Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Habían pasado por una de las escotillas de los trabajadores, arrastrando tras de sí la bolsa de nailon transparente de las herramientas, que Proboda llevaba atada a la muñeca. Manteniendo una respetuosa distancia, Sparta se había abierto camino cuidadosamente alrededor de los anillos superconductores del escudo de radiación, que colgaba en un hemisferio transparente por encima de la parte superior del módulo de la tripulación de la
Star Queen.
Si Proboda se preguntó por qué, no dijo nada, y la joven no se molestó en explicarle aquello que había aprendido por medio de una experiencia personal perturbadora: que los campos magnéticos y las descargas eléctricas fuertes resultaban muy peligrosas para ella sobre todo en ciertos aspectos íntimos que los demás ni siquiera podían notar. Las corrientes inducidas en los elementos metálicos que tenía implantados cerca del esqueleto resultaban desorientadoras e,
in extremis
, amenazadoras para sus órganos vitales.
Pero maniobró sin dificultades para acercarse a la plancha L—43 del casco de la nave. No era un lugar de fácil acceso ni siquiera para una persona con traje espacial, pues estaba semioculta en la parte de abajo del módulo de la tripulación, justo por encima del extremo convexo del largo cilindro que era la bodega C.
—Echaré un vistazo —le dijo a Proboda acercándose mucho—. Ponga esto en otra parte.
Quitó el ojo robot, similar a un cangrejo, del lugar del casco en donde estaba situado, justo encima del agujero, y se lo tendió a Proboda; los rodillos magnéticos que el ojo tenía en los extremos de las patas chirriaron al buscar un punto donde agarrarse. Proboda lo colocó en un lugar más alto del módulo y el aparato salió correteando con rapidez hacia la escotilla donde se albergaba habitualmente.
Sparta subió hasta la plancha dañada y enfocó el ojo derecho sobre el agujero. Hizo un zoom hacia el interior y lo examinó con detalle microscópico.
—Desde aquí no parece gran cosa —dijo la voz de Proboda a través del auricular que la muchacha llevaba colocado en la oreja derecha.
—Espere hasta que vea el interior. Pero primero déjeme que saque una foto de esto —murmuró. Hizo un disparo con la cámara corriente de hacer fotogramas que llevaba colgada de la muñeca izquierda.
Lo que Sparta vio en la parte exterior del casco, incluso con una ampliación que hubiera dejado atónito a Proboda, correspondía exactamente a lo que ella habría esperado si un meteoroide de un gramo que viajase a cuarenta kilómetros por segundo hubiese hecho colisión con la plancha del casco. Un agujero del tamaño de un cojinete en el centro de un pequeño círculo de metal liso y brillante que se había derretido y cristalizado de nuevo.
El daño sufrido por el casco de una nave a causa de un meteoroide que viaja a velocidades interplanetarias típicas se aproxima a lo que sucede cuando, por ejemplo, un misil muy veloz da en un blindaje. La hendedura en el exterior de la plancha puede que sea modesta en sí misma, pero la energía depositada produce una fuerza de choque en forma de cono que viaja hacia el interior y astilla un amplio círculo de material arrancándolo de la parte interior de la plancha. Este material derretido continúa moviéndose y a su vez causa otros daños; mientras tanto, si el interior del casco está lleno de aire, la onda de choque se expande con gran rapidez produciendo excesos de presión que son intensamente destructivos cerca del agujero, aunque decrecen muy de prisa a medida que la distancia aumenta.
—¿Es uno de esos que salen con facilidad? —le preguntó Proboda.
—No tenemos tanta suerte —repuso la joven—. ¿Quiere alcanzarme esa llave inglesa y un Philips normal?
Casi un tercio de la superficie de la cubierta de soporte de vida estaba formado por paneles desmontables, y el L—43 era uno de ellos..., aunque no era, desgraciadamente, una puerta que se abriera como las otras cercanas, sino una plancha que había que desmontar con paciencia, aflojando unos cincuenta tornillos de cabeza plana que estaban situados alrededor de los bordes. Proboda cogió un taladro de la bolsa de nailon de las herramientas y fijó en él una broca.
—Aquí tiene —dijo al tiempo que se lo tendía a Sparta—. ¿Puedo ayudar en algo?
—Coja estos malditos tornillos.
Tardó casi diez minutos en sacar todos los tornillos. Proboda los iba cogiendo del vacío y los introducía en una bolsa de plástico.
—Vamos a probar ahora con la ventosa.
Él le tendió un pequeño y macizo electroimán que Sparta colocó contra el triángulo pintado de amarillo que había en el centro de la plancha y que servía para señalar la presencia de un punto duro de laminado férreo. La muchacha accionó el botón de encendido del imán y tiró con fuerza. El imán estaba fuertemente pegado al punto duro, pero...
—Esto es lo que me temía. ¿Puede usted apoyar los pies en algún sitio? Cuando lo haya hecho tíreme de las piernas.
Proboda buscó un punto de apoyo firme y agarró con fuerza a la joven por los pies. Tiró de ella, y la muchacha tiró de la plancha, pero ésta se encontraba fuertemente sujeta al casco.
—Tendremos que instalar un aparejo de agarre.
Proboda metió la mano en la bolsa de las herramientas y sacó de ella un juego de varillas de acero provisto de acoplamientos deslizantes. Le fue dando las piezas a Sparta una a una, y al cabo de unos cuantos minutos ésta había montado un puente de varillas paralelas sobre la recalcitrante plancha del casco; estaba dispuesto contra el casco, a ambos lados, y los puntos de apoyo eran balancines. Montó un mecanismo en forma de lombriz dentro de una sólida abrazadera, justo en el centro del puente. Fijó un asa de travesaños en la parte superior de la misma; el extremo inferior rotaba sobre una punta en la parte trasera del imán. Cuando Sparta hizo girar los travesaños, aquel mecanismo en forma de lombriz dio la vuelta y empezó a ejercer una tremenda fuerza de atracción. Después de tres vueltas completas la voluminosa plancha, como si fuera un rígido tapón de corcho deslizándose fuera de una botella, salió por fin.
—Esto era lo que le impedía salir —dijo Sparta mostrándole la parte interior de la plancha—. Hay lacre por toda la superficie.
Grumos de plástico amarillo y endurecido habían sujetado la plancha con gran fuerza; era espuma de plástico que había sido vomitada de los botes de emergencia del interior de la cubierta. Parte de ella había sido transportada por la fuerte corriente de aire hacia fuera, en dirección al agujero producido por el meteoroide, y se congeló sobre éste cerrando el escape herméticamente, cometido para el que la espuma había sido diseñada; el resto, sencillamente, había formado un enorme amasijo.
Sparta inspeccionó la parte interna de la plancha y el oscuro y duro montón de plástico que tapaba el agujero. Lo fotogramó, y luego miró hacia atrás por encima del hombro.
—Déjeme ver ese juego de cuchillos. —Proboda se lo tendió y ella escogió un cuchillo curvo de hoja fina—. Y déme unas cuantas bolsitas de éstas.
Con cuidado metió el filo del cuchillo debajo del quebradizo plástico. Se puso a pelar el plástico hacia atrás, y éste se desprendió en delgadas láminas como sedimento, como hebras de madera.
—¿Para qué hace eso?
—No se preocupe, no estoy destruyendo las pruebas. —Guardó las virutas en una bolsa transparente—. Quiero ver qué aspecto tiene el agujero debajo de todo ese engrudo. —Debajo del plástico se encontraba el lado ancho del agujero cónico, que tenía el tamaño de una moneda de cinco centavos, rodeado por una aureola de brillante metal recristalizado—. Bueno, ciertamente esto es de libro. —Volvió a fotogramarlo, y luego le pasó a su compañero la plancha del casco—. Vamos a poner todo esto dentro del saco.
Sparta alumbró con la lámpara de mano el ennegrecido interior de la cubierta de soporte de vida. Pasó unos momentos estudiando a su manera aquello que veía. Luego tomó más fotogramas.
—¿Puede meter la cabeza por aquí, Viktor? Quiero que vea esto.
Con grandes dificultades debidas a la falta de espacio, Proboda metió el casco al lado del de ella, de manera que se tocaban.
—Qué desorden. —La voz del hombre sonó muy fuerte tanto por la conducción a través de los propios cascos como por el intercomunicador.
Todo en un radio de dos metros a partir del punto en el que se encontraba el agujero del casco se hallaba seriamente dañado. Las tuberías se veían frenéticamente retorcidas y acabadas en bocas melladas, como gusanos retorcidos y congelados.
—Ambos tanques de oxígeno de un golpe. Difícilmente se encontraría un punto más vulnerable en toda la nave.
—Una de las esferas de oxígeno estaba rasgada, mientras que la otra yacía en pedazos como el cascarón de un huevo roto. Fragmentos de la maltrecha célula de combustible flotaban cerca del techo, donde habían quedado reunidos bajo los efectos de la suave desaceleración de la maniobra de aterrizaje—. Excúseme un minuto, tengo que meter el brazo ahí dentro.
Sparta levantó la mano y recogió algunos brillantes pedazos de los escombros que había en el techo; con cuidado metió éstos, así como otras muestras, en bolsas de plástico. Echó una última mirada hacia el interior de la arrasada cubierta y luego se retiró.
Volvieron a colocar las herramientas y las pruebas que habían reunido en la red.
—Con esto tenemos suficiente por ahora.
—¿Ha encontrado lo que esperaba?
—Es posible que sí. Tendremos que esperar el resultado de los análisis. Antes de marchamos vamos a asomarnos al interior de la nave.
Se fueron impulsando a lo largo del voluminoso cilindro de la bodega (agarrándose de un asa a la siguiente), hasta que llegaron a la escotilla central de la
Star Queen.
La escotilla central estaba situada en el largo eje que separaba los tanques de combustible de la
Star Queen
de los motores nucleares de las bodegas y del módulo de la tripulación, justo en la popa de las propias bodegas. Sparta se puso a manipular los controles externos que abrían la escotilla —controles que estaban estandarizados en todas las naves, de acuerdo con las leyes vigentes— y luego penetró por aquel estrecho espacio. Proboda entró tras ella con dificultad, arrastrando la bolsa de las herramientas.
La muchacha cerró la compuerta exterior. Desde dentro podía presurizar el compartimiento de aire, siempre que no hubiera contraórdenes desde el interior de la nave. Pero una señal roja y muy brillante que estaba encendida en la parte superior, al lado de la rueda de la compuerta interior, indicaba: «PRECAUCIÓN, VACÍO.»
—Voy a presurizar —dijo Sparta—. Esto no va a oler demasiado bien.
—¿Por qué no nos dejamos puestos los trajes espaciales?
—Tenemos que enfrentarnos a ello tarde o temprano, Viktor. Déjese el casco puesto, si quiere.
Proboda no discutió con ella, pero se quedó con el casco puesto. La joven no permitió que él viera la sonrisa irónica que esbozaban sus labios. Aquel hombre tenía unos sentimientos muy delicados para su tamaño y profesión.
Sparta hizo uso de los controles para presurizar el interior del conducto central de la nave. Al cabo de unos momentos el indicador de precaución cambió del rojo al verde —«Presión atmosférica ecualizada»—, pero la muchacha no abrió aún la compuerta interior. Primero se quitó el casco.
En el cerebro de Sparta penetró violentamente el olor a sudor, a comida rancia, a humo de cigarrillos, a vino derramado, a ozono, a pintura nueva, a aceite de engrasar, a grava, a excrementos humanos... y, por encima de todo, a dióxido de carbono. El aire ya no era tan malo como lo había sido para McNeil en aquellos últimos días, porque se había mezclado con aire fresco procedente de la estación, pero aún lo era bastante; Sparta necesitó unos momentos de consciente esfuerzo para despejarse la cabeza.
Lo que no le dijo a Proboda fue que no estaba haciendo aquello por el mero gusto de torturarse.
Al cabo de un rato no solamente era capaz de notar directamente los componentes químicos de aquello que la rodeaba, sino también evaluar y hacer salir a la consciencia lo que observaba. Tenía una pregunta urgente que hacer allí, antes de entrar: ¿había usado alguien aquella escotilla durante la travesía?
La escotilla principal no era problema. Si Grant y McNeil hubiesen abandonado la nave a través de ella durante el vuelo, el otro hombre se habría enterado... Hasta que salieron por ella juntos la última vez, naturalmente, y sólo McNeil regresó. Pero esta escotilla era otra cuestión. Podía concebirse que uno de ellos hubiese logrado deslizarse furtivamente fuera de la nave a través de esta escotilla secundaria mientras el otro dormía o estaba atareado en alguna otra parte. La cuestión había adquirido ahora nueva importancia.
El olor del lugar respondió a su pregunta.
—Bien, creo que ya consigo entenderlo.
Le dirigió a Proboda una sonrisa cargada de intención, y él la miró dubitativamente desde la seguridad del interior del casco.
Sparta le dio la vuelta a la rueda. Abrió la compuerta interior y entró en el pasillo central. Durante un momento la experiencia resultó profundamente desorientadora: estaba en un estrecho conducto de cien metros de longitud, un apretado tubo de superficie brillante tan recto que parecía desvanecerse en un punto negro. Durante un momento tuvo la perturbadora sensación de estar mirando al interior del cañón de un rifle.
—¿Sucede algo? —Oyó fuertemente la voz de Proboda por el comunicador.
—No..., estoy bien.
Sparta miró hacia «arriba», en dirección al arco de la nave y a la escotilla de la cámara de descompresión de la bodega que se encontraba a unos cuantos metros de altura. Por encima de la escotilla había un acceso a la bodega de carga, y de allí al propio módulo de la tripulación.
La luz junto a la misma era verde: «Presión atmosférica ecualizada.» Sparta hizo girar la rueda, levantó la escotilla y entró en la gran cámara de descompresión que separaba las enormes bodegas desmontables —cada una de las cuales tenía su propia cámara de descompresión— del módulo de la tripulación. Las escotillas exteriores de las cuatro cámaras de descompresión de las bodegas la rodeaban; unos brillantes letreros rojos brillaban en tres de ellas. «PELIGRO. VACÍO.»
El letrero situado junto a la escotilla de la bodega A, sin embargo, resplandecía con un color amarillo frenético: «Estrictamente prohibida la entrada a toda persona que no posea autorización.»
Todas ellas respondían al diseño estándar: pesadas ruedas con radios en medio de puertas circulares de acero montadas sobre bisagras. Cualquiera que diera con la correcta combinación de números situada en el panel que había junto a la rueda, obtendría rápidamente acceso.