—Buena suerte —dijo Rafael.
Y Plautius le dijo lo mismo añadiendo:
—Recuerda robar alguna cosa.
—Como comisión —dijo Matteozzo. Él era un agente permanente del Imperio, no un mercenario a sueldo. Y aunque otros pudieran alquilar sus servicios cuando Silvanos no le necesitaba, en principio era de total confianza. Pero Silvanos hacía la vista gorda discretamente con sus buenas ganancias, en especial cuando desempeñaba las funciones de tapadera.
Matteozzo se escabulló tras la puerta y ellos oyeron el ruido de sus pisadas haciendo crujir los estrechos peldaños de madera. Rafael se acercó a la ventana más cercana y observó el palacio jharissa. Era una construcción elegante, alargada y de escasa altura, que ocupaba la mayor parte de una península en la orilla norte, con una logia que daba a la Estrella y dos torres de vigilancia estucadas. Por detrás se extendían más
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, coexistiendo con los de otros clanes en cada lado. La mayoría de los tratantes árticos y norteños de Vespera vivían dentro del radio de un kilómetro y medio más o menos, en las laderas superiores.
Matteozzo y sus hombres deberían hallarse allí poco después de medianoche, habiéndose abierto paso a través del Averno por una ruta tortuosa, de manera que todo lo que Rafael y Plautius podían hacer era esperar. Y durante casi tres horas, eso fue lo que hicieron.
* * *
Una luz azul brillante estalló en el cielo nocturno, seguida por el estruendo de una detonación, y después se oyeron los gritos. Rafael se puso en pie de un salto, a tiempo para que un nuevo fogonazo se grabara en su retina y oyera aun más gritos, más alaridos. Al otro lado del agua, en la orilla de los
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de Jharissa.
Magia de Exilio en los Portanis. Rafael había observado muchas de sus formas en Sarthes y ésta era una que él no quería tener que volver a ver.
—¡Vamos! —gritó Plautius—. ¡Tenemos un barco abajo!
Rafael casi se mata bajando a todo correr por las escaleras, mientras las tablas de madera crujían y se combaban por su peso; luego salió corriendo a la calle tras dudar un momento si debía ir a la derecha o a la izquierda. De los patios ocultos en los que vivían salieron hombres y mujeres, que abrían y cerraban los ojos buscando alrededor el origen del ruido. Pasó junto a ellos corriendo, golpeando la túnica con las piernas, giró por la primera calle y a punto estuvo de tropezar con una fuente en forma de enorme cabeza de león cuyo lugar apropiado hubiera sido otra calle mucho más grande. Otro destello de luz azul, más cerca esta vez. Rafael esquivó más gente aturdida y oyó un alarido de dolor en algún lugar delante de él.
—¡Por aquí! —gritó Plautius, atrapando a Rafael por la túnica y casi empujándole hacia abajo por unas escaleras. El barco se tambaleó alarmantemente cuando Plautius se tiró en él, y de nuevo cuando lo hizo Rafael, que estuvo a punto de perder el equilibrio al saltar la estrecha franja de agua. Con suerte, la gente de arriba estaría más preocupada por todo lo que estaba ocurriendo que por la extraña prisa que ellos tenían.
Los seis remeros ya habían conseguido poner la embarcación en el canal cuando Plautius y Rafael se situaron en la popa. Un simple y anónimo transporte acuático como otros miles en Vespera, construido para llevar pocos pasajeros a cierta velocidad; no era ninguna embarcación que se quedara grabada en la memoria de nadie.
Rafael deseó con todas sus fuerzas que fueran más deprisa, una vez que llegaron a aguas abiertas y giraron ligeramente hacia el noreste, para llegar más allá de territorio jharissa. Plautius parecía bastante tranquilo mientras se desordenaba el cabello y se embadurnada la cara de brea, pero lo único que podía hacer Rafael era observar la magia y sentir miedo.
—Cuando desembarquemos, corre —le dijo Plautius—. No pasará mucho tiempo antes de que empieces a jadear y tú eres más rápido que yo en una carrera corta.
—¿Cuál es la prioridad: el mago o Matteozzo?
—Tú te encargarás del mago. Matteozzo sabe cómo cuidarse solo. Si es que aún sigue vivo.
—No pensaba que los jharissa tuvieran algún exiliado domesticado —dijo Rafael, pero incluso a esa distancia, podía estar seguro de que no se trataba de magia de andar por casa; aquello no era la respuesta de un mago empleado para vigilar la propiedad de alguien.
A los remeros parecía costarles una eternidad llevarlos al otro extremo del canal pero, finalmente, la embarcación alcanzó el otro lado del muelle, y Rafael se recogió la túnica y saltó a tierra cuando Plautius se lo indicó con un grito. Rafael no estaba seguro de en qué nivel se encontraría el mago pero, a juzgar por los gritos amortiguados, supuso que estaría en el nivel inferior. Corrió hacia la izquierda. Pasó bajo un arco y cruzó un canal. Entonces, vio una figura salvaje y despeinada salir al muelle por delante de él. Cuatro o cinco personas huían despavoridas de ella, tratando de evitar la distorsión azul que titilaba alrededor de la maga como si el aire mismo se estuviera estirando más de lo que pudiera resistir.
Rafael nunca había presenciado un mal funcionamiento de la magia de Exilio, pero sabía que era eso lo que estaba ocurriendo. Las aguas del canal fluían lentamente hacia la maga desde ambas direcciones a medida que la distorsión se hacía más intensa, y algunos objetos pequeños del camino y de las embarcaciones astilladas empezaron a volar hacia ella.
Entonces la maga aulló de nuevo e incluso a cien metros de distancia Rafael sintió todo el horror y la desesperación en aquel sonido, el sonido de una mente quebrada hasta lo intolerable. La angustia pura de aquel alarido continuó llegando, oleada tras oleada, apaleando su mente hasta que no pudo soportarlo más y empezó a correr hacia ella, ignorándolo todo menos las piedras bajo de sus pies. Uno de los hombres que corrían tropezó y cayó, y Rafael vio cómo la distorsión daba bandazos, produciéndose un sonido de lamento cuando la maga desvió su atención hacia el hombre que había caído.
El sonido de agonía de la maga se hizo aún más intenso, tanto que Rafael tuvo que detenerse y tratar de acordarse de los ejercicios de relajación, las palabras con las que él podía refrenar sus ataques de ira si se concentraba con la suficiente fuerza en ellas y no en la cólera. Fue un momento muy largo el que estuvo frente a la maga desquiciada, mientras el aspecto de los Portanis parecía desfigurarse ante sus ojos, pero le funcionó.
El hombre en el suelo se puso en pie. La maga no se había movido, pero el vórtice a su alrededor parecía haberse rasgado y ser menos opresivo que antes.
Los músculos y el instinto de Rafael le impulsaron a salir corriendo, pero se resistió.
«Si un animal está enfurecido, no huyas de él. Casi con toda seguridad será más rápido que tú.»
Rafael permaneció muy quieto y, con un gesto, le indicó al otro hombre que no cediera terreno y miró fijamente a los azules ojos salvajes de la maga. Ahora, de cerca, advirtió que su cabello estaba enmarañado, sus ropas hechas jirones y más que sucias. Ella le devolvió la mirada mientras los dos permanecían inmóviles, pero las energías alrededor de la maga fueron absorbidas lentamente, contrayéndose hasta desaparecer, y las aguas del canal recuperaron su nivel.
La maga masculló algo, demasiado débilmente para que Rafael lo oyera, de manera que avanzó un paso, se detuvo y repitió el ejercicio mientras que ella no hizo amago alguno de salir corriendo. El dolor aún estaba allí, bulléndole en la mente. Su expresión así lo indicaba con total claridad. Sus labios volvieron a moverse y ella se abrazó a sí misma con sus brazos delgados, dolorosamente, como si se protegiera del frío.
—¿Qué pasa? —preguntó Rafael, esperando que ella le entendiera.
—Frío —dijo ella, de forma casi inaudible y se agarró más fuertemente el cuerpo con los brazos—. Está llegando el frío. Un frío terrible.
—No hace frío —dijo él, con el mismo tono de voz y dando otro paso al frente, pero ella sacudió la cabeza con violencia.
—Son ellos. Mucho dolor. —Sus músculos sufrieron un espasmo y Rafael observó cómo se ondulaba el aire encima de su cabeza, pero para entonces ya se había aproximado lo suficiente para abalanzarse y propinarle un puñetazo en la mandíbula.
Rafael se quedó a su lado un largo momento, esperando a que ella se levantara, pero estaba inconsciente. El otro hombre se puso en pie, con los ojos muy abiertos de puro miedo, y huyó.
¿Qué frío? ¿Qué quiso decir?
Pero entonces, los primeros tratantes árticos ya estaban llegando y no tuvo más tiempo para pensar.
Rafael se vio rodeado por figuras vestidas de negro mientras permanecía al lado de la maga caída. Eran tratantes árticos, con expresión severa y con la muerte impresa en su mirada. Algunos llevaban espadas; otros más alejados, incluidos algunos que se encontraban al nivel de la calle, llevaban los mismos aparatos extraños y voluminosos que Rafael había visto antes, transportados con correas sobre sus hombros. Iolani les acompañaba, una figura pálida y furiosa, exactamente con el mismo aspecto que tenía en Zafiro.
—¿Qué quiere decir todo esto? —preguntó ella—. Me entregarás a esta mujer como representante del Consejo de los Mares.
—¿Es que el Consejo de los Mares hace uso habitualmente de la fuerza bruta para conseguir sus propósitos? —le preguntó Rafael.
—No juegues conmigo, Rafael —dijo ella fríamente—. Déjala o te arrestaré a ti también.
—¿Qué estaba ella haciendo aquí?
—Eso es lo que intento averiguar —dijo Iolani—. Se comportó como una enajenada en los alrededores de mis almacenes, ayudó a unos ladrones, mató a un vigilante y a otras cuatro personas y yo voy a hallar la explicación.
¿Habría matado la maga a Matteozzo y a su gente? ¿O los tendría detenidos Iolani?
—¿Pero cómo llegó ella allí, en primer lugar? —preguntó una voz que procedía de arriba con un claro acento de los Portanis. Ambos alzaron la vista y vieron a una multitud de gente en la calle y a un hombre grande, con el pelo muy corto, inclinado sobre la balaustrada con expresión de ira—. Los magos no aparecen porque sí. Ellos van y vienen como los demás cuando no hacen uso de sus poderes, de manera que ¿cómo llegó hasta aquí?
—También eso lo averiguaré.
—No, no lo harás. Ya lo sabes, porque estabas tratando de matarla. —Dos de los tratantes árticos se apartaron de Iolani y se esfumaron entre las sombras, pero el individuo continuó, sin hacer caso—. ¿Si no, cómo acabó así?
—Baja aquí y repite lo que has dicho —dijo Iolani—. Glaucio, Laredo, prended a la maga.
Rafael se puso tenso, sabiendo que era incapaz de luchar contra tantos.
—¡Ya llegamos, hombre del Imperio! ¡Resiste!
Iolani cogió la espada de uno de sus ayudantes y situó su acero gris y letal a la altura del pecho de Rafael.
—¡Apártate!
—Hay demasiados testigos, incluso para ti —dijo Rafael. Sólo tenía que ganar el tiempo suficiente para que los hombres de arriba consiguieran bajar hasta donde estaban ellos... aunque entonces habría lucha y casi con seguridad, aquellos hombres no estarían armados.
—No tengo que matarte —dijo Iolani, y dos de sus hombres agarraron a Rafael de los brazos, apartándole de la maga lo suficiente para que otro par de tratantes árticos recogiera el cuerpo exánime de la mujer por los brazos y aún otros se acercaran. Los hombres que habían agarrado a Rafael lo dejaron y se marcharon limpiándose ostentosamente las manos sobre sus chaquetas.
Los hombres de arriba, tras dar un patinazo, se detuvieron al lado de Rafael con gran desilusión, y el hombre grande empezó a arremangarse. Fuera lo que fuera lo que hiciera para ganarse la vida, le había dado una inmensa fuerza o, al menos eso parecía, advirtió Rafael cuando el individuo se recogió las mangas.
—Muy valiente por tu parte, Fergho —dijo desdeñosamente Iolani—. Desafortunadamente, un poco estúpido, dadas tus probabilidades.
—Por el momento —dijo Fergho—. Espera a que lleguen mis amigos. Tú serás capaz de defender ese bonito palacio tuyo de allí, pero ¿qué pasará con las casas de tu gente? Todas esparcidas sobre las laderas, bonitas y desperdigadas. Por supuesto, tal como lo veo yo: simplemente perfecto. Aquí no necesitamos norteños.
Rafael intentó disimular su sorpresa. Aquel hombre sonaba exactamente como Tiziano, pero Rafael apostaría lo que fuera a que jamás habría ido a ver una ópera en su vida.
—Toca a uno sólo de mi pueblo y morirás, Fergho.
—¿Tu pueblo? ¡Traidores tuonetares! Venís aquí y nos haces pagar un ojo de la cara por agua helada y fundáis templos para tus viles dioses nocturnos e impides el paso a todo aquel que quiera echar un vistazo dentro.
Rafael no se atrevió a mirar alrededor pero, por el ruido, dedujo que estaba llegando cada vez más gente, agrupándose en torno a él y Fergho. Ellos creyeron que él compartía también su odio y por eso le habían llamado «hombre del Imperio».
—O entréganos la maga y todo arreglado. Si te das prisa.
El profundo odio de aquel hombre espesaba el aire de la noche. Iolani también lo sintió y Rafael se percató de cómo las manos de Iolani se aferraban a la empuñadura de la espada que aún sostenía. Detrás de ella, de las sombras de los
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jharissa, aparecieron más hombres con aquellos extraños aparatos. No había indicio alguno de la emperatriz ni de nadie del Consejo, aunque Rafael esperaba que ya hubieran llegado. ¿Es que otros magos no podían sentir la magia en las proximidades?
—Dame un momento —dijo Rafael a Fergho—. Mis superiores me han dado algunas instrucciones concretas para esta situación.
Era una oportunidad, pero la incomodidad de Rafael sólo hizo que crecer cuando Fergho asintió con la cabeza y con un gesto de la mano indicó a sus hombres que retrocedieran. Rafael avanzó al frente.
—Iolani, ¿podemos hablar a solas?
Para su sorpresa, ella asintió de inmediato, aunque no abandonó la espada. Rafael se acercó hasta Iolani por el estrecho paso en el lado del canal que dividía los
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jharissa de los demás, todavía a la vista de Fergho y los tratantes árticos, pero sin posibilidad de ser oídos ninguno de ellos. Rafael les dio la espalda para que nadie pudiera leerle los labios.
—Iolani, tenemos que detener esta locura. No me importa lo que hayas hecho, pero si esos matones se desmandan, morirá gente inocente.
—¿Y por eso quieres llevarte a la maga?