Cuando llegaron, el local se estaba llenando rápidamente. La condición de miembro del Consejo de Leonata y la alcurnia de Petroz sólo sirvieron para reservar un pequeño espacio, pero la ayudante de Leonata había conseguido hacerse con una mesa y ya había dos o tres personas sentadas a ella. Incluyendo, para alegría de Rafael, un rostro muy familiar.
—Me dijeron que habías vuelto —dijo Bahram Ostanes con su profunda voz de bajo—. Me alegro de volver a verte.
Era la imagen misma de un respetable banquero monsferratano, un individuo alto y de piel negra que rondaba los cincuenta, con cabellos y bigote plateados, pero Rafael le conocía mejor. Bahram había sido amigo del mentor de Rafael, Odeinath Sabal Xelestis (a quien Petroz había apodado el «viejo lobo de mar»), durante la mayor parte de su vida.
Odeinath siempre se las había arreglado en sus andanzas alrededor de los océanos para recalar en Mons Ferranis de vez en cuando. Fue Bahram quien enseñó a Rafael los rudimentos del comercio y la banca, concediéndole el raro privilegio de ser uno de los pocos thetianos que habían aprendido esas artes de un extranjero. Silvanos no las consideraba importantes y los exiliados de Sarthes fingían ignorar tal actividad secular.
También había enseñado a Rafael un buen puñado de cosas sobre espionaje, pero eso era algo que Rafael guardaba para sí.
—No sabía que estuvieras aquí —dijo Rafael, encantado de encontrarse con un amigo y aliado, alguien a quien había visto demasiado poco durante los últimos años.
—Traté durante años de que el Anciano me enviara aquí —dijo Bahram—. Pero temía que nunca regresara si me lo permitía.
—¿No sería que temía que te gastaras sus bien merecidas ganancias en bailarinas y en buena vida? —terció Leonata. El hermano mayor de Bahram (el Anciano), el cabeza de familia y llamado también el Viejo Ostanes, era conocido en todo el mundo por su riguroso espíritu ahorrador.
—También es mi dinero —dijo Bahram—. Si lo único que haces con el dinero es ganar más, al final se vuelve aburrido. Pero aún no le he convencido de eso.
—¿Café? —dijo Leonata, mirando elocuentemente a una de sus ayudantes.
Rafael tardó en contestar, tratando de recordar cuáles eran sus preferencias la última vez que estuvo en un lugar lo bastante civilizado como para que se pudiera elegir.
—¿Fuerte o ligero? ¿Especiado o no? —dijo Asdrúbal. Un hombre al que Rafael recordaba de su infancia. ¿Quién no lo haría? Asdrúbal no era sólo un tanethano que había adquirido la ciudadanía thetiana y formado su propio clan, el clan Barca, sino que además era el hijo de Elassel Barca, la compositora más grande de su generación, cuyo
Lamento
, de la
Canción de la Cruzada
, estaba grabado en la mente de Rafael. La conoció una tarde inolvidable cuando ella visitó Vespera por última vez, dieciocho años atrás. La había escuchado en el palacio de Asdrúbal, e incluso había tocado con ella un movimiento de un cuarteto.
Había sido un regalo especial de Silvanos para él, un raro momento de calidez en una fría infancia, y a punto estuvo de parpadear para frenar lágrimas que venían del pasado y que la voz de Asdrúbal había evocado.
—Fuerte, sin especiar —dijo Rafael tras un momento—. Pero que no sea porta, por favor.
El porta era famoso en Vespera, una mezcla de café muy popular en los Portanis. Era tan tosco y amargo que le arrancaba a uno el paladar. Rafael sospechaba que los habitantes de los Portanis lo bebían exclusivamente para poder calificar de peleles afeminados a todos aquellos que odiaban el detestable mejunje.
—Mari-black, Flavia —dijo Leonata—, Y algún licor para todos. Ya veremos más tarde qué cenamos.
El individuo que estaba al lado de Rafael suspiró exageradamente.
—¿Cuatrocientas veintiocho variedades y pides un mari-black para Rafael? —Se llamaba Hycano Seithen, técnicamente un asesor de la gran thalassarca Arria Seithen, aliada próxima de Leonata, aunque era más conocido como escritor y erudito; sus trabajos lo declaraban un vehemente oponente del imperio.
—La mayoría de ellas son la misma cosa con distintos nombres —dijo Bahram.
—Nada de discusiones sobre esto otra vez, por favor —dijo Leonata de manera cortante.
—Yo no tengo la culpa si Bahram no tiene un paladar educado —replicó Hycano.
A medida que la conversación discurría por otros derroteros, Hycano se las arregló para desentenderse de ella y dirigirse a Rafael, aparentemente para presentarse y después, para dejar caer que era probable que Tiziano llegara una hora antes de la medianoche aproximadamente y que se quedaría durante una hora o dos antes de irse a Metellio's para pasar allí el resto de la noche.
—Él sabrá quién eres y que quieres conocerlo. Se le insinuará que estás destinado a hacer grandes cosas. No será capaz de resistirse. Halágale cuanto puedas; es un ego andante. No sé por qué quieres conocerlo.
—Ni tampoco Rafael, cuando por fin le conozca —dijo Petroz; parecía que su humor del principio ya se había restablecido, pero Rafael intuía que alguna cosa preocupaba al príncipe de Imbria, así como que quería confiársela a Leonata, tan pronto como tuviera la oportunidad.
Se calló cuando Flavia trajo las bebidas: primero las tazas de café humeante y después las copas heladas de licor de frutas.
—Por Rafael —dijo Leonata alzando su copa de licor—. Bienvenido a casa.
Rafael extendió la mano para coger su copa.
Y casi la derrama. Estaba fría, más fría de lo que era concebible en aquel clima, y por un instante el frío intenso le adormeció la mano hasta que la retiró bruscamente, mientras, de repente, un dolor y un temor sin nombre le espolearon la mente.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Leonata.
Rafael asintió con la cabeza, preguntándose qué le había pasado. No le gustaba el frío, a pesar de haberse pasado medio año en el Alto Ártico, pero el miedo, el repentino terror... ¿de dónde había venido? ¿Qué debilidad que nunca había sospechado, y se escondía en su interior, causaba aquella reacción?
—Estoy bien —respondió con firmeza—. Hacía mucho tiempo que no tocaba nada tan frío.
—Hielo jharissa —dijo Leonata.
* * *
Rafael se enteró en seguida de la llegada de Tiziano, aunque estaba orientado más hacia el mar que hacia la entrada. El nivel de ruido, que se había elevado gradualmente durante una larga velada de comida vesperana acompañada por la mejor interpretación de música de cámara que Rafael había escuchado en años, alcanzó de repente su punto álgido.
—Aquí está tu hombre —dijo Hycano—, pero aguarda un poco.
Rafael se imaginaba que los demás en la mesa se estaban preguntando por qué quería conocer a Tiziano, incluso Arria y Asdrúbal, a quienes les gustaba su música. Tampoco Rafael estaba completamente seguro. Aetius el Grande era, después de todo, motivo natural para Tiziano; sin embargo, algo había en todo aquello que inquietaba a Rafael. Quizá si no hubieran interpretado su marcha para la procesión de Valentino...
La velada había discurrido del café a la comida y al vino, mientras Rafael escuchaba la conversación y participaba en ella cuando tenía que hacerlo. Necesitaba reunir información más que darla, pero le resultaba difícil no relajarse rodeado de buena compañía, música y cierto sentido del hogar, de pertenencia, que no había experimentado desde que dejó el
Navigator
de Odeinath.
¿Acaso se había vuelto tan suspicaz que sólo se preguntaba qué provecho podrían extraer de él? Vespera era un lugar donde la política, el comercio y la vida cotidiana eran prácticamente inseparables... no obstante, Bahram no estaría allí, y tan evidentemente a gusto en compañía de Leonata, Hycano y los demás, si sólo fueran los débiles gobernantes de una ciudad en decadencia.
Petroz había dejado la mesa hacía una hora más o menos, para rastrear el gentío en busca de músicos que llevarse consigo a Imbria. Incluso ahora estaba rodeado de admiradores al lado de un pilar, totalmente oculto a la vista por un círculo de músicos. En su mesa, Leonata hablaba con un grupo de músicos de cuerda, discutiendo sobre posibles solistas para un concierto, e Hycano estaba enfrascado en una discusión más acalorada sobre las relaciones matemáticas de la armonía.
Allí estaba. Tiziano se había librado de algunos de sus admiradores y recorría toda la sala con la mirada. Rafael se puso en pie y se abrió paso, a sabiendas de que Tiziano, embutido en una capa azul imperial primorosamente trabajada y un cuello alto que estaba de moda, le estaba buscando. Tiziano era muy engreído y no necesitaba más mecenas, pero los contactos en los altos círculos de la corte (en particular los hombres jóvenes), siempre eran valiosos. Tiziano aún no había llegado a los cincuenta, y podía esperar disfrutar de otros veinte años de salud.
—Maestro Tiziano —dijo Rafael, advirtiendo cómo los otros músicos le evaluaban y la cohorte de aduladores de Tiziano se apresuraba para estar cerca de su ídolo—. Soy Rafael Quiridion, es un honor conocerlo.
—El honor es mío —dijo Tiziano, devolviéndole su reverencia con otra de barroca extravagancia, acompañada de otras formalidades. Era bajo, incluso para ser un thetiano. Tenía un lado de la cara marcado, por una enfermedad de infancia y su sensibilidad para el vestir iba más allá del simple mal gusto—. Siempre he dicho que los servidores del Imperio se encuentran en mejor posición para apreciar mi obra. Saben lo que significa trabajar para algo más grande que uno mismo.
—Seguramente también es tu deseo ser una fuente de inspiración para aquellos que no están al servicio del Imperio —apuntó Rafael.
—Claro, pero servir a un simple príncipe o a una ciudad es como representar una ópera sin vestuario ni escenario, con los cantantes estáticos sobre las tablas como en un coro. La experiencia real es muy inferior, deja mucho que desear, como en la forma artística —dijo él, ingeniándoselas para insultar a casi todos los grandes y poderosos de Thetia de un plumazo y de otro, a todos los compositores corales—. El futuro está en la totalidad, en unificar todas las formas artísticas, como el Imperio volverá a hacer finalmente con nuestra pobre Thetia.
Rafael se sintió en su interior agradecido a Silvanos por haberle adiestrado para ocultar hasta la más mínima expresión facial, y reprimió las ganas de echarse a reír. ¿Cómo era posible que una música tan sublime saliera de la pluma de un individuo como aquél?
—Entonces... ¿tu
Aetius
? —preguntó Rafael.
—¿Lo has visto?
—Acabo de regresar hoy a la ciudad —dijo Rafael disculpándose. La verdad es que también se perdió dos de las tres óperas anteriores de Tiziano y sólo agarró al vuelo
Valour
cuando se representó de forma inesperada en Taneth durante su estancia—. Trataré de verla tan pronto me lo permitan mis obligaciones. Siempre he estado esperando un
Aetius
tuyo.
Durante siglos, había sido uno de los temas favoritos de los compositores. Era la épica batalla librada por Thetia contra el oscuro enemigo del norte, los habitantes de Tuonetar, y el relato del heroico Aetius IV, que los derrotó y murió en el momento de la victoria.
—Tenía que llegar el momento adecuado —proclamó Tiziano— para que le prestara al tema la atención que merecía.
—Así pues, el emperador estará complacido —dijo Rafael con lo que él esperaba fuera una sonrisa convincentemente cálida.
—El emperador ha prometido ir a verlo durante su estancia aquí, y también la emperatriz madre. Ella fue quien me insistió una y otra vez para que lo compusiera, pero tuve que esperar a la Musa —dijo él, con un gesto tan exageradamente dramático que casi deja sin sentido a uno de los aduladores que tenía detrás, un individuo mucho más alto. Tiziano le frunció el ceño, primero mirándole al pecho y luego, elevando la mirada hasta su rostro con mayor animosidad—. Ella me decía que nadie le había hecho aún justicia al tema.
A Rafael le sobrevino un sentimiento de triunfo.
—¿Eres amigo del emperador? —continuó Tiziano.
—Estoy cerca de él, sí —respondió Rafael con deliberada ambigüedad. Aunque puede que Tiziano no advirtiera el matiz.
—¿En calidad de...? —ahondó Tiziano.
Rafael respiró profundamente.
—Estoy investigando el asesinato del emperador Catilina —dijo tan discretamente como pudo, pero aun así fue oído por los que se encontraban cerca, quienes se callaron de repente.
—¡Pues cualquiera con esa responsabilidad bien puede decirse amigo mío! —declaró Tiziano—. Lleva a esa escoria del norte la justicia que se merecen. A los traidores y a Tuonetar, a todos ellos. ¡Necesitamos un nuevo Aetius que les ponga en su sitio!
Los individuos que había detrás y otros dos o tres grupos le aclamaron a voz en grito.
—Una copa para este amigo mío, y un brindis. ¡Muerte a los del norte!
Alguien puso una copa en la mano de Rafael y él se unió al brindis tan discretamente como se atrevió, consciente de que todas las miradas estaban puestas en él.
Después de aquello, tardó casi media hora en desembarazarse de Tiziano pero, finalmente, el compositor se marchó, dejando tras él un grito de «¡muerte a los de Tuonetar!» resonando en la bodega.
Rafael aguardó un prudente lapso de tiempo antes de escabullirse y de ir a lavarse las manos en una fuente del exterior. Dudó un segundo antes volver de nuevo dentro, pero todavía no era capaz. Necesitaba espacio para reflexionar y tiempo para limpiar su mente de la toxicidad que desprendía Tiziano. ¿Podría volver a escuchar la música de aquel individuo con la misma emoción? ¿O sólo recordaría el odio bilioso de aquel hombre y su frívola arrogancia?
Se fue caminando por el edificio contiguo, junto a la carretera que discurría paralela al agua. Algunas personas estaban inclinadas sobre la balaustrada, amantes en su mayor parte. Apenas podía oír cómo el agua lamía la orilla por el ruido de Orfeo's y otras cafeterías de las proximidades, que parecían haberse convertido en tabernas por la noche.
—¿Encontraste lo que buscabas? —dijo la voz de Leonata a su lado, y a Rafael se le cayó el alma a los pies.
* * *
Leonata vio a Rafael encorvarse ligeramente, en un claro gesto de no desear ser molestado, y ella se giró para marcharse.
—No te vayas —dijo dándose la vuelta, y Leonata apreció una mezcla de desilusión y amargura en su rostro. Le podía haber dicho lo que le iba a pasar, pero Rafael estaba determinado a hablar con Tiziano y a obtener de él la información que quería.