Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Pavlakis creía saber lo que le había sucedido a la
Star Queen.
Para él resultaba retrospectivamente evidente, transparentemente evidente..., pero esperaba que no lo fuera para nadie más. Tampoco podía permitirse el lujo de que se le escapara ni el menor asomo de sus sospechas delante de nadie. Y delante de Farnsworth menos aún.
Al mismo tiempo que la
Helios
se deslizaba para entrar en la órbita de estacionamiento cercana a Port Hesperus, Sparta se encontraba husmeando en el camarote privado de Angus McNeil, en la
Star Queen.
Había revisado rápidamente la cocina, la instalación de higiene personal y las zonas comunes. No había hallado nada que no coincidiese con el relato de McNeil. Una hornacina en el armario de las medicinas, la que había contenido el diminuto vial de veneno insípido e inodoro, se encontraba vacía. Había dos barajas de naipes en el cajón de la mesa de la sala común, una de las cuales no había sido abierta; la otra había sido utilizada tanto por McNeil como por Grant. Las huellas de McNeil eran más fuertes, aunque Grant había sujetado con fuerza una de las cartas. Sparta se fijó en la cara de dicho naipe.
Después de las zonas comunes, Sparta había visitado el camarote del piloto. Nadie había entrado allí desde la última vez que Wycherly estuviera en la nave, antes de que ésta abandonase los «Astilleros Faralon».
Y a continuación el camarote de Grant, notable sobre todo por la falta de indicios reveladores. La cama seguía hecha, las esquinas ajustadas hacia afuera y la manta tan tirante que uno hubiera podido hacer botar en ella una moneda. La ropa estaba pulcramente doblada en los contenedores respectivos. La estantería y los archivos del ordenador privado eran en su mayoría manuales de electrónica y libros de mejora personal; no había señales de que Grant tuviera costumbre de leer nada por el mero placer de hacerlo, ni de cualquier otra afición que no fuera juguetear con la microelectrónica. Las prometidas cartas a su esposa e hijos estaban sujetas con clips al pequeño escritorio plegable; Sparta las dejó donde estaban después de asegurarse de que nadie más que Grant las había tocado. Si McNeil había sentido curiosidad por el contenido de las mismas —como de hecho habría podido ocurrir—, había tenido la decencia de no tocarlas. De hecho, no había el menor rastro de la presencia de McNeil en toda la habitación.
Había otra carta, dirigida al propio McNeil, en el cajón del escritorio de Grant. Pero como McNeil no había registrado el cajón, presumiblemente no estaba al tanto de la existencia de la misma.
El camarote de McNeil proporcionaba el retrato de un hombre completamente diferente. La cama llevaba días sin hacer, puede que semanas; Sparta advirtió la presencia de algunas salpicaduras de un color tirando a púrpura producidas por el vino derramado que, si McNeil había dicho la verdad al afirmar que no había entrado en la bodega A después de que Grant hubiera cambiado la combinación, llevaban allí desde cuatro días después de acaecida la explosión. La ropa se hallaba toda revuelta, apretada de cualquier manera en los contenedores del armario. La biblioteca de vídeos era una fascinante mezcla de títulos. Había obras de mística; el
Tao Te Ching
de Lao Tsu, un tratado de alquimia, otro de la cábala. Y de filosofía:
Prolegómenos de cualquier metafísica futura
, de Kant,
El nacimiento de la tragedia
, de Nietzsche.
Algunos de los libros de McNeil eran auténticos, estaban fotograbados en cuartillas de plástico que imitaban el papel de cien años atrás. Juegos: un delgado librito de magia de salón, otro de ajedrez, otro de go.Juego japonés que se juega con dos jugadores, uno de ellos con piedras blancas y otro con negras, sobre un tablero marcado con cuadros.
(N. de! T.)
Novelas: aquella tan rara,
Jurgen
, de Cabell, y una obra reciente de los futuristas marcianos,
Dionysus Redivivus.
Los archivos personales del ordenador de McNeil revelaban una gama diferente pero igualmente variada de aficiones. Sparta sólo tardó unos instantes en descubrir que aquel hombre había estado siguiendo atentamente los cambios de la bolsa de Londres, Nueva York, Tokyo y Hong Kong, y que estaba suscrito a varios clubs, desde «Rosa-del-mes» a «Vino-del-mes». Vino y rosas. Entre viaje y viaje debía recoger los ejemplares de varios meses.
Había otros ficheros en el ordenador protegidos por claves que habrían bastado para detener a cualquier merodeador accidental, pero que eran tan triviales que Sparta apenas si advirtió su presencia, ficheros que hacían uso completo de las gráficas de alta resolución de la máquina. La invención del vídeo casero un siglo antes había llevado las películas eróticas al cuarto de estar, pero aquella innovación no había sido nada comparada con lo que vino después, cuando la invención de la computadora barata a base de un clip llevó un nuevo significado a la expresión «fantasía interactiva». El idParte de la psique que constituye el inconsciente, que es la fuente de la energía instintiva o libidinosa.
(N del T.)
de McNeil se mostraba, en gran medida, tal cual era en aquellos archivos privados que Sparta se apresuró a cerrar; a pesar de la opinión que tenía de sí misma de ser más sofisticada de lo que era normal a su edad, la cara se le había puesto de un color rosa encendido.
Se dirigió al pasillo que atravesaba por el centro la cubierta de soporte de vida. Justo al otro lado de estas paredes finales de acero, curvadas y monótonas, había tenido lugar la explosión; en el mismo momento los paneles de acceso se habían cerrado automáticamente para impedir la descompresión en el módulo tripulación.
Pasó a través de la cámara de descompresión hasta el acceso a las bodegas, a las tres cámaras que advertían «VACÍO», y a aquella otra que lucía una brillante e intermitente luz amarilla: «Prohibida terminantemente la entrada a toda persona no autorizada.»
McNeil había dicho la verdad. En el tablero estaban impresas sus huellas y las de muchas otras manos, pero el rastro más reciente era el de Peter Grant —el contacto de éste sobre seis de las teclas se superponía a todos los demás—. Sparta no fue capaz de reconstruir el orden de aquellos contactos —seis teclas dan pie a múltiples combinaciones de seis factores—, pero si ella hubiera querido jugar una partida consigo misma, con toda seguridad habría podido deducir en unos cuantos segundos cuáles eran los que contaban con mayores posibilidades, dado el gran conocimiento de probabilidades de que hacía gala y, sobre todo, por lo que había tenido ocasión de aprender acerca del hombre en cuestión.
De nada iba a servirle gastar el tiempo en ello. Ya había encontrado la combinación en el lugar en que Grant la había anotado, en los archivos de su ordenador personal.
Tecleó sobre los botones. El diodo indicador que había junto a la cerradura parpadeó al pasar del rojo al verde. Sparta hizo girar la rueda y tiró de la escotilla. Dentro de la cámara de descompresión de aire, los indicadores confirmaban que la presión interior de la bodega era igual a la que había fuera de la cámara. Hizo girar la rueda de la escotilla interior, y un momento después entró flotando en la bodega.
Era un espacio circular bastante estrecho, apenas lo suficientemente grande para que una persona pudiera mantenerse erguida allí dentro, y estaba rodeado de estantes de acero llenos de bolsas y cajas de metal o plástico. El techo del compartimiento era la bóveda reforzada de la bodega propiamente dicha; el suelo era una división de acero desmontable sellada a las paredes. Las naves de madera que en otro tiempo navegaran por los océanos de la Tierra solían transportar arena y rocas a modo de lastre cuando viajaban sin cargamento de pago, pero el lastre no servía de nada en el espacio. Desde aquellos cuantos anaqueles hacinados que circundaban la parte superior presurizada de la bodega y el resto, hasta la popa, no era más que una gran botella de vacío.
Los jergones cercanos a la cámara de descompresión de aire estaban firmemente sujetos con cinturones y transportaban sacos de arroz silvestre, puntas de espárragos en gelatina, cajas de animales de caza congelados vivos en animación suspendida y algunos manjares exquisitos que, tras haber hecho el viaje desde la Tierra, valían mucho más que su peso en oro.
Y, por supuesto, aquella miscelánea que le había llamado la atención a Sparta al leer el manifiesto. Los puros cubanos de Kara Antreen y los «libros sin valor intrínseco» de Sondra Sylvester. Los libros de Sylvester se encontraban dentro de un estuche «Styrene» de color gris que mostraba pocas señales de que alguien lo hubiese manipulado. Sparta se fijó en las huellas de la propia Sylvester, en las de McNeil, en las de Grant y en otras desconocidas, pero ninguna de ellas era reciente. La muchacha dedujo rápidamente la sencilla combinación. En el interior se encontró con una gran cantidad de libros de papel envueltos en plástico, algunos encuadernados en tela o en piel, otros con cubiertas ilustradas, muy pintorescas y llamativas, pero nada que en realidad no esperase encontrar. Volvió a sellar el estuche.
A continuación se acercó al envío de Darlington, una caja gris «Styrene» similar a la anterior, aunque no idéntica, que estaba equipada con una elaborada cerradura magnética, algo incluso más complejo que el tablero numérico de la propia cámara de descompresión de aire. El estuche no mostraba signo alguno de haber sido manipulado. Las únicas señales químicas en toda la caja eran los fuertes olores opuestos a detergente, alcohol metílico, acetona y tetracloruro de carbono. Parecía que la hubieran fregado a conciencia.
¿Una medida defensiva, aquélla, como el cabello que se deja atravesado en la ranura de la puerta del armario con la intención de descubrir cualquier intento de registro o manipulación? Pues bien, nadie la había manipulado.
Sparta procedió a hacerlo. El código de la cerradura se basaba en una breve cantidad de números primos más bien pequeños. Nadie que no poseyera las capacidades sensoriales de Sparta habría podido poner al descubierto la combinación sin emplear en ello unos cuantos días, a no ser que utilizara la ayuda de un ordenador de tamaño considerable; tardaría todo ese tiempo sólo para comprobar la mitad de las combinaciones posibles. Pero Sparta eliminó millones y billones de posibilidades en un instante leyendo simplemente los senderos electrónicos en lo más profundo de los circuitos de la cerradura y descartando aquellos que estaban inactivos.
Entró en trance mientras lo hacía. Cinco minutos después tenía la cerradura abierta. Dentro del estuche se encontraba el libro.
El hombre que había encargado hacer aquel libro se deleitaba con las cosas de calidad. Para él la presentación de las palabras impresas con tanto esfuerzo tenía un valor tan grande, que no estaba dispuesto a permitir que aquellos a los que esperaba impresionar con ellas, ni siquiera sus amigos, vieran algo que no fuese lo mejor. A
Los siete pilares de la sabiduría
se les había otorgado no sólo los adornos propios de un estuche de mármol, encuadernación en piel y papel precioso, sino que además estaba impresa como la mismísima Biblia del rey James, en papel biblia, con linotipia y a dos columnas.
Sparta había oído hablar de los caracteres de imprenta, aunque en realidad nunca había visto el resultado de los mismos. Sacó el libro del estuche y dejó que se abriera suavemente. Desde luego, cada letra individual y cada carácter habían sido impresos sobre el papel; no eran simplemente como una capa transparente, sino que estaban hechos con la cantidad precisa de tinta aplicada vigorosamente sobre la pasta de papel. Aquella clase de artesanía en un objeto de «producción en serie» quedaba fuera del alcance de la experiencia de Sparta. El papel era delgado y flexible, no como aquellas hojas descoloridas y ruinosas que había visto en la Biblioteca de Nueva York, donde eran expuestas como una reliquia del pasado.
La riqueza y esplendor del libro que tenía en la mano resultaban hipnóticos y la impulsaban a pasar las páginas. De momento se olvidó de la investigación. Lo único que deseaba era experimentar aquel objeto. Observó la página por la que el libro se había abierto espontáneamente.
«Un accidente era más mezquino que una falta deliberada —había escrito el autor—. Si yo no titubeaba en arriesgar mi vida, ¿por qué alborotar ensuciándola? Pero la vida y el honor parecen pertenecer a categorías diferentes... ¿O acaso es el honor como las hojas de papel biblia, que cuanto más se pierde más preciado resulta lo poco que queda...?»
Un pensamiento extraño. El «honor» considerado como un artículo de consumo que cuanto más se perdía, más preciado era lo que quedaba.
Sparta cerró el fabuloso libro y lo metió de nuevo en el estuche; luego volvió a colocar todo el grueso paquete en el embalaje acolchado. Ya había visto lo que necesitaba ver de la
Star Queen.
—Damas y caballeros, lamento tener que anunciarles que sufrimos un retraso en el desembarco. Un representante de Port Hesperus se reunirá en breve con nosotros para darles explicaciones. A fin de facilitar las cosas, todos los pasajeros deberán presentarse en el salón a la mayor brevedad posible. Los auxiliares de vuelo les ayudarán.
Al contrario que la
Star Queen
, la
Helios
había llegado a Port Hesperus de la forma habitual, colocándose en la órbita de estacionamiento por medio de breves aceleraciones. Plenamente visible desde las ventanas del salón de la nave, la estación espacial se hallaba suspendida en el cielo a un kilómetro de distancia, con las imponentes ruedas girando a contraluz ante aquella luna creciente que era Venus; el verde de sus famosos jardines brillaba a través de las claraboyas de la esfera central. Sin dejar de murmurar palabras de desagrado, los pasajeros se fueron reuniendo en el salón; los que se mostraban más reacios se vieron «ayudados» por unos auxiliares de vuelo que parecían haber olvidado lo que eran las deferencias. Todos a bordo de la nave, pasajeros y tripulantes, se sentían frustrados por el hecho de haber viajado millones de kilómetros a través de un mar sin estelas para encontrarse con que en el último momento se les impedía poner pie en tierra.
Una brillante chispa avanzaba a contraluz sobre un fondo que parecía una nube de insectos y que estaba formado por las otras naves que flotaban en torno a la estación. Pronto se reveló como una diminuta lancha blanca que llevaba la familiar banda azul y la insignia de estrellas doradas. La lancha se detuvo ante la cámara de descompresión principal, y unos momentos después un hombre rubio de mandíbula cuadrada entró impulsándose enérgicamente en el salón.