Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
La vida en la
Star Queen
continuaba en gran medida igual que siempre, a pesar de la tirantez entre los dos hombres que había acompañado la salida de McNeil —con la clásica resaca— de su camarote. Grant, por su parte, pasaba mucho tiempo en la cubierta de vuelo escribiendo cartas a su esposa. Cartas largas. Cuanto más largas mejor... Habría podido hablar con ella si ése hubiese sido su deseo, pero la idea de todos aquellos adictos a la noticia escuchándolos le quitaba las ganas de hacerlo. Desgraciadamente no había líneas verdaderamente privadas en el espacio.
Y aquella carta para McNeil..., ¿por qué no entregársela y acabar de una vez? Bueno, lo haría al cabo de un par de días..., y entonces tomarían una decisión. Además, el hecho de retrasarlo le daría a McNeil oportunidad de sacar el tema a colación él mismo.
Que McNeil pudiera tener otras razones para titubear aparte de la simple cobardía era algo que a Grant ni siquiera se le pasaba por la cabeza.
Se preguntaba cómo pasaría el tiempo McNeil ahora que se había quedado sin bebida. El ingeniero poseía una gran biblioteca de libros en vídeo, pues era un hombre que leía mucho y la gama de temas que le interesaban se salía de lo corriente. Grant lo había visto ahondar lo mismo en filosofía occidental y religión oriental que en cualquier clase de narrativa; en cierta ocasión McNeil le había mencionado que su libro favorito era una rara novela de principios del siglo xx titulada
Jurgen.
Quizás estuviera tratando de olvidarse de su condena a muerte perdiéndose en la extraña magia de aquel libro. Algunos de los restantes libros de McNeil eran algo menos respetables, y no pocos pertenecían a esa clase curiosamente descrita como «curiosos»...
Pero en realidad McNeil, tumbado en su camarote o moviéndose silenciosamente por la nave, tenía una personalidad mucho más sutil y complicada de lo que Grant suponía, quizá demasiado complicada para que Grant lo comprendiera. Sí, McNeil era un hedonista. Hacía lo que estaba en su mano para hacerse la vida cómoda a bordo de la nave, y cuando se encontraba en tierra se entregaba por entero a los placeres de la vida, tanto más por haber estado apartado de los mismos durante varios meses seguidos. Pero en modo alguno tenía la debilidad moral que el poco imaginativo y puritano Grant le suponía.
Cierto, se había derrumbado completamente cuando el susto del choque del meteoroide. Cuando sucedió se encontraba pasando por el pasillo de acceso a la cubierta de soporte de vida, de regreso de la bodega, y comprendió al instante la gravedad que revestía aquella violenta explosión; había tenido lugar a un metro escaso de donde él se encontraba, al otro lado de la pared de acero, y no necesitó ninguna confirmación de ello. Su reacción fue exactamente la misma que la del pasajero de un avión que ve cómo se desprende un ala a diez mil metros de altura; todavía quedan diez o quince minutos para caer, pero la muerte es ya algo inevitable. De modo que había sido presa del pánico.
Como un sauce movido por el viento, se había doblado bajo la tensión, aunque luego se había recuperado. Grant era un hombre más duro —un roble—, pero también más quebradizo.
En cuanto al asunto del vino, la conducta de McNeil había sido reprensible de acuerdo con los principios de Grant, pero eso era sólo problema de éste; y además, aquel episodio también quedaba ya atrás. Por tácito acuerdo habían vuelto a la antigua rutina, aunque ello no contribuía en nada a reducir la sensación de tensión. Se evitaban el uno al otro en lo posible, excepto cuando se reunían a las horas de las comidas. Si se encontraban actuaban con exagerada cortesía, como si cada uno se afanase por estar perfectamente normal, aunque fallasen de forma inexplicable.
Pasó un día, y otro. Y un tercero. Grant había supuesto que para entonces McNeil ya habría abordado el tema del suicidio, ahorrándole de ese modo un deber muy embarazoso. Cuando el ingeniero se obstinó en no hacer nada parecido, ello vino a aumentar el rencor y el desprecio que Grant sentía por su compañero. Para empeorar las cosas, ahora sufría pesadillas y dormía muy mal.
La pesadilla era siempre la misma. Cuando Peter Grant era niño a menudo le había sucedido que a la hora de irse a la cama se ponía a leer una historia demasiado interesante como para dejarla hasta la mañana siguiente. Para evitar que lo descubrieran seguía leyendo oculto debajo de las sábanas, a la luz de una linterna, enroscado en aquel acogedor capullo de paredes blancas. Cada diez minutos más o menos el aire se volvía tan cargado que casi no podía respirar, y el hecho de salir a respirar el delicioso aire fresco constituía la mejor parte de la diversión. Ahora, treinta años después, aquellas inocentes horas de la infancia volvían para atormentarlo. Soñaba que no podía escapar de las asfixiantes sábanas mientras el aire se hacía inexorablemente cada vez más denso a su alrededor.
Había pensado darle la carta a McNeil al cabo de dos días, pero de una u otra manera había ido retrasándolo repetidamente. Aquella falta de resolución no era propia de Grant, pero éste consiguió convencerse a sí mismo de que era una manera de obrar perfectamente razonable. Le estaba dando a McNeil la oportunidad de
redimirse...
...de
demostrar que no era un cobarde al ser él el primero en abordar el tema. Nunca se le pasó a Grant por la cabeza que McNeil estuviese esperando a que él hiciese lo mismo...
El final del plazo, tomado al pie de la letra, estaba a tres días vista cuando por primera vez a Grant le pasó por la cabeza la idea del asesinato. Se había retirado a la cubierta de vuelo después de la «cena», en un intento de relajarse un poco contemplando la noche estrellada a través de las amplias ventanas que rodeaban la cubierta de vuelo. Pero McNeil estaba limpiando la cocina concienzuda y ruidosamente, provocando al hacerlo un estruendo con lo que seguramente debía ser una cantidad de ruido innecesaria, incluso deliberada.
¿Qué utilidad tenía McNeil para este mundo? No tenía familia, ni responsabilidad alguna. ¿Quién iba a sentir su muerte?
Grant, por el contrario, tenía mujer y tres hijos, a quienes profesaba un cariño moderado, aunque éstos no fueran más allá del estricto sentido del deber en sus someras demostraciones de afecto hacia él. Un juez imparcial no habría tenido ninguna dificultad en decidir cuál de los dos tenía más derecho a sobrevivir, y si McNeil tuviera la menor chispa de decencia en su persona ya habría llegado a la misma conclusión. Pero como por lo visto no estaba haciendo nada de eso, con toda seguridad ya había perdido el derecho a reclamar cualquier tipo de consideración hacia él...
Tal era la lógica elemental que pasaba por el subconsciente de Grant, el cual, por supuesto, había llegado a aquella conclusión hacía días, pero sólo había tenido éxito en atraer la atención por la que había estado clamando.
Para hacerle justicia a Grant, éste de inmediato rechazó la idea. Con horror.
Grant era una persona recta y honorable, con un código de conducta muy estricto. Incluso esos errantes impulsos de homicidio que se dice experimentan los que equivocadamente se denominan hombres «normales» muy rara vez le habían pasado por la cabeza. Pero en aquellos días —los próximos días— que quedaban, dichos impulsos iban a acudirle a la mente cada vez con mayor frecuencia.
El aire se había vuelto sensiblemente más sucio. Aunque la presión se había reducido al mínimo y no tenían escasez de los botes utilizados para limpiar el dióxido de carbono de la atmósfera que circulaba, era imposible evitar un lento aumento en el porcentaje de gases inertes en las menguantes reservas de oxígeno. Todavía no se hacía realmente difícil respirar, pero el denso olor servía de constante recordatorio de lo que les aguardaba.
Grant se hallaba en su camarote. Era «de noche», pero no conseguía dormir..., lo que en cierto modo era un alivio, pues eso rompía el abrazo de las pesadillas. Pero tampoco había podido dormir bien la noche anterior, y estaba empezando a agotarse físicamente; el aplomo se le estaba agotando rápidamente, estado que se veía acentuado por el hecho de que McNeil se estuviera comportando últimamente con una calma que no sólo era inesperada, sino que además resultaba fastidiosa. Grant se daba cuenta de que en el estado emocional en que él mismo se hallaba sería peligroso posponer más el momento decisivo. Se liberó de las sujeciones para dormir, abrió el escritorio y cogió la carta que había pensado entregar a McNeil hacía días. Y entonces
notó cierto olor...
Un solo neutrón da comienzo a la reacción en cadena que en sólo un instante es capaz de destruir un millón de vidas, el trabajo de generaciones enteras. Igualmente insignificantes son los sucesos desencadenantes que pueden alterar el curso de la actuación de una persona y de ese modo alterar toda la configuración del futuro. Nada habría podido ser más trivial que lo que hizo que Grant se detuviera con la carta en la mano; en circunstancias ordinarias ni se hubiese fijado en ello. Era olor a tabaco..., a humo de tabaco.
La revelación de que McNeil, aquel ingeniero sibarita, tuviera tan poco control de sí mismo como para estar despilfarrando los últimos y preciosos kilogramos de oxígeno con
cigarrillos
, llenó a Grant de una furia cegadora. Durante unos instantes se quedó completamente rígido a causa de la intensidad de aquella emoción. Luego, lentamente, comenzó a arrugar la carta que tenía en la mano. Aquella idea que primeramente había aparecido como un intruso indeseado y luego como una especulación desenfrenada, ahora, finalmente, encontró aceptación. McNeil había tenido su oportunidad y había demostrado, con aquel increíble egoísmo, ser indigno de ella.
Muy bien..., podía morir.
La velocidad con que Grant llegó a aquella autojustificante conclusión le habría resultado obvia hasta al más rancio de los psiquiatras aficionados. Había necesitado convencerse a sí mismo de que no serviría de nada hacer aquello de manera honorable sugiriendo algún juego en el que las oportunidades de conservar la vida fuesen iguales para McNeil y para él. Era la excusa que necesitaba, y se aferró a ella. Ahora podría planear y llevar a cabo el asesinato de McNeil de acuerdo con su código moral particular.
Tanto el alivio como el odio llevaron a Grant de vuelta a su litera, donde cada oleada de aroma de tabaco que le llegaba le servía para poner a salvo su conciencia.
McNeil habría podido decirle a Grant que una vez más lo estaba juzgando terriblemente mal. El ingeniero había sido un fumador empedernido durante años..., muy a pesar suyo, eso era cierto, y con plena conciencia de que inevitablemente era un fastidio para la mayoría de la gente a quien no le apetecía respirar lo que él exhalaba. Había intentado dejarlo —era muy fácil, decía a veces en broma, lo había hecho a menudo—, pero en los momentos de tensión indefectiblemente se sorprendía a sí mismo alargando la mano para coger uno de aquellos fragantes cilindros de papel. Envidiaba a Grant, un hombre de esa clase que puede fumarse un cigarrillo cuando quiere, pero que es capaz de apartarlo a un lado sin el menor pesar. Se preguntaba por qué fumaría Grant, si no lo necesitaba. ¿Sería alguna especie de rebelión simbólica?
De cualquier modo, McNeil había calculado que podía permitirse dos cigarrillos al día sin producir la menor diferencia perceptible en la duración de la atmósfera respirable. El lujo de esos seis o siete minutos, dos veces al día —uno tarde, por la noche, y otro a media mañana, bien escondido en lo más profundo del pasillo central de la nave—, con toda probabilidad quedaba fuera del alcance de la capacidad imaginativa de Grant, y contribuía en gran manera al bienestar mental de Angus McNeil. Aunque los cigarrillos no suponían diferencia alguna para la reserva de oxígeno, para los nervios de McNeil sí que suponían una gran diferencia, y así contribuía indirectamente a la paz mental de Grant.
Pero de nada serviría explicárselo así a Grant. De modo que McNeil fumaba en privado, ejercitando un control de sí mismo que era sorprendentemente agradable, hasta voluptuoso.
Si McNeil hubiese estado al corriente del insomnio de Grant, no se habría arriesgado ni siquiera a aquel cigarrillo nocturno en el camarote sin cerrar...
Para ser un hombre que sólo una hora antes se había convencido a sí mismo de que debía cometer un asesinato, las acciones de Grant eran extraordinariamente metódicas. Sin la menor vacilación —aparte de aquella que se necesita para obrar con cautela—, Grant pasó flotando silenciosamente por la separación del camarote y atravesó la oscurecida zona común hasta el botiquín, que estaba empotrado en la pared, cerca de la cocina. Sólo una fantasmal luz azul iluminaba el interior del botiquín, en el cual diversos tubos, viales e instrumentos se hallaban bien sujetos dentro de sus respectivos nidos acolchados mediante tiras de velcro. Las personas encargadas de equipar la nave la habían provisto de herramientas y medicinas para cualquier emergencia de que tuvieran conocimiento o pudieran imaginar.
Incluida ésta. Allí, detrás de la tira que lo sujetaba, estaba el diminuto frasco cuya imagen había estado rondando por lo más profundo del subconsciente de Grant durante todos aquellos días. Bajo aquella luz azul era imposible leer lo que había impreso en la etiqueta —lo único que consiguió fue ver la calavera y las dos tibias cruzadas—, pero se sabía las palabras de memoria: «Aproximadamente medio gramo provoca una muerte indolora y casi instantánea.»
Indolora e instantánea... Bien. Y lo mejor de todo era un hecho que no se mencionaba en la etiqueta. Que aquello además era insípido.
Transcurrió la mayor parte de otro día.
El contraste entre las comidas preparadas por Grant y las organizadas por McNeil con considerable habilidad y esmero era notable. Cualquiera que fuese aficionado a la comida y que pasase una buena parte de su vida en el espacio solía aprender el arte de la cocina como defensa propia, y McNeil no sólo lo había aprendido, sino que había llegado a dominarlo. Era capaz de conseguir salsa picante a partir de leche en polvo, jugo de bistec rehidratado y su reserva privada de hierbas; era capaz de sacarles sabor a los congelados con aquellos frascos suyos llenos de aceites y vinagres.
Para Grant, comer era una de esas tareas necesarias, aunque fastidiosas, por las que había que pasar con la mayor rapidez posible, y su estilo de cocinar reflejaba esta actitud. Hacía ya mucho tiempo que McNeil había dejado de refunfuñar por ese motivo; imagínense, pues, la confusión que se hubiese producido de haber visto las molestias que Grant se estaba tomando con esta cena en particular.