Venus Prime - Máxima tensión (35 page)

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Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

BOOK: Venus Prime - Máxima tensión
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—Cielos, señor Redfield —exclamó Darlington, emocionado—. Oh, pasen, adelante los dos. Por favor, perdonen este espantoso desorden, íbamos a haber tenido una celebración...

El lugar parecía un depósito de cadáveres. Numerosos trapos blancos cubrían abultados montones encima de unas mesas largas que se alzaban contra las paredes. Escenas lujuriosas y reverentes en óleos densos colgaban en marcos muy recargados. Una luz coloreada procedente de la cúpula de cristal se extendía sobre todo ello.

—¡Bien! —Darlington, titubeante, le tendió a Blake una rolliza mano—. Es..., es estupendo conocerle a usted en persona por fin.

Blake le estrechó la mano con firmeza, mientras la escandalizada mirada de Darlington se posaba en la manga chamuscada de la chaqueta. Blake siguió la dirección de la mirada.

—Lo siento, pero me acabo de ver implicado en el incidente de la pérdida de presión —le explicó— y no he tenido tiempo de asearme.

—Dios mío, eso ha sido espantoso. ¿Qué demonios ha sucedido? Es la clase de cosas que le hacen anhelar a uno volver a tierra firme.

—El incidente se está investigando —dijo Sparta—. Entretanto se ha decidido permitirle a usted sacar su propiedad de la
Star Queen
. Creo que estará exactamente igual de segura aquí con usted.

En la curva del brazo izquierdo, Blake sostenía un paquete en forma de adoquín envuelto en plástico blanco.

—Aquí tiene el libro, señor —le dijo al tiempo que le tendía el paquete. Retiró el plástico revelando el prístino papel jaspeado del estuche.

Darlington abrió mucho los ojos detrás de las gruesas gafas redondas y frunció la boca con deleite. Tranquilamente cogió el libro de las manos de Blake, lo contempló durante un momento y luego lo llevó ceremoniosamente a la vitrina que se hallaba en la cabecera de la sala.

Depositó el libro sobre el vidrio y sacó del estuche el volumen de cubiertas de piel. Los cantos dorados de las páginas brillaron bajo aquella luz extraña y dramática. Darlington acarició la portada marrón tostado con tanta suavidad como si de una piel viva se tratase; luego le dio la vuelta a aquel precioso objeto en sus manos para inspeccionar la impecable encuadernación. Lo colocó reverentemente de nuevo sobre el vidrio y comenzó a hojearlo..., hasta que llegó a la página del título.

Allí lo dejó. Blake miró a Sparta. Ésta sonrió.

—¿Lo envió usted así? —le preguntó bruscamente Darlington—. Este hermoso libro podría haberse ensuciado gravemente.

—Nos hemos quedado la caja de embalaje como evidencia —dijo Sparta—. Yo le pedí al señor Redfield que inspeccionase el libro a fin de garantizar su autenticidad.

—Yo deseaba ver que estaba a salvo en sus manos, señor Darlington.

—Sí, desde luego. ¡Bien! —Darlington sonrió alegremente; luego echó una ojeada por la sala presa de una súbita inspiración—. ¡La recepción! ¡Al fin y al cabo, todavía no es demasiado tarde! ¿No les parece? Voy a llamar a todos inmediatamente.

Darlington echó a andar hacia su despacho, dio unos pasos y se acordó de que había dejado Los siete pilares de la sabiduría al descubierto. Tímidamente, regresó.

Se puso a manipular las complicadas cerraduras de la vitrina y después colocó cuidadosamente el libro en unos almohadones de terciopelo que había en el interior. Empujó la puerta de la vitrina y la cerró.

Una vez que Darlington hubo acabado de ajustar la cerradura magnética, levantó la vista y le dirigió una afectada sonrisa a Sparta; ésta le hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Pues nosotros nos vamos. Por favor, tenga el libro a mano por si fuera requerido como prueba.

—¡Estará aquí mismo, inspectora! ¡Estará aquí mismo! —Darlington dio unas palmaditas en la vitrina; luego salió disparado hacia una de las mesas y quitó con una reverencia la sábana que la cubría, poniendo al descubierto un montón de canapés de gambas. Estaba tan emocionado que casi se pone a aplaudir.

Blake y Sparta se encaminaron hacia las puertas.

—Oh, por cierto, tienen ustedes que venir a la fiesta —les dijo Darlington cuando la puerta de entrada se abría ante ellos—. ¡Los dos! Cuando hayan tenido oportunidad de asearse.

La avenida que discurría por delante del museo estaba atestada de peatones. Se encontraban enfrente del jardín de Vancouver; echaron a andar con paso rápido atravesando el pavimento de metal y siguieron un sendero entre rocas de granito cubiertas de helechos buscando el abrigo de las arqueadas ramas de pino y postes de tótems. Una vez que estuvieron a solas, Blake dijo:

—Si no me dejas ir contigo, voy a aceptar la invitación de Darlington. Estoy muerto de hambre.

Sparta asintió con la cabeza.

—Veo, Blake, que disimulas tan bien como yo. «Implicado en el incidente...»

—Es una distinción que no supone diferencia alguna, ¿no? Dar una falsa impresión a sabiendas es mentir, y punto.

—Mi trabajo es de esa naturaleza —respondió la muchacha brevemente—. ¿Y tú en qué te basas?

Cuando Sparta se daba la vuelta, él la cogió suavemente por el codo.

—Guárdate la espalda. No sé qué se proponen hacer contra ti, pero han sacado los instintos asesinos.

Sparta recuperó el paquete que había ocultado en la sala de los transformadores y luego se apretó el intercomunicador, cuyo timbre insistente había apagado ella misma hacía media hora, contra la oreja.

—¿Dónde ha estado?

La pregunta de Proboda, mitad de preocupación y mitad de pánico, resultaba casi conmovedora.

—Había subestimado a nuestra presa, Viktor. Fui a la
Star Queen
esperando que...

—¿Ha estado a bordo? —gritó él tan fuerte que la joven se arrancó el intercomunicador de la oreja.

—Maldita sea, Viktor..., esperaba coger al culpable in fraganti —resumió la muchacha volviéndose a poner el intercomunicador en la oreja—. Pero desgraciadamente me tropecé con un enorme robot.

—Dios mío, ¿se ha enterado de lo que ha ocurrido dentro de esa nave?

—Acabo de decirle que he estado allí —repitió Sparta, exasperada—. Quiero que se reúna conmigo en las oficinas de la «Compañía Minera Ishtar». Vaya usted solo y hágalo ahora mismo.

—La comandante Antreen está terriblemente enfadada, Ellen. Quiere que venga usted aquí inmediatamente.

—No tengo tiempo. Dígale que le entregaré un informe completo en cuanto me sea posible.

—Yo no puedo..., es decir, por mi propia inicia...

—Viktor, si no se reúne conmigo en la «Ishtar» tendré que ocuparme de Sondra Sylvester yo sola. Y estoy demasiado cansada para ser amable.

Desconectó el intercomunicador. Esta vez no mentía; consternada, se dio cuenta de que estaba temblando de fatiga. Confiaba en que el cansancio no le impediría llevar a cabo el resto de la tarea.

Las dos compañías mineras más importantes de Port Hesperus constituían la base económica de la colonia; «Ishtar» y «Dragón Azul» eran rivales cordiales aunque serios, y sus respectivos cuarteles generales se encontraban en lados opuestos, en brazos salientes situados en el extremo de la estación que apuntaba hacia el planeta. Por la parte de fuera, estas instalaciones se hallaban erizadas de antenas que transmitían y recibían telemetría codificada. Sólo los espías veían el interior de los transbordadores acorazados de metal de la competencia. Las instalaciones de fundición y acabado estaban ubicadas en algunas estaciones satélites que se hallaban a varios kilómetros de distancia.

Tras mostrar su placa a un monitor de vídeo, a Sparta se le permitió la entrada en la «Ishtar» a través de sus puertas principales tachonadas de bronce, la llamada Cancela Ishtar, que daba a un largo pasillo en espiral tapizado con paneles de cuero oscuro y que conducía hacia fuera desde el núcleo ingrávido hasta llegar a una gravedad semejante a la que es normal en la Tierra. No había vigilantes a la vista, pero la joven era consciente de que su avance sería seguido por medio de monitores durante todo el trayecto.

Al final del pasillo se encontró en una habitación lujosamente recubierta de paneles de caoba tallada; el suelo estaba cubierto de alfombras chinas y persas. Aparentemente la estancia no tenía otra salida, aunque Sparta sabía que no era así. En el centro de la habitación en sombras una pequeña lámpara iluminaba una estatuilla de oro de la antigua diosa babilónica Ishtar, una versión moderna realizada por Fricca, la popular artista del Cinturón Principal.

Sparta se detuvo, atraída por la estatuilla, y realizó con su ojo macrozoom una inspección microscópica. Se trataba de un trabajo maravilloso, pequeño pero henchido de poder, flexible pero nudoso, como un estudio en cera de Rodin. Alrededor de la base se habían esculpido los versos de un himno primitivo en letras que imitaban la escritura cuneiforme: «Ishtar, la diosa del crepúsculo, soy yo. Ishtar, la diosa del amanecer, soy yo. Los cielos destruyo, la tierra devasto en mi supremacía. La montaña arraso de una vez, en mi supremacía.»

—¿En qué puedo ayudarla?

La pregunta, hecha en tono no de ofrecimiento de ayuda, sino de desdén, procedía de una joven que había emergido en silencio de las sombras.

—Soy la inspectora Troy, de la Junta de Control del Espacio —dijo Sparta volviéndose hacia ella. La alta recepcionista llevaba puesta una larga túnica púrpura de algún tejido que tenía la misma textura que el terciopelo chafado; Sparta se sintió avergonzada de recordar que ella tenía el pelo chamuscado, las mejillas tiznadas, y los pantalones rotos y manchados—. Por favor, informe a la señora Sylvester —se aclaró la garganta— de que he venido para hablar con ella.

—¿La está esperando, inspectora? —preguntó aquella voz suave, fría y decididamente poco dispuesta a cooperar...

El nombre de la recepcionista estaba grabado en un sólido broche de oro que llevaba prendido debajo de la garganta, un broche que habría resultado invisible para los ojos normales. Pero no para los de Sparta.

Uno de los talentos que debe poseer un policía que vale más que el término medio de sus compañeros, es ser capaz de decir más de una cosa a la vez; algunas frases sencillas llevan una rica carga de implicaciones (obedéceme o vas a la cárcel), y el truco de emplear el nombre de pila nunca está de más, aunque sólo consiga hacer enfadar al interpelado.

—Necesito su entera cooperación, Barbara. —Barbara reaccionó con un movimiento brusco congelando la imagen en la pantalla de vídeo que llevaba en la mano y que había estado consultando—. He venido a ver a Sondra Sylvester por un asunto oficial y urgente —le dijo Sparta— concerniente a Los siete pilares de la sabiduría.

La recepcionista tecleó con aire estirado un código de tres dígitos y le habló en voz baja al artilugio. Un momento después la voz ronca y exuberante de Sondra Sylvester llenaba la habitación.

—Acompañe inmediatamente a mi despacho a la inspectora Troy.

A la joven recepcionista se le bajaron los humos.

—Sígame, por favor —susurró.

Sparta pasó tras ella a través de unos dobles paneles que se abrieron deslizándose en silencio. Un pasillo curvo conducía a otro, y éste pronto se abría mostrando escenas de una gran ambigüedad; debajo de Sparta, y a un lado, unas ventanas ahumadas y curvas daban a salas de control ocupadas por docenas de operarios que estaban sentados ante pantallas y vídeos de color verde y anaranjado. Otro pasillo de cristal curvo cruzaba por arriba y por abajo, y otras salas de control se veían a través de las distantes ventanas. Muchas de las pantallas que Sparta contemplaba mostraban gráficas o columnas de números, pero en otras se veían imágenes de vídeo en directo que presentaban un extraño mundo, semejante a una pecera, desenrollado igual que la panorámica de un paseo por una feria.

En algún lugar de la superficie de aquel planeta situado debajo —en el lado visible e iluminado o a lo lejos, en la oscuridad de más allá del límite— algunas señales de radio transmitidas por satélites sincrónicos movían los robots por control remoto, haciéndoles buscar, cavar, moler y apilar. Las panorámicas que mostraban las pantallas en movimiento eran vistas del infierno a través de ojos de robot.

Pasaron de pronto más allá de las salas de control. Sparta siguió a la recepcionista a través de una puerta que iba a dar a otro pasillo, y por fin entraron en un despacho de tal opulencia que Sparta titubeó antes de entrar.

Un escritorio de calcedonia pulida se alzaba delante de una pared de bronce curvado y tosca textura. Una luz rojiza caía a intervalos sobre la superficie de la pared iluminando las estatuas colocadas en nichos, obras exquisitas de los mejores y más importantes artistas del sistema solar: un duplicado en escayola de Ishtar, obra de Fricca, flanqueado por Innanna, Astarté, Cibeles, Mariana, Afrodita y Laksmi. Otra pared contenía, de arriba abajo, una serie de estantes llenos de libros encuadernados en piel de colores y estampados en oro y plata. A través de las ventanas provistas de poderosos filtros las sulfurosas nubes del planeta rodaban en medio de una luz crepuscular.

Era una habitación que, paradójicamente, hablaba de desesperación; una prisión cuyos estáticos lujos estaban pensados para sustituir las fortuitas simplicidades de la libertad.

—Puedes retirarte, Barbara.

Al darse la vuelta Sparta se encontró detrás de ella a Sylvester, que llevaba puesta la misma túnica de seda oscura que vestía al desembarcar de la Helios. Y cuando Sparta se volvió para mirar a la recepcionista, ésta ya no estaba; aquellas mujeres conocían un misterioso truco para moverse silenciosamente. Sparta se sorprendió a sí misma deseando que Proboda ya hubiese hecho acto de presencia.

—Es usted mucho más pequeña de lo que me esperaba, inspectora Troy.

—Las imágenes de vídeo producen a veces ese efecto.

—Y no me cabe la menor duda de que ése es el efecto que usted buscaba —le dijo Sylvester. Cruzó la alfombrada habitación hacia el escritorio de piedra y se sentó tras él—. En circunstancias normales la invitaría a que se pusiera cómoda, pero realmente en estos momentos me encuentro en extremo ocupada. ¿O es que está usted dispuesta a liberar mi cargamento?

—No.

—¿Y qué puedo yo decirle de Los siete pilares de la sabiduría?

Sparta se daba cuenta de que estaba demasiado cansada para andarse con sutilezas; se sorprendió a sí misma por lo directo de la pregunta que formuló.

—¿Cuánto se gastó usted en falsificarlo? ¿Tanto como habría pagado por el auténtico?

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