Se produjo una explosión de luz blanco-azulada y la maga de contacto gritó y se tambaleó hacia atrás contra el mamparo, arañándose los ojos hasta que uno de los tribunos saltó sobre la barra y trató de frenarla.
—El mago piloto Aelithian ha muerto —dijo Aesonia, con la voz ahogada—. ¡Proteged los sistemas!
—¡No es magia lo que están empleando! —gritó otra de las magas—. ¡Son descargas de éter! ¡No podemos enfrentarnos a esa cantidad de éter!
Valentino cerró el puño con fuerza. Ya eran bastantes asesinatos sin sentido. Mientras le quedara algún aliento, buscaría el momento de ajustar cuentas.
—¡Hacia adelante, velocidad máxima! ¡Todas las lanzaderas, fuego! Desplegad escudos cuando intenten mandarnos una nueva descarga.
La
Soberana
aceleró por la abertura, con su escolta ahora por delante atacando a las rayas. Valentino observó a dos más arrugarse, aplastadas por la presión del agua y, a continuación, los torpedos de la
Soberana
fueron disparados, ocho a la vez, dibujando vectores sobre el panel de éter. Pero parecía haber incluso más rayas más cerca de la costa y aquel navio fondeado con la pasarela interior era una manta de gran tamaño. ¿De guerra o de transporte? Demasiado lejos para saberlo.
Las rayas eran tenaces. Pasaban a su lado una y otra vez, concentrando toda su artillería convencional en la
Soberana
, mientras las magas de Aesonia luchaban para protegerles de lo que fuera que había destruido a sus consortes. Los otros buques no disponían de magos.
Valentino hubiera dado cualquier cosa por un leviatán en estos momentos o, mejor aún, por su escuadrón de rayas de combate para que dieran cuenta de aquellas pequeñas y mortíferas naves y sus magos mentales pilotos. Eran demasiado pequeñas para que los exiliados fueran efectivos contra ellas. Ése era el problema. Cuanto más rápida era la nave, más difícil resultaba el uso de la magia de agua.
Y ellos estaban ganando tiempo. La que debería haber sido una fuerza inferior en extremo, gracias a la traición y al armamento, estaba infligiendo terribles pérdidas en el ejército de Valentino. La destrucción de dos mantas de guerra y de toda su tripulación era algo atroz.
—Lancen la nave de desembarco —ordenó—. Hacia la pasarela exterior.
No podían permitirse el riesgo de atracar, no hasta que estuvieran seguros de la destrucción de las rayas y de que no había peligro para la
Soberana
. De lo contrario, un golpe certero sobre la Cámara de salida podría inundar todo el buque y acabar con cualquier partida de desembarque que no hubiera pasado por la Cámara sellada.
La
Soberana
navegaba en aguas bajas, obligando así a descender a una de las rayas y dejando un espacio insuficiente para que cualquiera de ellas disparara sobre su vientre expuesto mientras lanzaban la nave de desembarco. Los exiliados empezaron a provocar pequeños remolinos de arena desde el fondo y, después de unos instantes, la
Soberana
remató la acción, disparando ráfagas por sus cañones inferiores sobre el lecho marino.
El número de rayas estaba disminuyendo ahora. Con sus descargas de éter bloqueadas por las magas, las rayas no disponían de la potencia de disparo necesaria para perforar la armadura de la
Soberana
y, por otra parte, el fuego del crucero de batalla era contundente.
Entonces Valentino divisó otra oleada de ocho o nueve rayas procedentes del interior de la bahía en una compacta formación de ataque.
—Torpedos de dispersión —ordenó Aldebrando, pero entonces se produjo una explosión de luz en el agua alrededor del casco y Valentino vio cómo el capitán se contraía espasmódicamente sobre su sillón, con los brazos clavados hasta el fondo en el interior de los controles de éter, mientras la energía le traspasaba y una luz blanca y brillante resplandecía en el puente y brincaba por el techo trazando líneas. Aldebrando chilló con un sonido tan horrible que no parecía salir de una garganta humana; entonces cesó el alarido y el capitán se desplomó con su ropa y su piel ennegrecidas echando humo.
—Yo tomaré el control —dijo Valentino, al ver el rostro lívido del comandante Merelos, cuando se disponía a hundir sus manos en las almohadillas de la silla y asumir el control. No podía pedir a nadie que hiciera eso.
—Señor, eres el emperador —protestó Merelos—. Y es mi obligación.
—Tiene razón —terció Aesonia—. Maga Eritheina, protege al comandante Merelos.
La formación de nueve rayas estaba prácticamente ya encima de ellos y las dos que quedaban del escuadrón original, se separaron para unirse a sus nuevas compañeras mientras iban directas hacia la
Soberana
, que estaba recibiendo torrentes de éter sobre sus escudos por encima y detrás del puente de mando que provocaban destellos blancos en el agua. Afortunadamente, los protectores de luz estaban ahora activados, de manera que no resultaban dañinos.
—¡Cámara de éter uno, crítica!
—¡Escudos!
Pero no era hacia la
Soberana
hacia donde se dirigían. Un segundo después, una de las naves se dirigió al casco de la
Soberana
, retirándose en el último momento, aunque después de haberse acercado lo suficiente para golpear el casco, provocando un ruido sordo que reverberó en el puente. La pantalla principal de éter tan sólo podía ahora mostrar el centro de la batalla, y Valentino vio a la raya llevar una línea brillante de conexión desde los escudos de la
Soberana
, que estaban disipándose, hasta los suyos. Era una lanza de éter que atravesaba directamente la trayectoria de una de las escoltas.
—¡Apartad la
Soberana
! —gritó Aesonia, pero ya era demasiado tarde. A no ser que se dirigieran hacia arriba, no había ningún sitio hacia el que escapar del alcance de las rayas enemigas. Por lo menos, Aesonia y los demás tuvieron tiempo de romper el contacto, sin otra alternativa que dejar a su compañero morir solo. Las lágrimas corrían por el rostro de Eritheina cuando se arrodilló por detrás de Merelos rodeándole con los brazos. El contacto físico no era necesario, pero ahorraba esfuerzo y ella necesitaba toda su energía en estos momentos.
El primer oficial había desactivado los escudos, pero la energía en el casco exterior aún tardaría unos segundos en disiparse, y eso era más que suficiente. Hubo otra explosión de luz incandescente y, en un segundo, la elegante nave verde marino quedó convertida en un armazón chamuscado y ennegrecido. Dos de sus seis naves escoltas habían sido abatidas. Habían perdido tantos hombres en esa batalla como en todas las escaramuzas y batallas desde la derrota de Ruthelo.
Ruthelo, que se había propuesto destruir la magia. Ruthelo, el que había atacado y casi destruido Sarthes hacia el final.
—Cancela el lanzamiento y destruid el puerto —ordenó Valentino. Quería conseguir pruebas, pero ahora era mucho más importante salvar las vidas de la tripulación de la
Soberana
y las de las magas que quedaban.
Hay que decir, a honra suya, que Merelos no vaciló. Un momento más tarde, dos tandas de torpedos se abrían en abanico a través de la laguna, lanzados contra blancos inmóviles que no tenían esperanza de evitarlos.
La formación de rayas giró en redondo, acelerando en un intento desesperado de adelantar a los torpedos. Con excepción de dos de ellas, el resto fue demasiado lento.
Las dos que se salvaron tenían la suficiente envergadura entre ambas para bloquear seis de la segunda tanda de torpedos; se sacrificaron para evitar la destrucción del puerto, desvaneciéndose en más bolas de llamas. Pero no fue suficiente. Momentos más tarde, se produjeron explosiones en las secciones intactas del puerto submarino, en tres de las cuatro pasarelas de trabajo y en el centro de control.
Las pasarelas se desplomaron al instante, aplastadas por la presión del agua, cuando fueron alcanzadas. El corazón del puerto se desplomó hacia el exterior en una lenta cascada de rocas, metal y vapor, provocando una oleada de presión que recorrió la laguna.
Con eso se perdía cualquier prueba tangible, cualquier cosa que Silvanos pudiera examinar cuidadosamente y en la que emplear sus malas artes para demostrar la culpabilidad de Jharissa a aquellos idiotas pusilánimes de Vespera. También desaparecía con ello el cuartel general de operaciones del enemigo y, con un poco de suerte, cualquier posibilidad de reconstruir Corala en el futuro. Si Valentino tuviera que reducir todas aquellas ruinas a polvo, piedra a piedra, lo haría con tal de impedir que el enemigo volviera a poner un pie en Thetia.
La manta enemiga había conseguido escapar antes de que el puerto explotara, y ahora viraba y aceleraba su curso por la laguna. Las rayas empezaron a atacar de nuevo, tratando de desviar la atención de las magas del único objetivo lo suficientemente grande para ser destruido con facilidad.
—Apuntad a la manta —ordenó Valentino. Se encontraban dentro del alcance de tiro, pero las burbujas de fuego salpicaban inofensivamente sus escudos e incluso otra tanda de torpedos erró el tiro al hacer la manta un giro inesperado. La manta devolvió el fuego con sorprendente fuerza, aporreando el casco de la
Soberana
con algo que sólo los cielos podían saber qué era.
Valentino, demasiado concentrado en la batalla para preocuparse de cualquier otra cosa que no fuera destruir el otro buque, ordenó que todas las armas se prepararan para el ataque. Pero nada parecía hacer mella sobre la nave y, cuando la manta enemiga salió del lago, las rayas que quedaban abandonaron su batalla mental con los exiliados (renuentemente por lo que parecía), y formaron un cordón protector tras ella.
La
Soberana
volvía a quedarse sola en las aguas oscuras de la laguna, tocada pero sin daños mayores. Otra nave que no fuera la
Soberana
y con menos exiliados nunca lo hubiera conseguido.
—Seguidlos —ordenó Valentino.
—¿Es prudente? —preguntó Aesonia con serenidad. No podían permitir que la tripulación presenciara su desacuerdo.
—Tenemos que descubrir adonde se dirigen. Si tienen otra base aquí...
—Entonces podrán reagruparse y destruirnos, y las pruebas no llegarán nunca a Vespera.
—No voy a abandonar —insistió Valentino—. La
Soberana
es el único buque con alguna esperanza de darles caza. La
Unidad
comunicará lo sucedido. Encontrarán el naufragio y se darán cuenta de a qué nos enfrentamos. Pero si no les seguimos, perdemos la ventaja que hemos ganado sobreviviendo.
—Mis magos están cansados.
—Y también mi tripulación, pero han de seguir trabajando —dijo Valentino, con determinación—. Ve a ver si alguno de ellos puede descansar un rato.
—Sólo si quieres que corramos la misma suerte que la
Desafiante
—insistió Aesonia—. Valentino, ya hemos hecho bastante.
—Bastante no derrotó a los cruzados —dijo Valentino—. Yo y la tripulación de la
Soberana
juramos servir al Imperio con todas nuestras fuerzas. Sea lo que sea que encontremos allí adonde se dirijan aquellas rayas, tenemos la oportunidad y el deber de registrarlo en el grabador y escapar. Nuestros refuerzos no la tendrán. Cuando llegue la ayuda, ya habrá transcurrido demasiado tiempo desde su huida. —Elevó la voz—: ¡Dadle caza!
—¡A las órdenes, capitán!
—¿Y qué servicio le estarás haciendo al imperio perdiendo nuestro buque de guerra más poderoso y el resto del escuadrón de escoltas en un estéril intento de combatir con un enemigo mucho más fuerte? Por no mencionar el hecho de que no tenemos herederos en caso de que mueras. —Ella estaba nerviosa; Valentino lo sabía. Sin embrago, por mucha inteligencia y perspicacia que su madre tuviera, no había visto una batalla como aquélla durante décadas. El suyo era el mundo de la manipulación política, de la magia y los hilos del poder.
—No nos vamos a enfrentar a un enemigo mucho más fuerte —dijo Valentino—. Llévate a algunas de tus magas a la Sala de cartografía y trata de descubrir algún sistema para enfrentarnos a su tecnología tuonetar. Sólo necesito el tiempo suficiente para grabar y salir ileso con el grabador intacto. —En el buque él era el almirante y el emperador a un tiempo. Nadie podía contradecirle.
—¿Qué ganaremos con ello? —preguntó Aesonia, poniéndose de pie.
—Les hemos sorprendido —dijo Valentino—. Sabemos cosas que ellos nunca han querido que supiéramos y cuanto más descubramos, menos ventaja tendrán.
Ella le dirigió una mirada larga e indescifrable, y después se marchó con sus magas.
—Ponedme con la cubierta de observación —ordenó Valentino al oficial de comunicaciones cuando Aesonia ya se hubo marcado. Un momento más tarde, se iluminó el panel de éter que tenía enfrente, mostrando al capitán ingeniero que había trabajado en la Monarch.
—Capitán, ¿lo has registrado?
—Sí, señor, todo.
—¿Dos copias? —Sí.
—¿Cuánto tiempo tardará en cargar hojas nuevas de registro y transferir las viejas a la lancha?
—Media hora.
No eran buenas noticias.
—En ese caso, asegúrate de continuar grabando. Dispondrás de todos los hombres que me pueda permitir para garantizar que el instrumental no se vea dañado. ¿Alguna baja allí arriba?
—Un brazo roto, nada más que eso.
Evidentemente, el enemigo no había pensado que mereciera la pena destruir el puente de observación, quizá porque no pensaban que los grabadores de éter constituyeran un peligro. Valentino había enviado allí a uno de los magos por si acaso. El no sabía que los magos eran capaces de concentrar descargas de éter. ¿Por qué no lo mencionarían los exiliados?
—La fuerza enemiga está regresando a puerto, señor —informó el oficial de comunicaciones. Los médicos habían llegado mientras Valentino estaba hablando con los ingenieros y estaban levantando suavemente de su sillón el cadáver del capitán Aldebrando. Algunos de los oficiales y marineros más jóvenes apartaban la vista del rostro ennegrecido y con las cuencas de los ojos vacías.
—Mantened el rumbo de persecución. ¿Todavía hay el mismo número de naves?
—Sí, parece que sí.
No podía asegurarlo, pero lo que estaba claro era que no habían decidido dividirse. Naturalmente dependía de lo lejos que estuviera su base de operaciones. Las rayas de combate pocas veces disponían de un radio de acción de más de noventa o ciento diez kilómetros en situación de combate. Era mayor que el que tuvieron los primeros modelos, que apenas eran capaces de ir más allá del alcance de visión de sus buques nodriza, pero todavía estaban limitados.