—Sé atrevido —dijo Silvanos con un amago de sonrisa—. Deja Azure en las manos eficaces de tu hermana. Aventine podría emplear la experiencia. Ve a Vespera.
Aesonia entrecerró los ojos.
—¿Estás sugiriendo, después de todo lo que ha pasado hoy, que deberíamos dirigirnos al corazón del poder de los Jharissa?
—Al lugar más público de toda Thetia —dijo Silvanos—. El pueblo vesperano ama el espectáculo, adoran tener un héroe y les encanta sentirse importantes. Mi emperador, has liquidado a un escuadrón pirata y has rescatado a dieciocho miembros del clan vesperano. Llévalos tú mismo a Vespera, como tu primer acto oficial. Con tu mera presencia puedes hacer más por nuestro prestigio allí que con años de diplomacia. Muéstrales la gloria y el poder del imperio, como hacía el antiguo imperio con sus triunfos. Después de todo, no es que planearas hacer de Azure tu capital para siempre, ¿verdad?
—Poco a poco, Silvanos —dijo Aesonia, aunque ahora era ella la que sonreía—. ¿Puedes garantizarnos nuestra seguridad?
—Sí —dijo Silvanos—. Gánate la simpatía de la multitud, lo que debería ser fácil, y Iolani no se atreverá a hacer un solo movimiento. De hecho, ella tendrá que protegerte, pues la culparán si algo ocurre.
Valentino podía ver la mente de su madre corriendo hacia adelante, explorando las posibilidades, y observó cómo su sonrisa se hacía más abierta. ¿Impondría ella ahora su voluntad, como temía él, o su asociación continuaría según los planes, con las decisiones finales en manos de Valentino?
—Yo tenía previsto esto para más adelante, pero tienes razón. Valentino, sugiero que sigamos el plan de Silvanos.
Bien. Al igual que ellos, Valentino podía ver las ventajas de la operación. Quizá mejor, porque Silvanos tenía razón. La intención de Valentino no era quedarse en Azure para siempre y Vespera, en su previa encarnación de Selerian Alastre, había sido la capital de Thetia. La capital imperial.
La única capital apropiada para la Thetia unificada que él pretendía crear. Su padre había puesto los cimientos, pero Valentino presenciaría en vida el renacimiento de Thetia, el final del caos y la Anarquía que tantas vidas se habían cobrado. Un justo homenaje a su padre, que había muerto antes de tiempo.
El gobierno de Vespera era una improvisación, una reacción a los tiempos desesperados de la Anarquía de hacía cuarenta años, mantenido casi sin fuerzas armadas por una hábil diplomacia y la importancia de la ciudad como puerto franco y territorio neutral. No se pretendía que esta solución durara siempre y la ciudad ya estaba mostrando signos de decadencia. Quizá Iolani, en su arrogancia, le estaba entregando Vespera para siempre.
—¿Tenemos autorización del Consejo de los Mares? —preguntó Valentino. Debía ser escrupuloso y respetar todas las formas que se exigían.
—Sí —respondió Silvanos—. Me tomé la libertad de obtener el permiso para una visita imperial en caso de que fuera necesaria. Puedes llevar dos buques de guerra y un séquito que no supere los cuatrocientos miembros, incluidas las tripulaciones de los navíos.
No era, pues, un plan urdido en el momento, lo cual le confortó. Obviamente, Silvanos ya había reflexionado sobre el asunto. Una dotación tan pequeña menguaría sus opciones militares, si llegara el momento de una confrontación con Jharissa, pero era inevitable. Por otra parte, éste era exactamente el tipo de acción que le gustaba: audaz y decisiva. Y él podía demostrar a su madre que era perfectamente capaz de vérselas con los vesperanos, sin importar lo corrupta y licenciosa que se hubiera vuelto la ciudad.
—Así pues, informa al Consejo de los Mares de que es nuestra intención hacer nuestra primera visita de Estado, llevando a su hogar a los mercaderes perdidos. Llegaremos en dos días.
La a arribada a Vespera era legendaria y había sido celebrada en frescos, mosaicos y canciones de la ciudad y el mundo entero. Era un espectáculo navegar entre las barreras de islas hacia el puerto occidental durante la puesta de sol, cuando las cúpulas de la ciudad y las casas y las aguas a su alrededor se transformaban en oro durante unos fugaces momentos.
La
Soberana
cruzó el arrecife exterior y penetró en la laguna vesperana menos de una hora antes del crepúsculo de un día de cielos turbulentos e inquietos y, durante un largo rato, Rafael no hizo otra cosa que quedarse allí, de pie, observando la ciudad delante de él en todo su glorioso y desaliñado esplendor.
Un lugar de piedra y agua, kilómetros y kilómetros de bóvedas, galerías y arcadas que se alzaban sobre la profunda bahía que, mucho tiempo atrás, los marineros habían bautizado con el nombre de la Estrella Profunda. No había otra ciudad más espectacular en Aquasilva, ni más grandiosa. Los edificios llegaban hasta los arrecifes sobre la bahía, encaramados en las laderas de las enormes montañas que se levantaban por el este y el noreste, interrumpidos sólo por las palmeras o cipreses de las avenidas o por las decenas de millares de patios ajardinados y los oasis de los grandes jardines públicos con sus viveros acristalados.
Un lugar de piedra, porque durante los últimos seis siglos de su historia de mil años, el empleo de madera había sido prohibido. Por motivos prácticos en un principio, para impedir incendios y, más tarde, por orgullo y testarudez. En manos de un mampostero o tallador thetiano, la cremosa piedra vesperana cobraba vida, susceptible de ser trabajada hasta una delicadeza que nadie podía igualar. A esas alturas había tantos tipos de estilos y arcos que un arquitecto podía pasarse la vida entera intentando recordarlos todos.
Un lugar de agua, porque Vespera era una ciudad marítima, no solamente levantada a partir de las riquezas del mar, sino rodeada y atravesada por el agua, por la Estrella Profunda y, desde allí, el Averno y el Marmora, canales en forma de tentáculos que atravesaban el interior y en los que se vertía en cascada el agua pura de los manantiales de las montañas, llegando así hasta el mar.
Su tierra. Un lugar que a Rafael le resultaba familiar tanto por los autores antiguos como por su experiencia personal; un lugar que él recordaba haber atravesado miles de veces, y cuyos monumentos y lugares singulares podía ver con los ojos cerrados. La Sala del Océano, elevándose desde el agua, las arcadas sinuosas del paseo Procesional, la torre arcaica de piedra del palacio Canteni, austera y tosca, contra las construcciones más modernas a su alrededor. Las espléndidas torres y la entrada del palacio Ulithi, en el que Valentino se hospedaría, imponentes sobre las verdes laderas y jardines empinados de detrás. La desordenada grandeza del Palacio de los Mares en la isla de Tritón, la parte más antigua de la ciudad, con sus columnatas entrelazadas y la cúpula verde de la vieja Cámara de la Asamblea destacándose sobre ella y el Ágora circundante.
Y los lugares que había conocido realmente, donde se había criado, donde había reído y jugado tanto como pudo a la sombra de Silvanos. Las casas de sus amigos de infancia salpicaban las latieras superiores del distrito de Naiad. Las fuentes saltarinas de los Jardines Botánicos, la silueta siempre tan levemente extraña del palacio Barca, con su jardín en el tejado de estilo thanethano; la casa de Silvanos en la zona superior de Naiad; ya estaban tan cerca que casi podía reconocer los nueve pequeños arcos de la logia.
Lo principal de todo era que, después de tres años de espionaje en las islas lejanas y lugares desiertos del Archipiélago, sería agradable pasear por las abarrotadas calles de nuevo, sentir la energía de Vespera a su alrededor, en los puertos, la Bolsa y las cafeterías. De todos los lugares que había visitado durante su exilio, sólo Taneth podía compararse a Vespera y, a pesar de su vitalidad, Taneth nunca le haría sentirse como en casa.
Había encontrado su propio rincón en el puente de mando al entrar en la laguna, pero ahora estaba lleno, pues la mayor parte del séquito de Valentino había acudido para ver el atraque. Aun así, era un espacio enorme, que describía una curva sobre la sección delantera de la tercera cubierta por encima del puente, y que era igualmente útil como espacio de control de un almirante, como base de operaciones para el asalto naval o, con los paneles de éter prudentemente cubiertos y protegidos, como zona de recepción cuando la
Soberana
simplemente hacía acto de presencia para ser admirada.
—Nunca me canso de verla así —dijo Leonata, acercándose a Rafael. Ahora iba vestida formalmente, con una túnica como los demás. Sólo Aesonia la igualaba en elegancia, y la túnica cobriza de Leonata con su toque de tracería dorada sobre los hombros era considerablemente más discreta que el refulgente luto gris de la emperatriz.
Rafael se dio cuenta de que Leonata era la única mujer del navio que no figuraba en el séquito de Aesonia, de manera que era una exiliada, pues... a diferencia de los clanes y, particularmente, los astilleros de mantas dominados por mujeres, la Armada era un mundo completamente masculino.
—¿Con qué frecuencia viajas? —preguntó Rafael. Distaba mucho de saber lo suficiente acerca de ella o el clan Estarrin y no iba a dejar pasar una oportunidad para indagar. ¿Cuánto tiempo hacía que era thalassarca, líder del clan? ¿Con qué productos comerciaba Estarrin? ¿Eran muy poderosos?
—Muy poco últimamente. Cuando te conviertes en thalassarca, te atas a la ciudad. He pasado la mayor parte de mi vida en los navíos de los clanes, incluso durante el apogeo de la Anarquía. No merecería ser una thalassarca si no supiera cómo trabaja mi clan. Estarrin no elegiría a un líder que no lo hiciera. Por supuesto, algunos de los otros thalassarcas opinan que pueden desempeñar mejor su función sin haberse ensuciado nunca las manos, pero es su sistema. —Y se calló: «y una estupidez»—. Naturalmente, yo fui lo bastante insensata como para acabar en el Consejo de los Mares y ahora nunca tengo vacaciones.
—¿Se supone que tengo que compadecerte? —preguntó inocentemente Rafael.
—No, pero podrías comportarte como un caballero y dejar tus pesquisas para cuando estemos en una cafetería de Vespera.
* * *
Valentino los observaba desde el puente de mando, preguntándose si Leonata era potencialmente una aliada o una enemiga. Hacía muchos años que Valentino no había estado en Vespera. Había estado demasiado ocupado fuera en campaña, de modo que las lealtades y flaquezas de sus actuales líderes eran algo nuevo para él. Silvanos y Aesonia los conocían, naturalmente, pero él necesitaba dominar esos aspectos por sí mismo.
¿Estaba quizá Leonata sondeando las lealtades de Rafael? ¿O simplemente le estaba consultando una estrategia, puesto que la decisión de Valentino y la del Consejo les habían convertido, eventualmente, en co-investigadores?
Estaba claro que tenía que asignar a Silvanos un papel más relevante y aún no estaba preparado para confiar en Rafael a la hora de vérselas con alguien tan experimentado como Leonata, aunque quizá... Un pensamiento le sobrevino y se volvió hacia su madre, que estaba a su lado, envuelta en el esplendor total de la túnica de Exilio. Aesonia parecía estar envejeciendo más lentamente que otras de su generación; apenas parecía mayor que Leonata, y eso que mediaba una década entre ellas.
—¿Dispones de alguna acolita que pueda echarle un ojo a Rafael? —le preguntó Valentino—. ¿Quizá algo más, si tuviéramos suerte?
Aesonia sonrió.
—Lo quieres tener bien atado a nosotros por voluntad propia. Supongo.
—Nada es comparable a la lealtad que se ofrece libremente —dijo Valentino.
—Déjalo de mi cuenta —dijo ella—. Promete mucho.
Habían transcurrido sólo unos momentos y la luz procedente de las bóvedas y los tejados de la ciudad había pasado de ser blanca a dorada, incluso carmesí. Delante de ellos, el palacio Ulithi brillaba con luz trémula, reflejando el sol desde sus ventanas enormes con intensidad cegadora. Durante unos instantes Vespera entera se transformó, el agua se convirtió en una sábana de oro, como si fuera una ciudad salida de una leyenda, el hogar de los dioses en Aquasilva.
El hogar de los dioses y los emperadores. Así debería ser. Una ciudad demasiado espléndida, una tierra demasiado grande como para que estuviera en manos de mercaderes e hijos de tenderos. Aquí se concentraban cuatro siglos y medio de historia imperial. Puede que la antigua República explorase los océanos de Aquasilva, pero tuvo que ser el imperio el que hiciera verdaderamente grande a Thetia, el que sometiera al mundo y le devolviera su esplendor.
Esplendor que se había ido debilitando desde hacía cuarenta años, pensaba Valentino, mientras las luces ganaban aún en fulgor y las ventanas del palacio Ulithi resplandecían por encima del agua del Marmora. Miró hacia el sur, hacia el emplazamiento del viejo Palacio Imperial, pero su magnificencia había desaparecido. Sus patios se habían convertido en plazas, sus torres y dependencias, simplemente, en otro distrito de la ciudad, en palacios de clanes y casas para comerciantes. Solamente perduraban los Jardines del Mar, ahora abiertos al pueblo de Vespera.
La labor de Ruthelo Azrian durante los escasos meses de su república, una manera simbólica de asegurarse de que el Imperio nunca volvería a ser lo que fue. Ruthelo había fracasado en todo lo demás, destruido por la ambición y el orgullo, y quizá Valentino también en esto se interpondría en su camino.
Entonces, la luz se desvaneció con la brusquedad de un crepúsculo tropical. Los cielos aceleraron su transformación de las sombras azules al negro. Al igual que miles de luciérnagas en la colina, las luces de Vespera brillaron sin rival al caer la noche y la
Soberana
rodeó el Octágono hasta el Ágora Marítima. Rafael echó un vistazo a su inmaculado uniforme blanco, con sus resplandores plateados bajo la fría luz del camarote, y se alisó firmemente los dobleces.
Sintió un curioso vacío en el estómago, aunque sólo tardó un segundo en darse cuenta de que estaba nervioso, algo que no se esperaba. Aquella llegada carecía de trascendencia inmediata, pero tenía un importante alcance simbólico. Cuando Valentino pusiera el pie sobre el muelle, estaría señalando su regreso como emperador. Lo que hiciera aquí, en el curso de las semanas siguientes, marcaría el rumbo de su vida de forma irrevocable. Y eso era algo que no podía tomarse a la ligera.
—Deberíamos bajar —dijo Silvanos, mientras se escuchaba el frufrú de su túnica negra—. Ya casi es la hora.
Saldrían directamente a la superficie, pues no había pasarelas en la Estrella Profunda. El colosal puerto submarino de Vespera estaba lejos, apartado del centro de la ciudad. La manta ya estaba aminorando la marcha y cuando se reunieron en el lúgubre hueco de la escalera con los legionarios, los marineros y los oficiales, mezclándose con los tribunos embozados en sus armaduras y el séquito de verde kelp de Aesonia, la
Soberana
ya casi se había detenido. Pasó un prolongado momento sin movimiento perceptible durante el cual la nave se situó junto al muelle y, en el exterior, los equipos de tierra de la manta se empleaban en la delicada tarea de tender un puente seguro hasta el casco de la nave. Finalmente, cesó el repiqueteo de campanas y dos marineros subieron para abrir la escotilla, permitiendo que por el pozo penetrara una ráfaga de cálido y húmedo aire vesperano, una mezcla de mar, vegetación tropical y maromas de puerto con un ligero toque de especias y café.