoras de las estaciones espaciales han inventado nuevas «tradiciones» que son reflejo de la mezcla política y étnica existente en la estación, de su base económica y de las mitologías que han tomado prestadas: así, al llegar a la estación espacial de Marte, cabe que los pasajeros se encuentren con hombres y mujeres vestidos con corazas romanas que muestran las rodillas desnudas y llevan banderas rojas llenas de blasones con martillos y hoces.
En Port Hesperus los pasajeros de la Helios, al desembarcar tras aquella larga demora, atravesaron un tortuoso pasillo de acero inoxidable adornado con luces de colores, llamativos letreros que pregonaban con orgullo en inglés, árabe y ruso los productos minerales de la estación; banderas de papel salpicadas de kanji que ondeaban movidas por la brisa producida por los ventiladores y extractores de gases, ponían una nota adicional de festividad.
Cuando los pasajeros llegaron a un sector del pasillo que tenía el techo de vidrio, les llamó la atención un silencioso tumulto que se estaba produciendo por encima de sus cabezas; al mirar hacia arriba sintieron un sobresalto al ver a una Afrodita ataviada con túnica que cabalgaba sobre una concha de plástico al tiempo que les sonreía y les saludaba con la mano. Cerca de ella una diosa del sol Shinto se mecía graciosamente ataviada con un quimono de seda. Ambas mujeres flotaban libremente en gravedad cero, y cada una de ellas formaba extraños ángulos con respecto a la otra y el resto de la gente. Esta aparición de las diosas de la estación (los japoneses estaban propagando mucho su propia identidad) se hallaba rodeada de una docena de hombres, mujeres y niños sonrientes que les hacían gestos y que llevaban cestos llenos de frutas y flores, producto de las granjas y jardines hidropónicos de la estación.
Los pasajeros, antes de que se les permitiera ascender hasta el nivel en que se encontraban aquellas criaturas celestiales, tuvieron que enfrentarse a un último obstáculo. Al final del pasillo el inspector Viktor Proboda, flanqueado por respetuosos guardas que llevaban al costado armas para aturdir, estaba esperándolos para conducirlos hasta una pequeña habitación cúbica cuyas seis caras se hallaban tapizadas con moqueta de color azul oscuro. Allí fueron entrando, unos individualmente, otros en grupo. En una de las paredes de aquel cubo enmoquetado, una pantalla de vidrio exhibía el rostro solemne de la inspectora Ellen Troy a un tamaño bastante mayor que el natural. La muchacha estaba estudiando con toda ostentación una pantalla de expedientes que tenía justo delante, pero cuya superficie quedaba fuera de la vista de aquellos que contemplaban la pantalla de vídeo.