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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (9 page)

BOOK: Vespera
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—¿Quiénes son esta gente? —preguntó Rafael—. ¿Qué es el clan Jharissa, gente que se comporta como si estuviera más allá del bien y del mal y que asesina a emperadores como si tal cosa?

Esa sí era una pregunta inteligente, a pesar de que Rafael sintiera la necesidad de plantearla con indiferencia. Estaba irritado porque le habían tendido una trampa, y Leonata se dio cuenta de que a Rafael le enfurecía estar a merced de otros. Incluso del emperador... Valentino no parecía haberse percatado de la forma en que Rafael siempre permanecía ligeramente aparte del resto del grupo imperial, como si estuviera subrayando así su independencia Probablemente Aesonia lo había advertido y ella era, con mucho, la más peligrosa del comité imperial.

—No sabemos si ellos asesinaron al emperador —señaló ella descuidadamente para ver la reacción de Rafael.

Rafael arqueó las cejas con escepticismo.

—Entonces, esta gente que odia el nuevo imperio, en cuyo territorio murió Catilina y que estuvieron, asimismo, a punto de asesinarnos también a nosotros, tienen algo que ocultar completamente diferente. Si no es la muerte de Catilina.

—Tienen muchas cosas que ocultar —dijo Leonata. Era obvio que ella quería averiguar lo que estaban escondiendo los Jharissa—. Y la ley vesperana aún se basa en la presunción de inocencia.

—Todo el mundo es culpable de algo —dijo tibiamente Rafael, caminando hacia la puerta—. Sólo se trata de descubrir el qué.

—Has hablado como un auténtico policía secreto —replicó ella atrapando la expresión de Rafael antes de darse la vuelta.

Estaba jugando con ella. ¡Maldita sea! Aquella ligera curvatura en la comisura de sus labios, el matiz sarcástico de su voz... todo apuntaba a un hombre acostumbrado a desempeñar el papel del gato, no del ratón. Era incluso más felino que Silvanos, su arrogancia más abierta y en estos momentos él necesitaba demostrar que no era la presa.

«Bueno, dejémosle.» Rafael le diría todo lo que ella necesitaba saber sobre él, más tarde o más temprano.

Los soldados (cuatro legionarios y los dos guardaespaldas de Leonata, un mal necesario en esos tiempos) se les echaron encima cuando salieron a la luz del sol del atardecer. Los tratantes árticos todavía estaban por allí, aunque ahora había niños a la vista, bajo la mirada atenta y preocupada de sus madres. Estaban esperando a que los intrusos se marcharan y ya estaban un tanto enervadas tras las horas de espera. Había miedo mezclado con una buena dosis de hostilidad, pero Leonata no podía sondearles más de lo que ya había sido capaz.

—Creo que eso es todo —le dijo ella a Glaucio, al llegar al límite de la plaza—. Mis disculpas por las molestias.

—No ha sido nada —dijo Glaucio. Tenía el aspecto de un hombre cuya venganza se había visto frustrada. ¿Habría disparado por propia iniciativa si Iolani no hubiera dado la orden?

Leonata sintió su mirada taladrándole la espalda al continuar caminando por la calle principal y salir por el muro entrampado y la hilera de palmeras.

Ascendieron a la pequeña loma donde se dividía el camino y bajaron hasta la laguna, donde Leonata vio los restos de la Monarch y sintió un escalofrío a pesar del calor. No solamente por los más de ochenta oficiales, tripulación y otros miembros del séquito que habían muerto con el emperador, sino por lo que también significaban aquellos fragmentos del casco desparramados. Rafael se detuvo un momento y su mirada fue desde la Monarch hasta el cabo, donde tres figuras lejanas, una de negro, otra de azul y otra de blanco, habían dejado atrás a los guardias y las magas y estaban enfrascadas en plena conversación.

Valentino, Silvanos y Aesonia. Leonata se volvió para mirar hacia los restos otra vez, hacia el agua plateada, brillante en la calima. Un ingeniero emergió cerca de un pequeño bote, donde dos oficiales más de la Marina estaban en cuclillas con cuadernos de notas y plumas. Estaban inspeccionando el naufragio, lo cual era razonable. No iban a encontrar nada, aunque no lo sabían.

—¿Y el clan Jharissa? —le recordó, después de comprobar que nadie estaba escuchándolos.

Leonata le dijo sólo lo que estaba dispuesta a revelar, lo que cualquier vesperano bien informado sabría. Ella sabía más, naturalmente, pero aún era mucho menos de lo que debería haber sabido.

Iolani, una pobre emigrante sin un céntimo de alguna ciudad destruida durante la Anarquía, siendo aún muy joven, reunió en los Portanis (el ingente distrito portuario de Vespera) a una tripulación de individuos fuertes y solitarios y, de alguna manera, consiguió hacerse con un navio y equiparlo, antes de desaparecer de Vespera. Nadie se había percatado y, solamente cuando regresó, un año más tarde y con dos navíos cargados a rebosar de hielo, los otros clanes vesperanos se molestaron en averiguar qué había ocurrido. Después de pagar un ojo de la cara por el cargamento.

Con aquel mercado emergente, los banqueros se abalanzaban sobre ella con el fin avanzarle el capital necesario para un flota entera de navíos y, después de su segundo viaje, Iolani fue capaz de fundar su propio clan. Tras su cuarto viaje, cuando habían pasado poco más de cinco años desde que empezara, Iolani pudo adquirir dos mantas, paso necesario para obtener el estatus de Gran Clan, aunque, según se decía, tardó otros tres años en descubrir cómo hacerlas funcionar en el Alto Ártico. Le surgieron rivales, pero éstos parecían carecer de los contactos necesarios en el lejano norte, y ni siquiera todos sus navíos regresaron.

Daba la impresión de que Iolani tenía una habilidad especial para reclutar habitantes del norte. Habían empezado a aparecer entre los tratantes árticos después del primer viaje y, consecuentemente, en la ciudad misma pero aún eran muy reservados, lo que habría sido perfecto si hubieran sido de cualquier otra parte de Aquasilva. Pero los thetianos eran muy susceptibles con el norte.

Hacía dos años, y mucho antes de lo acostumbrado, que Iolani había sido elegida miembro del Consejo de los Mares. Fue voluntad de Iolani, pues hacía ya mucho tiempo que poseía la influencia y la riqueza para formar parte de él. Circularon feos rumores por entonces acerca de una guerra sorda entre Jharissa y el nuevo imperio, pero Leonata sabía que, en realidad había empezado antes.

—¿Hubo enfrentamientos? —preguntó Rafael sorprendido.

—No donde alguien pudiera presenciarlos —dijo Leonata, satisfecha de conseguir que él reaccionara por fin—. Por lo que nosotros sabemos, el imperio emplea sus bases de las islas de Barlovento para interceptar los navíos de Jharissa de vuelta a casa.

—Esa es la razón por la que están tan bien armados.

—Es posible —dijo ella. Había razones de sobra por las que Iolani habría armado sus mantas mercantes hasta los dientes, y una amenaza del nuevo imperio era sólo la mejor de ellas.

—Pero ¿por qué? —preguntó Rafael—. ¿Por qué están los Jharissa luchando contra el imperio?

La verdad, era más bien al revés. Ella estaba bastante segura de que el imperio había iniciado la disputa, pues ellos eran los que tenían una ventaja abrumadora en fuerza, y Iolani, aunque era propensa a ser impulsiva, no estaba loca. Razón por la que...

—Nadie lo sabe —dijo Leonata.

—Así que los grandes clanes de Vespera, con sus agentes de inteligencia mundialmente reputados y sus topos por toda la ciudad, en realidad no saben nada de quién es Iolani o su pueblo o de por qué están librando su guerra privada. ¿Incluso aunque hayáis estado viviendo a su lado durante veinte años?

—¿Por qué no vas tú a ver si puedes sonsacarles algo? —dijo medio en broma.

—Lo haré —dijo él, totalmente en serio.

—¿Donde todos nuestros agentes de inteligencia mundialmente reputados (por cierto, ¿no es esto un oxímoron?) han fracasado? Es una gran ambición.

—¿Hay alguna otra ambición que merezca la pena? —dijo él aún serio, dirigiendo sus ojos negros hacia ella y, por un momento, fue como si Leonata estuviera escuchando a otro hombre, aunque ella no pudo acertar a recordar quién.

—Nadie nunca se ha infiltrado entre ellos —dijo Leonata.

—¿Y toleráis tal estado de cosas?

¿Qué pensaba él que era Vespera? Iolani y su pueblo preocupaban a Leonata, preocupaban a todos los líderes de la ciudad, porque había algo en ellos que no encajaba. Pero mientras Jharissa acatara las leyes de la ciudad y no provocara conflictos, ¿qué podía hacer el Consejo?

—Jharissa paga sus cuotas, ellos traen dinero a la ciudad y son honestos. No suscitan mucha simpatía, pero es que proceden del norte.

—No creo que ésa sea la razón por la que no son apreciados, si nos basamos en la experiencia de hoy —dijo Rafael. Miró alrededor, como si un sexto sentido le hubiera alertado—. Hoy tendré otra conversación con Iolani. —Rafael hizo una brusca reverencia y se marchó con paso decidido de regreso hacia la
Soberana
, dejando a Leonata a la espera de su colega, la otra gran thalassarca.

Iolani se puso a su lado, manteniendo las distancias durante un largo rato antes de que ninguna de ellas hablara.

—¿De verdad los habéis matado? —preguntó abruptamente Leonata. Quería observar la reacción de la otra mujer.

—Pues claro —dijo Iolani—. No quería hacerlo. Pero allí los tenía, con toda su arrogancia e hipocresía, a mi merced.

—¿Y no te preocupó lo que le ocurriría a la ciudad si los matabas?

—Sólo date cuenta de lo que le ocurre a la ciudad estando con vida —dijo Iolani.

* * *

Valentino caminaba con Silvanos y Aesonia por el cabo, lejos de la laguna con su triste naufragio y fuera también de la vista de la
Soberana
y de la aldea. Se pararon en el extremo del cabo, donde no era más que una punta de arena blanca y algunos arbustos, v contemplaron la laguna hacia el sur. Hacia el interior, una hilera de soldados se había desplazado para acordonar el acceso, aunque la magia de su madre serla más que suficiente para protegerlos allí.

—Son culpables —dijo Valentino rotundamente. Él había caído de bruces en una trampa, porque nunca se le ocurrió imaginar que los Jharissa fueran tan infames como para intentar matarlo bajo inmunidad diplomática, sin ninguna posibilidad de negar su culpabilidad. Sin embargo, sólo la llegada de Leonata había detenido la mano de Iolani.

—Por supuesto que son culpables —dijo Aesonia— Lo sabíamos antes de venir.

—Pero no tenemos manera de demostrarlo —dijo Silvanos—. Tratarán de ganar tiempo, de obstruir nuestra labor. Nosotros regresaremos a Azure y ellos tendrán una oportunidad de destruir las pruebas que queden.

—Podemos dejar aquí un destacamento —sugirió Valentino.

—¿Para que los maten a traición por la noche, como ocurrió con tu padre? —dijo Aesonia. Nunca antes en sus treinta y ocho años había visto Valentino a su madre tan irritada; pero ahora él compartía su furia.

—Se escudarán en la ley vesperana —dijo Silvanos.

—¿Incluso estando presente en el caso tu sobrino?

Silvanos hizo una pausa, sin duda preguntándose si debía juzgar a su sobrino o hacer alguna recomendación seria. No había amor entre ellos dos, pero existía respeto, lo que era suficiente.

Ganó la recomendación.

—Rafael tiene la capacidad, pero no los medios. Probablemente mis informantes puedan encontrar pruebas de su culpabilidad, si a eso vamos. Pero no tenemos forma de hacer que el Consejo de los Mares actúe contra ellos.

—Entonces actuaremos nosotros contra ellos —dijo Valentino, mirando a su madre. Estaba deseando invertir los papeles y tener a Iolani y a sus arrogantes norteños a su merced. No se había olvidado del hombre muerto en Serrina. ¿No sería también él un agente de los Jharissa, que tratara de crear problemas?

—Por el momento, es poco prudente —dijo Aesonia. Valentino no podía recordar ni una sola ocasión en que el juicio político de su madre le hubiera fallado a su padre, pero en lo que a él respectaba, prefería con mucho el mundo sin dobleces de la Armada a las turbias intrigas de su madre y su hermana. No obstante, sus maniobras y maquinaciones eran necesarias, debía reconocerlo—. La princesa y el Consejo determinarán lo que es más conveniente para ellos. Si nosotros golpeamos abiertamente a Jharissa, dirán que estamos haciendo de ellos un chivo expiatorio en un feudo en desarrollo.

—¿Aunque demostremos su culpabilidad?

—Aun así, no podemos ponerles la mano encima alegremente —dijo Silvanos.

En términos militares, Jharissa era una pesadilla. Sin ser tan poderosos como uno de los príncipes, tenían sus bases de operaciones (Vespera y el Ártico) fuera del alcance del nuevo imperio y no podían bloquear tranquilamente Vespera sin provocar una alianza de los otros poderes de Thetia contra ellos. En el caso de un movimiento abierto como ése, incluso los monsferratanos y los qalatharis, las otras grandes potencias del Archipiélago, podrían ponerse de parte de los vesperanos.

—Primero debemos aislarlos —dijo Aesonia—. Convertirlos en unos parias.

—Hemos intentado hacer eso durante años —dijo reflexivamente Silvanos—. Los vesperanos no actuarán en contra de ellos, pase lo que pase.

Valentino nunca sabía lo que pasaba por la cabeza de Silvanos pero, durante los últimos años, había acabado confiando en el jefe de los servicios de inteligencia. No podía poner la mano en el fuego pero tenía la impresión de que Silvanos compartía con él una sensación de desmembramiento, de un mundo sin equilibrio. Quizá respecto a lo lejos que había caído Thetia o quizá respecto al caos que él veía a su alrededor.

Además, el respeto de Valentino hacia Silvanos había crecido enormemente desde que él trajo en persona las noticias sobre la muerte de Catilina. Habría sido muy fácil enviar a algún subordinado, asociar a algún otro con la aciaga noticia, pero él tuvo el coraje de comunicársela en persona.

Y Rafael había mostrado resolución al aceptar su oferta con tanta rapidez... sí, los Quiridii eran piezas valiosas, y Rafael era un individuo joven. Silvanos estaba rozando la cincuentena y no siempre gozaba de buena salud. Si Rafael continuaba tomo había empezado, sería un digno sucesor de su tío como jefe de los servicios de inteligencia.

—Y entonces, ¿qué hacemos? —preguntó él suponiendo que Silvanos tenía un plan.

—¿Tienes alguna idea? —le preguntó Aesonia. Cualquier cosa que Silvanos sugiriera se vería refrendada o desestimada por el veredicto de ella. Aunque era el residente imperial permanente con más alto rango de Vespera, Silvanos era, antes que nada y principalmente, el jefe de los servicios de inteligencia y no un político.

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