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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (11 page)

BOOK: Vespera
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Sonaron las trompetas en el muelle, en un tono bajo y melodioso, y el primer miembro del séquito empezó a avanzar orgulloso por la plancha con pasos lentos y medidos, desde el frío interior de la manta hacia la noche vesperana. Durante largos minutos, el gentío apelotonado en el hueco de la escalera apenas parecía disminuir hasta que, finalmente, los tribunos empezaron a moverse y se fueron abriendo huecos.

Al final, sólo quedaban tres, Rafael, Silvanos y Leonata, aguardando atrás para bajar después de Valentino y Aesonia. Las trompetas cesaron brevemente y luego rompieron en una larga fanfarria, mientras los cuatro se dirigían hacia la escotilla, aún ocultos un instante más. Aesonia se detuvo allí. Sus ojos se encontraron fugazmente con los de su hijo y ella hizo un gesto afirmativo y frío con la cabeza. Las trompetas guardaron silencio.

Y así empezó todo.

* * *

El regreso de Rafael a su patria fue como un sueño. Los edificios a su alrededor, de piedra exquisitamente labrada y preservada con mimo, e iluminados por centenares de faroles sobre los pilares de arcadas y galerías, eran los mismos de su infancia, con aquella decoración y disposición de las piedras tan familiar. Los ruidos y las fragancias (incienso, sal y un indefinible fondo de flores procedentes de las plantas de los diez mil patios ajardinados a lo largo de toda la ciudad), le golpeaban como una ola.

Era un alboroto apagado, como los sonidos nocturnos de la jungla, pero mucho más fuerte: las voces de los centenares de miles de habitantes en las calles y en sus casas, en los restaurantes y en los baños públicos y en las cafeterías, entretejidos con vetas de música y otros ruidos sin origen definido, como si tuvieran vida propia. «Los leones rugen en Vespera por la noche», había escrito un poeta hacía mucho tiempo, y Rafael entendió lo que quería decir.

¡Y cuánta gente! Sobre la franja de agua donde la
Soberana
estaba amarrada, decenas de millares de personas se habían concentrado en el borde del Octágono, hablando al mismo tiempo que observaban la ceremonia. Rafael podía oír las voces momentáneamente, transportadas por la brisa nocturna. Fragmentos de música iban a la deriva por el agua de la Estrella procedentes de los cuartetos que tocaban en la columnata, algunas veces ahogados por el barullo de los organillos y sacabuches de los abarrotados muelles por debajo del paseo Procesional.

Su hogar.

Sin embargo, aquello no era simplemente una llegada; era el recibimiento que los vesperanos hacían a Valentino. Quizá debería habérselo esperado. Valentino era la imagen de un emperador de leyenda, en la flor de la vida, apuesto y marcial con su uniforme. Venía para devolver a los vesperanos liberados a su hogar, con la buena nueva de su victoria sobre los piratas, y pocas cosas había más peligrosas para Vespera que una amenaza a sus flotas.

Catilina había estado allí hacía tan sólo unos días, y la gente ya debía de estar acostumbrada a los emperadores pero, aún así, dieron una calurosísima bienvenida a Valentino cuando salió por la escotilla, lanzándole vítores que resonaron en las colinas y momentáneamente ahogaron cualquier otro ruido de la ciudad, una ovación que se redobló cuando devolvió los rehenes liberados a sus familias impacientes y fue recibido por el Consejo de los Mares.

Y entonces la ceremonia se convirtió en una procesión triunfal. En tierra, por supuesto. Ni siquiera por Valentino sacaron los clanes vesperanos sus barcazas de gala, reservadas para los grandes festivales y regatas en la Estrella. Pero aquella noche, los vesperanos unían al regreso de Valentino la
passeggiata
del atardecer, convirtiéndose todo en un improvisado carnaval. Cuando los vítores se apagaron y Valentino comenzó a caminar, incluso la solemnidad del Consejo se difuminó y sus miembros se diseminaron en pequeños grupos o avanzaron para saludar al emperador visitante. Uno de ellos era tan anciano que se apoyaba sobre el hombro de un subordinado, con la túnica colgándole de su arrugada figura. ¿Quién era? Le resultaba familiar.

Incluso Iolani le presentó sus respetos con un rostro que podía haberse tallado en hielo; pero mientras que los demás permanecieron alrededor del emperador dando la bienvenida a otros miembros del séquito, ella sólo se quedó el tiempo justo que exigía el protocolo. Y cuando se abrió paso para marcharse, Rafael retuvo en su memoria por dónde se había ido.

Rafael se apartó, se escurrió por detrás de la comitiva imperial a través del cordón de guardias con capas azules y se introdujo entre la multitud de vesperanos que había detrás, un verdadero mar de pavos reales y aves del paraíso. La seda y el tinte, así como el café, las especias y las maderas nobles eran las materias primas de los thetianos, los cimientos del poder comercial de Vespera, y eso era visible en el color y la sofisticación del vestuario de los vesperanos. Ni mucho menos era siempre una ropa elegante o de buen gusto, pero aun así era un paisaje mejor que los grises, marrones y verdes oscuros sosos del lejano norte donde él había pasado casi dos años.

Y Iolani, cubierta de negro y gris y con su cabellera rubia, era reconocible al instante.

La siguió bajo el Arco Triunfal de Lavinia a través de la multitud, tratando de no tropezar con ninguno de los niños que estaban jugando al «pilla-pilla» entre las columnas del Ágora dando salvajes alaridos, orilleando las delegaciones oficiales para llegar al paseo Procesional, antes de que el desfile de Valentino se organizara lo suficiente como para ponerse en marcha.

¿Adonde iba? Era difícil decirlo en medio de tal muchedumbre y Rafael había de andarse con cuidado. Él mismo tampoco pasaba desapercibido, pues su indumentaria era casi tan negra y sobria como la de Iolani. Nunca se había mostrado muy presumido, ni siquiera cuando tenía que vestirse para una ocasión especial. Bahram Ostanes le dijo una vez que pocas personas podrían creer que un rostro tan siniestro no estuviera ocultando oscuros y taimados planes.

Rafael llamaba demasiado la atención (tenía que admitirlo) para ser un buen espía camuflado en Vespera. Sin embargo, eso podía corregirse.

Volvió a echar el ojo a Iolani en la lejana columnata, en una puerta lateral del edificio del Consejo, el Palacio de los Mares. Incluso vio cómo Iolani la abría, se deslizaba en el interior del edificio y cerraba la puerta. Si era prudente, la habría cerrado con llave.

Rafael observó la logia del palacio, una extensa galería de delicados arcos entrelazados, con un primer piso por encima con algunas ventanas enormes y la decoración afiligranada de piedra del tejado. Todo estaba ahora oscuro, aunque le pareció ver siluetas en las sombras de la logia.

Seguir ahora a Iolani sería poco prudente. Silvanos dispondría de agentes que lo hicieran, agentes que conocerían mejor la ciudad que Rafael y más capaces de pasar desapercibidos. Pero para hacer uso de los agentes precisos necesitaría por lo menos algún control sobre la red de su tío, y eso podría ser difícil.

El grupo imperial aún se encontraba más allá del Arco y, a juzgar por el ruido, marchaba en dirección opuesta, para que el emperador se presentara ante la muchedumbre que abarrotaba el Octágono. La más grande de las plazas de Vespera se encontraba a la derecha, en el extremo sur de isla Tritón. Las enormes fuentes del centro redujeron sus surtidores para ofrecer una vista mejor. Valentino se quedaría allí algún tiempo, antes de regresar a la litera procesional que le aguardaba en el Arco. Silvanos, con toda seguridad, estaría con él.

Rafael desando el camino hasta la multitud de dignatarios que había bajo el Arco, buscando entre ellos al más insignificante y anónimo. Podría no estar siquiera con los dignatarios e ir vestido como un criado o un mensajero... ¿dónde estaba?

Allí. Un individuo ligeramente entrado en carnes con el rostro más anodino que pueda imaginarse y vestido con el sencillo atuendo de batista de un secretario. Escrutó cada centímetro del funcionario menor y, a menos que las cosas hubieran cambiado mucho desde que Rafael se fuera, ése sería probablemente su puesto. Estaba al lado de los porteadores de la litera con el chambelán de Ulithi, aparentemente dándoles instrucciones sobre la ruta a seguir.

Plautius, el secretario de toda la vida de Silvanos, asistente, asesino, lo más próximo a un amigo que tuvo su tío. El individuo que cuidaba del día a día de los asuntos de su vasta red de espionaje, en especial desde que Silvanos se había hecho demasiado mayor y demasiado conocido para salir a la arena pública él mismo.

Rafael tomó nota de las posiciones de Leonata y de los otros concejales que le pudieran reconocer y se fue caminando tan tranquilamente como se atrevió, hacia las literas, colocándose donde Plautius le viera y el chambelán no. Los ojos de Plautius, a los que nada escapaba, tardaron apenas un instante en descubrirle; se excusó ante el chambelán y se dirigió hacia Rafael.

—Supongo que has venido para ver si tenías un lugar reservado en la procesión —dijo Plautius nerviosamente, hurgando en el fajo de papeles que siempre llevaba. Rafael nunca había sabido si contenían alguna información o solamente los llevaba para mostrarlos. Seguramente, el riesgo de perderlos era demasiado alto para anotar en ellos información delicada, incluso con taquigrafía.

—Me lo estaba preguntando —dijo Rafael.

—Me alegro de tu vuelta —dijo Plautius más reposadamente, aunque seguía toqueteando las notas—. Tu tío me mantuvo al corriente de tus progresos, pero no me dijo que habías decidido regresar.

—El emperador puede ser muy convincente, cuando persigue alguna cosa.

—¡Ah! ¿Entonces estás entre el personal del emperador, no? —dijo Plautius—. Bien, eso es diferente. Naturalmente, si alguien se molestara en decirme estas cosas, lo habría tenido en cuenta. Pero ¿lo hace alguien? Ahora tendré que decirle a algún capitán o burócrata que se ponga en la cola, caminando, y no le va a gustar nada en absoluto. ¡Vaya por Dios! —Varias hojas se le cayeron de las manos sobre las piedras erosionadas del Ágora Marítima. La actuación de aquel hombre era soberbia. Incluso Rafael se sentía inclinado a creérsela en ocasiones.

—Valentino me ha hecho responsable de esto —dijo Rafael, inclinándose a recoger las hojas. Plautius se las había ingeniado incluso para desperdigarlas por todas partes; de manera que mientras estaban agachados ocupados en recogerlas, si hubiera algún lector de labios por los alrededores, éste vería frustrada su tarea— Necesito cierto acceso a vuestra red.

—Silvanos me matará.

—Silvanos no tiene por qué enterarse.

Plautius dirigió a Rafael una mirada más elocuente que cualquier palabra.

—De acuerdo. Silvanos se enterará. Incluso así, es necesario. El emperador vendrá a pedirme resultados y no va a sentirse impresionado si pierdo el tiempo tratando de ablandar a la roca de Silvanos en lugar de hacer alguna investigación.

—¿Y qué pasa con tu co-investigadora? ¿Le confiarás nuestros secretos?

—Iolani casi nos mata en Zafiro. Esto es una investigación, no una estratagema política que tengamos que mantener en secreto. Ella no tiene necesidad alguna de saber cómo obtuve información.

—Veré qué puedo hacer —dijo Plautius. Ya no les quedaban hojas que recoger a pesar de que hablaban tan deprisa como podían.

—¿Cuántas personas tenéis siguiendo a Iolani?

—Tres, ahora. Si estuviera en tu lugar, yo me iría al Consejo esta noche. Observa las actitudes que muestran hacia ella.

Tiene sentido, pensó Rafael, agachándose a recoger la última hoja.

Plautius estuvo cotorreando un poco más mientras toqueteaba las hojas y a continuación frunció el ceño.

—Me temo que no hay nadie a quien pueda cambiar de sitio... La emperatriz madre fue de lo más insistente en que todos los veteranos exiliados acompañaran al emperador y, ya que la abadesa Hesphaere ha acudido para la ocasión con su gente, no puedo hacer espacio. —Le miró con una acentuada expresión de disculpa.

—Averigua cuál de los secretarios del emperador no se molestó en incluirme. ¿Lo harás? —dijo Rafael con un tono ofendido.

—Por supuesto. Y ahora, si me perdonas...

Plautius se escabulló y volvió con el chambelán. Rafael compuso una expresión de leve contrariedad, como si se sintiera frustrado por no poder ir en la procesión. En realidad, no tenía ningún deseo de participar en ella. No como nuevo fichaje en el primer carruaje, especialmente cuando el anonimato sería tan útil.

Rafael echó un vistazo a los grandes thalassarcas que quedaban, fijándose en cuáles de ellos faltaban, además de Iolani, y quiénes se habían quedado con Valentino. Ya se estaría extendiendo la noticia del regreso a la ciudad del sobrino de Silvanos, con el encargo, además, de la investigación del asesinato. Por el momento, Rafael era una incógnita. Querrían sondearle, evaluar cuánta influencia ejercía y si merecía la pena ganarse su amistad.

Y uno de los altos thalassarcas, Vaedros Xelestis, sabía, con mucho, demasiado sobre él.

—Por fin te encuentro —dijo Leonata, como si hubiera surgido de la nada—. ¿Irás con el emperador?

Rafael negó con la cabeza con una expresión de pesar que desapareció en seguida. Valdría para los que los pudieran haber observado a distancia, pero Leonata era demasiado inteligente para ese tipo de ardides.

—No sabían que venía.

Leonata le miró con aquiescencia. Con un «Puedo leer tus pensamientos», pero se encogió de hombros alegremente.

—¿Quieres sentarte en una litera mientras las multitudes arrojan flores a alguien que está a unos metros por detrás de ti y a quien ni siquiera puedes ver? —El más veterano en cualquier procesión siempre iba al final, según la costumbre thetiana.

Leonata le cogió del brazo y le llevó con el grupo de altos thalassarcas, que se dispersaban paulatinamente a medida que se iban encontrando con amigos y otros miembros de sus clanes, sin duda preferibles a sus colegas, para hablar con ellos.

—Si no tienes otros compromisos, tienes que venir con nosotros. Estás en casa de nuevo, es una noche de fiesta y te enterarás de tantas cosas en unas pocas horas de buena compañía como si te fueras a merodear entre las sombras, vigilando algún palacio toda la noche. Y por cierto, no deberías merodear demasiado en la oscuridad. Es malo para el cutis.

—¿Y qué significa eso para los que, como yo, no tenemos una piel como la tuya? —dijo una refinada voz de tenor por detrás, una voz que Rafael intuyó vagamente a quién pertenecía, aunque la última vez que la había escuchado fue cantando un aria de Demarchos en una reunión privada, hacía quince años.

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