Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Ni Dios ni san Jorge habían proporcionado un nuevo piloto. No hubo esa suerte, porque Pavlakis no consiguió encontrar a tiempo para el lanzamiento de la
Star Queen
ningún piloto cualificado que estuviese sin empleo o libre de obligaciones. Y el milagro no estaba enteramente sin cualificar, ya que ningún santo había evitado la inmediata deserción de unos cuantos de aquellos que enviaban la mercancía, aquellos para quienes la llegada de su cargamento a Port Hesperus no era crítica en lo referente al tiempo o cuyo cargamento podía venderse con facilidad en otra parte. En aquellos precisos momentos «Bilbao Atmosferics» estaba descargando su tonelada de nitrógeno líquido de la bodega B, y un valioso cargamento de plantones de pino, el grueso de la carga que tenía que haber viajado en la bodega A, ya había sido reclamado por Silvawerke, de Stuttgart.
El milagro de Pavlakis fue la intervención de Sondra Sylvester.
No la llamó, fue ella la que lo llamó a él desde la villa que había alquilado en la Isle du Levant. Le informó de que después de la última conversación que ambos habían mantenido, se había tomado como un asunto personal el investigar sobre él y los miembros de la tripulación de la
Star Queen.
Alabó a Pavlakis por las medidas que había tomado para salvaguardar la integridad de la
Star Queen
durante el tiempo que había durado la puesta a punto. Y añadió que malamente se le podía culpar por las dificultades privadas de Wycherly. Los abogados que ella tenía en Londres le habían proporcionado informes muy completos sobre el piloto Peter Grant y el ingeniero Angus McNeil. Y en vista de lo que había averiguado, había decidido ponerse en contacto personalmente con la Junta de Control del Espacio para presentarles un resumen
amicus
a favor de la solicitud de las «Líneas Pavlakis» pidiendo una excepción a la regla de la tripulación de tres; también había hecho mención de la fe que ella depositaba en la integridad de la empresa, y había dejado de lado todo tipo de consideraciones económicas. Además se había puesto en contacto con «Lloyd's», exhortándoles a que no retirasen el seguro de la nave. Según ciertas fuentes bien informadas que tenía Sylvester, podía darse como cosa segura que aceptarían hacer la excepción. La
Star Queen
sería lanzada con dos hombres a bordo, y transportaría cargamento suficiente para que la travesía resultase provechosa.
Cuando Pavlakis dejó el teléfono estaba casi mareado de alegría.
Las fuentes bien informadas de Sylvester resultaron estar en lo cierto, y Peter Grant fue ascendido a comandante de una tripulación formada por dos hombres. Dos días después, varios remolcadores pesados trasladaron a la
Star Queen
hasta una de las órbitas de lanzamiento, más allá de los cinturones Van Allen. El motor atómico entró en funcionamiento haciendo salir un torrente de luz blanca. Bajo aceleración constante, la nave empezó una zambullida hiperbólica de cinco semanas de duración en dirección a Venus.
A Peter Grant le gustaba el mando. Se encontraba todo lo relajado que pueda estar un hombre trabajando; tumbado ingrávido, amarrado con correas al sillón del piloto de la cubierta de vuelo de la
Star Queen
, iba dictando el diario de navegación entre bocanadas de un rico cigarrillo turco, cuando de pronto un quebrantacráneos chocó contra el casco de la nave.
Durante un segundo o dos, el tiempo que tardó Grant en apagar el cigarrillo y volver a colocar las conexiones, varias luces rojas se encendieron y las sirenas empezaron a ulular, histéricas.
—¡Valoración de los daños e informe! —ladró Grant. Sacó de la consola una máscara de oxígeno para las emergencias y se la colocó sobre la nariz y la boca; de pronto todo volvió a quedar en silencio. Mientras las gráficas de la consola cambiaban rápidamente de forma y de color, esperó durante lo que pareció una eternidad —por lo menos treinta segundos más— a que la computadora calculase los daños.
—Hemos sufrido un grave exceso de presión en el cuadrante sudeste de la cubierta de soporte de vida —anunció la computadora con un autosuficiente tono de contralto—. La célula de combustible número dos se ha quebrado. Ha tenido lugar el cambio automático a las células de combustible número uno y tres. Se han cortado las líneas de gas uno y dos de la provisión de oxígeno. Las válvulas de abastecimiento de aire para casos de emergencia se han abierto. —Grant ya conocía todo eso; precisamente estaba respirando aquella materia. Pero, ¿qué demonios
había pasado?—.
Los sensores han registrado corrientes de aire supersónicas en el panel L—43 del casco exterior. La pérdida de presión en la cubierta de soporte de vida ha sido total al cabo de veintitrés segundos. La cubierta ha quedado sellada y ahora se ha hecho el vacío en ella. No se han producido más pérdidas de presión atmosférica en los pasajes de comunicación ni en ninguna otra parte del módulo de la tripulación. —Al oír esto último, Grant se apartó la máscara de la cara y la dejó que volviera sola hasta su lugar en el panel de la consola—. Aquí termina la valoración de los daños. ¿Alguna otra pregunta? —inquirió la computadora.
Sí, maldición. ¿Qué demonios
había pasado?
La computadora no contestaba a preguntas de esa clase a menos que supiera la respuesta, sin ambigüedades.
—No hay más preguntas —le indicó Grant; y pulsó el comunicador—: McNeil, ¿estás ahí? No hubo respuesta. Probó con la frecuencia alta.
—McNeil, aquí Grant. Te necesito inmediatamente en la cubierta de vuelo.
No hubo respuesta. McNeil no podía establecer contacto; posiblemente estuviese herido. Tras pensar durante un momento, Grant decidió robar sólo un par de segundos más en un intento por enterarse de la causa del apuro en que se encontraban. Con unos cuantos movimientos rápidos de los dedos envió uno de los ojos monitores externos a recorrer el casco del módulo de mando hacia el panel L—43, en la parte inferior de la esfera.
La imagen que apareció en la pantalla era sólo un borrón que se movía velozmente hasta que el ojo del robot se detuvo sobre el panel designado. Y allí estaba, fijo y claro en la pantalla de Grant: un punto negro en el cuadrante superior derecho del panel de acero pintado de blanco; era tan neto como el agujero de un perdigón en una diana de papel.
—Un meteoroide —susurró Grant. Proyectó una ampliación de la imagen del monitor y vio un agujero de poco menos de un milímetro de diámetro—. Uno grande.
¿Dónde demonios estaría McNeil? Había bajado a la bodega presurizada a comprobar los humidificadores. Una cosa bien sencilla, de modo que, ¿cuál sería el problema? El meteroide no había penetrado en las bodegas... Grant se zafó de las correas que lo sujetaban y se zambulló en el pasadizo central.
Apenas había quitado los pies de la cubierta cuando se agarró al peldaño de una escalera y, tirando de sí mismo, se detuvo. Justo debajo de la cubierta de vuelo se encontraba la cubierta del área doméstica. Al contrario que las cortinas de los otros dos camarotes, la cortina que separaba el camarote privado de McNeil de las zonas comunes se encontraba abierta. Y allí dentro estaba McNeil, doblado sobre sí mismo y vuelto hacia la mampara hermética; tenía el rostro oculto y los puños apretados en torno a los agarraderos del tabique.
—¿Qué te pasa, McNeil? ¿Estás enfermo?
El ingeniero sacudió la cabeza. Grant notó las pequeñas cuentas de líquido que le brotaban de la cabeza y atravesaban la habitación brillando. Las tomó por sudor, hasta que se percató de que McNeil estaba sollozando. Eran lágrimas.
Ver aquello le repugnó. De hecho, a Grant le sorprendió la fuerza de su propio sentimiento; inmediatamente reprimió la reacción por parecerle indigna.
—Angus, sobreponte —le animó—. Tenemos que reflexionar.
Pero McNeil no se movió, ni Grant hizo ademán de consolarlo ni de tocarlo.
Tras un momento de vacilación, Grant cerró con ira la cortina dando un tirón, para ocultar aquella exhibición de cobardía por parte de su compañero.
En un rápido recorrido de las cubiertas interiores y del pasadizo de acceso a las bodegas, Grant se aseguró de que, fuera cual fuese el daño que había sufrido la cubierta de soporte de vida, la integridad de las zonas de trabajo y vivienda de la tripulación no se viera amenazada. De un solo salto salió a través del centro de la popa de la nave hasta la cubierta de vuelo, sin ni siquiera echar una ojeada al pasar al camarote de McNeil, y se enganchó de nuevo al sillón de mando. Se puso a estudiar las gráficas.
Abastecimiento de oxígeno uno: plano. Abastecimiento de oxígeno dos: plano. Grant contempló las silenciosas gráficas igual que un hombre del Londres antiguo que, al volver a casa una tarde en época de la peste, hubiera podido contemplar una cruz mal hecha recién garabateada en su puerta. Manipuló algunos botones y las gráficas saltaron, pero la ecuación fundamental que producía una curva plana no se rendía ante sus mimos. A Grant le era imposible albergar la menor duda acerca del mensaje; la noticia que ya es de por sí suficientemente mala de algún modo trae consigo cierta garantía de verdad propia, y sólo los buenos informes necesitan confirmación.
—Lo siento, Grant.
Éste se dio la vuelta y vio a McNeil flotando junto a la escalera, con el rostro sofocado y ojeras debajo de los ojos, hinchados de llorar. Incluso a la distancia a que estaba, de más de un metro, Grant pudo notarle en el aliento el olor a brandy «medicinal».
—¿Qué ha sido, un meteoroide? —McNeil parecía decidido a mostrarse alegre, a reparar aquel lapso que había tenido, y cuando Grant le respondió que sí con la cabeza, incluso intentó tener una débil nota de humor—. Dicen que una nave de este tamaño sólo tiene posibilidades de recibir un golpe una vez cada siglo. Por lo visto hemos madrugado, pues falta para el siglo noventa y nueve coma nueve años.
—Peor suerte. Mira esto. —Grant le señaló con la mano la pantalla de vídeo que mostraba el panel dañado—. Por el lugar en que se ha producido el agujero, esa maldita cosa tenía que venir prácticamente en ángulo recto hacia nosotros. Desde cualquier otro punto no hubiera podido chocar contra ninguna parte vital. —Grant se dio la vuelta, quedando de cara a la consola y a las amplias ventanas de la cubierta de vuelo, que daban a una noche estrellada. Durante unos momentos guardó silencio e intentó poner en orden sus pensamientos. Lo que había sucedido era grave, mortalmente grave, pero no tenía por qué resultar fatal. Al fin y al cabo ya había transcurrido el cuarenta por ciento del tiempo de la travesía—. ¿Estás dispuesto a ayudar? —le preguntó a McNeil—. Tendríamos que hacer números.
—Lo estoy. —McNeil se dirigió hacia el puesto de trabajo del ingeniero.
—Entonces dame las cifras de las reservas totales, en el peor y en el mejor de las casos. Aire en la bodega A. Reservas de emergencia. Y no te olvides de lo que hay en los depósitos adaptables y en los packs portátiles O-dos.
—Bien —dijo McNeil.
—Yo trabajaré en las proporciones de masa. Veré si podemos ganar algo soltando las bodegas y echando a correr.
McNeil titubeó y masculló.
—Uh...
Grant hizo una pausa. Pero fuera lo que fuese aquello que McNeil había estado a punto de decir, lo había pensado mejor y había decidido callarse. Grant dejó escapar un profundo suspiro. Él era el que estaba al mando allí, y comprendía lo que era obvio: que deshacerse de la carga haría que los propietarios perdiesen el negocio, a pesar del seguro, y lo más probable es que metiera a los aseguradores en el asilo para pobres. Pero, al fin y al cabo, si se trataba de dos vidas humanas contra unas cuantas toneladas de peso muerto, no había demasiadas dudas al respecto.
El dominio de Grant sobre la nave en aquel momento era algo más firme que el que tenía sobre sí mismo. Estaba tan enfadado como asustado; enfadado con McNeil por venirse abajo, enfadado con los que habían diseñado la nave por suponer que una probabilidad entre un billón era decir lo mismo que imposible y haber dejado por ello de proporcionarle a la nave protección adicional contra meteoroides en el suave vientre del módulo de mando. Pero el brazo límite de las reservas de oxígeno no tocaría a su fin hasta por lo menos un par de semanas más tarde, y hasta entonces podía suceder un gran número de cosas. Aquella idea le ayudó, aunque sólo durante unos momentos, a mantener a raya sus temores.
Aquello era una emergencia sin duda alguna, pero era una de esas emergencias peculiarmente prolongadas, en otro tiempo características del mar, y en estos días más típicas del espacio, una de esas emergencias donde había tiempo de sobra para pensar. Quizá demasiado tiempo.
A Grant le vino a la memoria un viejo marino cretense que había conocido en el hangar de la empresa de Pavlakis en Heathrow, un pariente lejano de un pariente del viejo, que se encontraba allí por una invitación de cortesía. El marino había mantenido cautivada a una audiencia de empleados y mecánicos mientras recitaba la historia de una travesía desastrosa en la que había tomado parte de joven a bordo de un vapor mercante por el mar Rojo. Al capitán del navío, inexplicablemente, se le había olvidado dotar a su barco con suficiente agua potable para casos de emergencia. La radio se estropeó, y luego los motores. El barco estuvo navegando a la deriva durante semanas antes de llamar la atención de otros barcos que pasaban cerca, y para entonces la tripulación se había visto obligada a estirar el agua potable a base de agua salada. El viejo cretense se encontraba entre los supervivientes que lograron salir de aquélla con tan sólo unas semanas de hospital. Otros no habían tenido tanta suerte, y murieron horriblemente a causa de la sed y envenenados por sal.
Los desastres lentos son así: ocurre una cosa improbable que se complica con otro suceso improbable, y al final un tercero se cobra la vida de alguien.
McNeil había simplificado en exceso las cosas al decir que la
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solamente podía ser alcanzada por un meteoroide una vez cada siglo. En realidad la respuesta dependía de tantos factores que tres generaciones de especialistas en estadística y sus computadoras habían hecho poco más que establecer unas cuantas reglas tan vagas que las compañías de seguros todavía se echaban a temblar de aprensión cada vez que los grandes enjambres de meteoroides barrían como vendavales las órbitas de los mundos interiores. Por otra parte, las compañías aseguradoras dejaban fuera de los límites aquellas trayectorias interplanetarias que requerían que las naves intersectasen la órbita de los Leonids, aunque la posibilidad real de que una nave y un meteoroide coincidiesen en su trayectoria era, en el peor de los casos, remota.