Venus Prime - Máxima tensión (16 page)

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Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

BOOK: Venus Prime - Máxima tensión
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Desde luego, depende mucho de la noción subjetiva de cada uno lo que significan las palabras meteoro, meteorito y meteoroide. Cada terrón de escoria cósmica que llega a la superficie de la Tierra —ganándose de este modo el apelativo de «meteorito»— tiene un millón de hermanos más pequeños que perecen por completo en esa tierra de nadie donde la atmósfera no ha terminado del todo y el espacio está aún por empezar, esa región fantasmal donde Aurora camina de noche. Éstos son meteoros —manifestaciones del aire en su parte superior, original significado de la palabra—, las conocidas estrellas fugaces, que rara vez son más grandes que una cabeza de alfiler. Y éstas, a su vez sobrepasadas en número hasta multiplicarse por un millón, son partículas demasiado pequeñas para dejar rastro alguno visible de su muerte cuando caen del cielo. Todos ellos, las incontables motas de polvo, los raros cantos rodados e incluso las montañas errantes que se encuentran con la Tierra puede que cada doce millones de años, todos ellos, cuando se encuentran volando libres en el espacio, son meteoroides.

Para los propósitos de vuelo espacial, un meteoroide sólo tiene interés si, al golpear el casco, la explosión resultante pone en entredicho las funciones vitales, produce excesos de presión que puedan resultar destructivos o abre un agujero en algún compartimiento presurizado demasiado grande para poder evitar la rápida pérdida de atmósfera. Éstas son cuestiones tanto de tamaño como de velocidad relativa. Los esfuerzos de los encargados de hacer las estadísticas habían dado como resultado unas tablas que mostraban las probabilidades aproximadas de colisión en distintos radios a partir del sol para meteoroides cuya masa alcanzara unos cuantos miligramos. En el radio de la órbita de la Tierra, por ejemplo, sólo uno de cada tres días podía esperarse que cualquier kilómetro cúbico fuera atravesado por un meteoroide de un gramo que viajase hacia el sol a una velocidad de quizá cuarenta kilómetros por segundo. Las probabilidades de que una nave espacial ocupase el mismo kilómetro cúbico de espacio (excepto muy cerca ya de la propia Tierra) era aún mucho más baja, y así se calculaba la incidencia de meteoroides más grandes... De modo que la colisión estimada por McNeil de «una vez cada siglo» era, en realidad, absurdamente elevada.

El meteoroide que había chocado contra la
Star Queen
era grande, probablemente el equivalente a un gramo en polvo solidificado y hielo, y del tamaño de un cojinete. Y de alguna manera había eludido golpear tanto el hemisferio superior del módulo de la tripulación como las grandes bodegas de carga cilíndricas situadas más abajo, dado el ángulo casi perpendicular en que había atacado a la cubierta de soporte de vida. La virtual certeza de que un incidente como aquél no volvería a pasar en el transcurso de la historia humana no les servía de mucho consuelo a Grant y McNeil.

Aun así, las cosas podían haber ido peor. La
Star Queen
llevaba ya catorce días de trayectoria, y le faltaban todavía veintiuno para llegar a Port Hesperus. Gracias a los motores ascendentes viajaba mucho más de prisa que los cargueros espaciales, los lentos vapores mercantes que surcaban los caminos del espacio y que estaban restringidos a las elipses Hohmann, unos largos senderos tangenciales que gastaban un mínimo de energía besando justamente las órbitas de la Tierra y Venus en los lados opuestos del sol. Las naves de viajeros equipadas con reactores de núcleo gaseoso aún más poderosos, o los veloces cúters que empleaban nuevos mecanismos de tracción por fusión, podían cruzar de planeta a planeta en un plazo de tiempo tan corto como quince días, dado el alineamiento favorable de los planetas —y dado también un margen de beneficios que les permitía gastar mucho más combustible—, pero la
Star Queen
estaba enclavada justo en medio de la ecuación. Su aceleración y desaceleración óptimas determinaban tanto su lanzamiento como su hora de llegada.

Resulta sorprendente lo largo que se hace ejecutar un sencillo programa de ordenador cuando la vida de uno depende del resultado. Grant tecleó los números pertinentes de una docena de maneras distintas antes de abandonar la esperanza de que la línea de fondo fuera a cambiar.

Se dirigió a McNeil, que seguía inclinado sobre la consola del ingeniero, al otro lado de la habitación circular.

—Me parece que podremos esquivar la ETA sólo por un pelo, casi medio día —dijo—. Eso suponiendo que soltemos todas las bodegas en cosa de una hora más o menos.

Durante uno o dos segundos McNeil no le contestó. Cuando por fin se incorporó y se volvió de cara a Grant, tenía una expresión sobria y serena.

—Parece que el oxígeno nos durará dieciocho días en el mejor de los casos..., quince en el peor. Nos van a faltar unos cuantos días.

Los hombres se miraron con una calma semejante a un trance que hubiese resultado extraordinaria de no haber sido evidente lo que les estaba pasando por la cabeza: ¡Tiene que haber una salida!

¡Fabricar
oxígeno!

Cultivar plantas, por ejemplo; pero no llevaban nada verde a bordo, ni siquiera un paquete de semillas de hierba. Y aunque lo hubiesen llevado, y a pesar de tantos cuentos increíbles, si se tiene en cuenta todo el ciclo de energía, las plantas de tierra no son productoras eficientes de oxígeno en una escala menor que un mundo pequeño. Para lo único que les hubiera servido llevar a bordo aquellos plantones de pino habría sido para tener un mayor volumen de aire en la bodega presurizada.

Electrolizar agua, entonces, invirtiendo el ciclo de las células de combustible para obtener hidrógeno y oxígeno elementales; pero no había suficiente agua en las células de combustible o en los depósitos de agua, ni siquiera en el cuerpo de los dos hombres, para mantenerlos con aliento los siete días más que necesitaban. Por lo menos no después de que murieran deshidratados.

No había manera de obtener oxígeno extra. Lo cual dejaba ese último recurso de ópera espacial, el
deus ex machina
de una nave que pasase, una que casualmente se emparejase convenientemente con su exacta trayectoria y velocidad.

Pero no habría tales naves, naturalmente. Casi por definición, la nave que «casualmente pasase por allí» era imposible. Aun en el caso de que otros cargueros viajaran ya hacia Venus siguiendo la misma trayectoria —y si los hubiese habido, Grant y McNeil lo habrían sabido—, entonces, de acuerdo con las leyes propuestas por Newton, debían conservar sus distancias originales sin pretender llevar a cabo un heroico sacrificio de masa y un posiblemente fatal derroche de combustible. Cualquier nave que pasase a una velocidad significativamente más grande —pongamos por caso, una nave de pasajeros— estaría siguiendo una trayectoria hiperbólica propia, y probablemente resultaría tan inaccesible como Plutón. Pero un cúter enteramente abastecido, si saliera
en aquel momento
de Venus...

—¿Qué hay atracado ahora en Port Hesperus? —inquirió McNeil como si sus pensamientos hubieran seguido la misma trayectoria que los de Grant.

Éste aguardó unos instantes, el tiempo que tardó en consultar la computadora, antes de responder.

—Un par de viejos cargueros Hohmann, según el Registro de «Lloyd»... y el desbarajuste acostumbrado de lanchas y remolcadores. —Se echó a reír bruscamente—. Y un par de yates solares. Ahí no hay ayuda.

—Parece que nos va a resultar imposible encontrar nada —observó McNeil—. Quizá deberíamos tener una conversación con los controladores de la Tierra y de Venus.

—Precisamente estaba a punto de hacerlo —dijo Grant con tono irritado—; en cuanto haya decidido cómo redactar la pregunta. —Tomó aire rápidamente—. Mira, aquí has sido de gran ayuda. Podrías hacernos otro favor a ambos y efectuar un chequeo personal de posibles escapes de aire en el sistema. ¿De acuerdo, entonces?

—Claro, de acuerdo.

La voz de McNeil sonaba tranquila.

Grant observó a McNeil de reojo, mientras éste se soltaba las correas y se alejaba flotando de la cubierta de vuelo. Probablemente el ingeniero iba a traerle problemas en los días venideros, reflexionó Grant. Aquel asunto tan vergonzoso..., desmoronarse igual que una criatura... Hasta el momento se habían llevado bastante bien —como la mayoría de los hombres de sustancial gordura, McNeil tenía buen carácter y era bastante acomodadizo—, pero ahora Grant se daba cuenta de que a McNeil le faltaba un poco de fibra. Era evidente que se había vuelto flojo física y mentalmente a fuerza de vivir tanto tiempo en el espacio.

10

La antena parabólica que había en el botalón de comunicaciones estaba dirigida hacia el brillante faro de arco situado en Venus, a menos de veinte millones de kilómetros de distancia, que se movía en un sendero convergente con la nave. Un zumbido sonó en la consola indicando que habían recibido una señal procedente de Port Hesperus.

La convergencia física no tendría lugar hasta un mes más tarde, pero las ondas de tres milímetros que salían del transmisor de la nave realizarían el viaje en algo menos de un minuto. Qué bueno habría sido en aquel momento ser una onda de radio.

Grant agradeció el «adelante» y comenzó a hablar firme y, esperaba él, desapasionadamente. Dio un detallado análisis de la situación, adjuntando los datos pertinentes en telemetría, y terminó el discurso con una petición de consejo. No expresó los temores que tenía con respecto a McNeil, pues sin duda el ingeniero estaría monitorizando la transmisión.

Y en Port Hesperus —la estación orbital de Venus— la bomba estaba a punto de estallar, desencadenando oleadas de compasión en todos los mundos habitados cuando el vídeo y las hojas de fax adoptaran el mismo titular: «LA
STAR QUEEN
EN PELIGRO.» Un accidente en el espacio posee cierta cualidad dramática que tiene tendencia a desplazar de los titulares a todas las demás noticias. Por lo menos hasta que se han acabado de contar los cadáveres.

La concreta respuesta de Port Hesperus, menos dramática, viajó todo lo rápida que permitió la velocidad de la luz: «Control de Port Hesperus a
Star Queen
, dándonos por enterados de vuestra situación de emergencia. En breve enviaremos un cuestionario detallado. Por favor, no os retiréis.»

No se retiraron. Se quedaron allí, flotando en el aire.

Cuando llegaron las preguntas, Grant las imprimió. El mensaje tardó casi una hora en pasar por la impresora y el cuestionario era tan detallado, tan extremadamente detallado —tan extraordinariamente detallado, de hecho—, que Grant se preguntó malhumorado si McNeil y él vivirían el suficiente tiempo como para contestarlo. Dos semanas, más o menos.

La mayoría de las preguntas eran técnicas, concernientes al estado de la nave. Grant no albergaba la menor duda de que los expertos de la Tierra y de la estación de Venus se estarían estrujando el cerebro en un intento de salvar la
Star Queen
y su cargamento. Posiblemente, sobre todo, el cargamento.

—¿Y a ti qué te parece? —le preguntó Grant a McNeil

una vez que el ingeniero hubo terminado de leer el mensaje. Se quedó mirando atentamente a su compañero en busca de algún signo de tensión en él.

Tras un prolongado y rígido silencio, McNeil se encogió de hombros. Sus primeras palabras fueron el eco de los pensamientos de Grant.

—Ciertamente, esto nos mantendrá ocupados. Dudo que podamos terminar en un día. Y tengo que admitir que la mitad de estas preguntas son una locura. —Grant hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero no dijo nada. Dejó que McNeil continuase hablando—. «Porcentaje de escapes en las zonas de la tripulación...» Es bastante sensato, pero eso ya se lo hemos dicho. ¿Y para qué quieren saber la eficiencia de las protecciones contra la radiación?

—Quizá tenga que ver con la erosión del cierre hermético, supongo yo —murmuró Grant.

McNeil lo miró.

—Si me lo preguntases, yo diría que están intentando mantenemos con la moral alta, fingiendo que se les han ocurrido un par de ideas brillantes. Y mientras tanto nosotros estamos demasiado ocupados para preocupamos.

Grant escudriñó a McNeil con una extraña mezcla de alivio y fastidio; alivio porque el escocés no había estallado con otra rabieta; y a la inversa, fastidio porque ahora se mostraba tan condenadamente tranquilo, negándose a encajar del todo en la categoría mental que Grant le había preparado. ¿Habría sido típico de aquel hombre el lapso momentáneo que había sufrido tras el choque del meteoroide? ¿O podría haberle ocurrido a cualquiera? Grant, para quien el mundo era en gran medida un lugar de blancos y negros, se sentía enojado al ser incapaz de determinar si McNeil era un cobarde o un valiente. Que pudiera ser ambas cosas a la vez, ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

En el espacio, cuando se está en vuelo, el tiempo no tiene límites. En la Tierra está el gran reloj que es el propio globo dando vueltas y marcando las horas con continentes enteros a modo de manecillas. Incluso en la luna las sombras se deslizan perezosamente de cráter en cráter al describir el sol su lenta marcha a través del cielo. Pero en el espacio las estrellas están fijas, o es como si lo estuviesen; el sol se mueve sólo si el piloto decide mover la nave, y los cronómetros parpadean números que dicen los días y las horas; pero, en cuanto a sensaciones se refiere, carecen de sentido.

Hacía ya mucho tiempo que Grant y McNeil habían aprendido a regular sus vidas de acuerdo con eso; mientras estaban en el espacio profundo se movían y pensaban sumidos en una especie de ocio —que se desvanecía rápidamente cuando la travesía estaba tocando a su fin y llegaba la hora de las maniobras de frenado—, y aunque ahora se hallaban bajo sentencia de muerte, continuaron por los trillados surcos de la costumbre. Cada día Grant dictaba cuidadosamente el libro de navegación, confirmaba la posición de la nave y llevaba a cabo todos los deberes rutinarios de mantenimiento. McNeil también se comportaba con normalidad, por lo que Grant podía ver, aunque tenía sospechas de que parte del mantenimiento técnico se estaba llevando a cabo con mano muy ligera, y había tenido ya unas cuantas palabras cortantes con el ingeniero acerca de la acumulación de bandejas de comida sucias cuando a McNeil le tocaba el turno en la cocina.

Habían pasado tres días desde que el meteoroide chocase con ellos. Grant no dejaba de recibir mensajes de «ánimo» del control de tráfico de Port Hesperus en términos de «Perdón por el retraso, amigos; tendremos algo para vosotros en cuanto podamos». Y esperaba los resultados del panel de revisión de alto nivel convocado por la Junta de Control del Espacio, que tenía especialistas en dos plantas llevando a cabo simulaciones de frenéticos planes para rescatar a la
Star Queen.
Al principio había esperado con impaciencia, pero lentamente la ansiedad había ido menguando. Dudaba que los mejores cerebros técnicos del sistema solar pudieran ya salvarlos..., aunque resultaba difícil abandonar la esperanza cuando todo parecía aún tan normal y el aire seguía siendo limpio y fresco.

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