Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Se reunieron sin decirse una palabra, como de costumbre; sólo las normas de la cotidianeidad y el civismo les impedían agarrar cada uno su bandeja y retirarse a su propio cubil. Pero en lugar de ello revoloteaban hasta situarse en lados opuestos de la pequeña y funcional mesa, cada uno colgado en el aire en un cuidadoso ángulo sin llegar a mirarse del todo ni desviar la mirada del otro. Si McNeil notó cualquier asomo de nerviosismo creciente por parte de Grant en el transcurso de la comida, no lo mencionó; en realidad estuvieron comiendo en un silencio total, ya que hacía tiempo que habían agotado cualquier posibilidad de sostener una conversación trivial. Cuando se hubo servido el último plato, succotash, en aquellos tazones con los bordes curvados hacia dentro que servían para que el contenido no se derramase, Grant recogió la mesa y entró en la cocina contigua para preparar café.
Tardó bastante tiempo en hacerlo, sobre todo teniendo en cuenta que el café era, como siempre, instantáneo, porque en el último momento ocurrió algo exasperante. Estaba a punto de inyectar el agua hirviendo en los dos bulbos para líquidos calientes que tenía delante, cuando recordó una película muy antigua que había visto en algún lugar, película que presentaba a un payaso que llevaba un sombrero hongo y un extraño bigote —Charly algo se llamaba— que en aquella historia intentaba envenenar a una esposa indeseada. Sólo que por un error equivocó los vasos.
Ningún otro recuerdo hubiera podido ser más inoportuno. A Grant casi le dio un ataque de risitas histéricas. Si el maldito McNeil hubiera sabido lo que le estaba pasando a Grant por la cabeza (suponiendo que hubiera podido conservar la ecuanimidad y el sentido del humor), quizás habría sugerido que a Grant le había atacado ese «diablillo perverso» del que hablase Poe, ese demonio que se deleita en desafiar los cuidadosos cánones del instinto de conservación.
Transcurrió un minuto largo antes de que Grant, tiritando, lograse recobrar el control de sí mismo. Debía de tener los nervios en peores condiciones aún de lo que había imaginado.
Pero cuando llevó los dos recipientes de plástico y las pajas para beber, estaba seguro de que, al menos por fuera, se encontraba bastante tranquilo. Ya no cabía el menor peligro de confusión; el vaso del ingeniero tenía las letras MAC descaradamente pintadas alrededor. Empujó éste hacia McNeil y observó, fascinado —y haciendo un esfuerzo para disimular aquella fascinación—, cómo McNeil jugueteaba con el bulbo. No parecía tener mucha prisa; miraba fijamente al vacío con aire melancólico. Luego, por fin, se llevó la paja a los labios y empezó a sorber...
...y luego a escupir, mirando con asombro el bulbo. Una mano helada le oprimió el corazón a Grant. McNeil se aclaró la garganta; luego se volvió hacia él y le dijo sin alterarse lo más mínimo...
—Vaya, Grant, por una vez has hecho el café como es debido. Y además ardiendo.
Poco a poco el corazón de Grant reanudó el trabajo interrumpido. No se fiaba de sí mismo lo suficiente como para hablar, pero se las arregló para hacer un gesto no comprometido con la cabeza.
McNeil aparcó el bulbo cuidadosamente en el aire, a unos cuantos centímetros de la cara. Aquel carnoso rostro adoptó una expresión exageradamente pensativa, como si estuviera sopesando las palabras que preparaba para emitir alguna declaración trascendental.
Grant se maldijo por haber hecho el café tan caliente. Ésa es la clase de detalles que traiciona a los asesinos. Y si McNeil tardaba mucho más en decir aquello que quería decir, fuera lo que fuese, Grant probablemente se traicionaría a causa de los nervios.
Y de nada iba a servirle eso a McNeil.
Por fin éste habló.
—Supongo que se te habrá ocurrido —comenzó en un tranquilo tono conversacional— que todavía queda aire suficiente para que uno de los dos llegue a Venus.
Grant se esforzó por controlar los desapacibles nervios y apartó los ojos del bulbo de café fatal de McNeil; le dio la impresión de tener la garganta muy seca cuando respondió:
—Pues sí..., ya se me había pasado por la cabeza.
McNeil tocó el bulbo flotante, lo encontró todavía demasiado caliente y continuó hablando con aire pensativo:
—Entonces sería más sensato..., ¿no crees...? Que uno de nosotros decidiera sencillamente, digamos, salir por la escotilla..., o tomarse un poco del veneno ese que hay ahí dentro. —Hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el botiquín, que se hallaba en la pared, no muy lejos de donde ellos estaban flotando.
Grant hizo un gesto de asentimiento. Oh, sí, eso sería lo más sensato.
—El único problema, naturalmente —musitó McNeil—, es decidir cuál de nosotros dos va a ser el desafortunado. Supongo que podríamos sacar una carta..., o cualquier otra cosa que fuese igualmente arbitraria.
Grant miraba fijamente a McNeil con una fascinación que casi sobrepasaba el creciente nerviosismo que sentía. Nunca habría creído capaz al ingeniero de considerar aquel tema con tanta calma. Obviamente, los pensamientos de McNeil habían recorrido una línea similar a los de Grant, y resultaba difícil creer que fuese sólo coincidencia que hubiera elegido precisamente aquella hora para sacar a colación la cuestión. A juzgar por lo que decía, era seguro que no sospechaba nada.
McNeil observaba atentamente a Grant, como si estuviese juzgando su reacción.
—Tienes razón —se oyó Grant decir a sí mismo—. Tenemos que hablar de eso. Y pronto.
—Sí —dijo McNeil, impasible—. Tenemos que hacerlo.
Y luego alargó la mano para coger el bulbo de café y se llevó la paja a los labios. Sorbió lentamente durante un rato prolongado.
Grant estaba impaciente por que acabase. Sin embargo, el alivio que había esperado no acudió a él; de hecho incluso sintió un pinchazo de pesar. De pesar, no de remordimiento. Era ya un poco tarde para pensar en lo solo que se iba a sentir a bordo de la
Star Queen
, acosado por sus pensamientos, en los días venideros.
Sabía que no deseaba ver morir a McNeil. De pronto se sintió bastante mal. Sin dirigirle otra mirada a su víctima, se lanzó hacia la cubierta de vuelo.
Inamoviblemente fijos, el fiero sol y las estrellas, que no parpadeaban, contemplaban a la
Star Queen
, que en la grandiosa escala de los asuntos cósmicos se encontraba tan inmóvil como ellos.
Para un observador ingenuo no había modo de saber que la minúscula molécula modelo que era la nave espacial había alcanzado su velocidad máxima con respecto a la Tierra, y que estaba a punto de desencadenar un gran empuje masivo para frenarse a sí misma dentro de una órbita de estacionamiento cercana a Port Hesperus. Desde luego, no había ninguna razón para que un observador en la escala cósmica sospechase que la
Star Queen
tuviese nada que ver con decisiones inteligentes o con la vida...
...hasta que la compuerta principal situada en lo alto del módulo de mando se abrió y las luces del interior resplandecieron con cierto color amarillo en la fría oscuridad. Durante un momento el redondo círculo de luz flotó extrañamente dentro de la sombra negra de la nave descendente; luego se eclipsó bruscamente al tiempo que dos figuras humanas salían flotando de la nave.
Una de las dos voluminosas figuras se mostraba activa, la otra pasiva. Algo no fácil de percibir ocurrió en las sombras; luego la figura pasiva comenzó a moverse, poco a poco al principio, pero aumentando la velocidad rápidamente. Salió despedida de la sombra de la nave y se adentró de lleno en el resplandor del sol. Y ahora el observador cósmico, de habérsele proporcionado un telescopio potente, habría podido notar la botella de nitrógeno amarrada a la espalda, cuya válvula evidentemente había sido dejada abierta... Un cohete rudimentario, pero efectivo.
Dando vueltas lentamente, el cadáver —pues eso es lo que era— fue menguando al contraluz de las estrellas para finalmente desaparecer por completo en menos de un minuto. La otra figura permaneció inmóvil ante la compuerta abierta, mirando cómo desaparecía. Luego la escotilla exterior se cerró, el círculo de brillo se desvaneció y únicamente la luz del sol reflejada en el planeta Venus continuó brillando en la ensombrecida pared de la nave.
En las inmediaciones de la
Star Queen
, nada significativo sucedió durante los siguientes siete días.
Cuando ella dio alcance al hombre uniformado, éste caminaba a paso de marcha a lo largo del paseo fluvial que había en los terrenos del Consejo de los Mundos, alejándose de las oficinas de la Central en la Tierra de la Junta de Control del Espacio. Los jardines, muy cuidados, estaban verdes con las tiernas hojas de los árboles en flor; otra primavera había llegado a Manhattan...
—Inspector ayudante Troy, comandante. Me han dicho que lo alcanzase a usted antes de que se marchase.
El comandante siguió andando.
—No voy a ninguna parte, Troy. No hago más que salir del despacho.
La muchacha echó a andar a su lado. Él era un hombre enjuto, de ascendencia eslava a juzgar por su aspecto, con el pelo muy corto de color gris hierro y una voz con acento escocés tan ronca que apenas era más que un susurro. Llevaba el uniforme azul muy planchado e impecable; la insignia de oro del cuello de la chaqueta era resplandeciente; llevaba prendidas en el pecho solamente unas cuantas cintas, pero eran precisamente aquellas que contaban. A pesar del traje azul y de su empleo en el cuartel general, el rostro profundamente arrugado del comandante, curtido hasta haber adquirido un color casi negro, traicionaba los años pasados en el espacio profundo.
Abrió un pastillero de plata y se metió en la boca una minúscula esfera de color púrpura; luego pareció acordarse de Sparta, que marchaba a su lado. Se detuvo ante la barandilla de acero y le tendió la caja abierta.
—¿Le apetece una? Rademas. —Al ver que la joven titubeaba, añadió—: Muchos de nosotros las usamos, seguro que usted ya lo sabe... Son un estímulo suave, le limpian a uno el organismo en veinte minutos.
—No, gracias, señor —repuso ella firmemente.
—Estaba bromeando —dijo el comandante con voz rasposa—. En realidad sólo son pastillas para el aliento. Con sabor a violeta. La sustancia más fuerte que contienen es azúcar. —Tensó el rostro hasta hacerle adquirir una forma que no se parecía demasiado a una sonrisa. Seguía sosteniendo la caja abierta. Sparta volvió a mover la cabeza en un gesto negativo y el comandante cerró la caja—. Como guste. —Con una mueca de desagrado, escupió la pastilla que había mantenido debajo de la lengua y la arrojó por encima de la barandilla hacia el gélido río East—. Me parece que he usado este truco demasiadas veces; ustedes los novatos son muy prudentes.
Se puso a contemplar el agua, cuya espesa superficie verde se hallaba atestada de cosechadoras de algas con largas patas, como patines de agua sobre un estanque, y en cuyos colectores de acero inoxidable se reflejaba el sol dorado de las primeras horas de la mañana. El comandante tenía los ojos fijos más allá de las mismas, miraba directamente al sol, probablemente deseando tener una panorámica diferente, una que no tuviera aquella gran cantidad de atmósfera húmeda y sofocante en medio. Tras algunos momentos, se volvió hacia Sparta al tiempo que se aclaraba ásperamente la garganta.
—Muy bien. Parece que la inspectora Bernstein tiene una elevada opinión de usted. Le escribió un buen E.R. Vamos a encomendarle una misión en solitario.
A Sparta se le aceleró el pulso. ¡Después de dos años al fin la perspectiva de llevar a cabo una misión propia!
—Le estoy agradecida por haberme recomendado.
—Apuesto a que sí. Especialmente porque usted pensaba que ella nunca estaría dispuesta a soltarla.
Sparta se permitió una sonrisa.
—Bien, señor, confieso que estaba llegando a conocer Newark mejor de lo que hubieran sido mis deseos.
—No le garantizo que no vaya a volver allí cuando esto haya terminado, Troy. Depende.
—¿Cuál es el destino, comandante?
—TDY a Port Hesperus. Por el asunto de la
Star Queen.
No creo que sea demasiado peliagudo. O bien la nave fue agujereada por un meteroide o no lo fue, en cuyo caso o se rompió o la rompió alguien. El propietario y la mayoría de las personas implicadas ya están de camino hacia Port Hesperus en la
Helios
, pero nosotros haremos que usted llegue antes. Trabajará con un tipo llamado Proboda, de la oficina de allí. Tiene más antigüedad, pero usted estará al mando. Lo cual me recuerda que... —Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó de él una carpeta de cuero—. Puesto que no queremos que los funcionarios locales intenten quitarla de en medio... —Abrió la carpeta y le mostró una insignia de oro—, hemos decidido ascenderla. —Le tendió la placa—. He aquí la ayuda visual. La tarjeta electrónica en el estuche. Los datos electrónicos ya están insertados en el sistema.
Sparta tomó en las manos el estuche de la placa y estudió la complicada insignia. Un rubor delicado le floreció en los pómulos.
El comandante se quedó mirando a la muchacha durante un momento; luego, bruscamente, dijo:
—Siento que no haya tiempo para ceremonias, inspectora. De todos modos, enhorabuena.
—Gracias, señor.
—Aquí llega su medio de transporte. —Sparta se dio la vuelta al mismo tiempo que el comandante mientras un helicóptero blanco suspendido a poca altura descendía, produciendo un ruido estridente, hacia la pista para helicópteros situada delante de la torre del Consejo de los Mundos. El aparato se posó suavemente, con las turbinas dando vueltas cada vez más despacio hasta detenerse por completo y los rotores silbando en círculos perezosos—. Olvídese de su equipaje personal; una vez allí puede pedir lo que necesite —le indicó el comandante—. Dentro de lo razonable, naturalmente. Tiene usted que coger un transbordador en Newark y luego una antorcha que aguarda en órbita. Todo lo que necesite saber está en el sistema. La pondremos al día si es necesario.
La joven se sobresaltó ante aquella súbita e inminente partida, pero se esforzó por no demostrarlo.
—Una pregunta, señor.
—Adelante.
—¿Por qué enviar a alguien de la Central de la Tierra, señor? ¿Por qué no dejar que investigue Port Hesperus?
—A Port Hesperus les falta una persona. La capitana Antreen se encuentra allí al mando; estuvo estudiando las personas que nosotros teníamos disponibles y la pidió a usted con su nombre y apellido. —El comandante sonrió de nuevo—. Dele las gracias a ella. Bernstein nunca habría permitido que abandonase usted la Aduana.