—Naturalmente que quiero a la maga —dijo él—. Ella no está bajo tu jurisdicción y lo sabes. ¿Acaso tratas deliberadamente de enfrentarte a tanta gente como sea posible?
—Trato de proteger a mi clan.
—Pues lo estás haciendo de una manera muy extraña —le espetó Rafael—. Te estás poniendo directamente en nuestras manos. Un niño de cinco años podría manejar mejor esta situación.
Ella retiró la mano, disponiéndose a darle una bofetada muy formal y vesperana con el revés, pero Rafael se giró ligeramente, atrapó su muñeca y la sujetó. Con dificultad, pues ella era fuerte. Desde detrás de ellos, llegó un fuerte murmullo y gritos de «¡Traición!» procedentes de los compinches de Fergho.
—Dejando a un lado si me lo merezco o no, debes preocuparte por tu gente —dijo Rafael.
—No te atrevas a decirme cómo he de gobernar mi clan —dijo Iolani, pero bajó la mano y Rafael la soltó, esperando poder ocultar lo que estaba ocurriendo a Fergho y sus bravucones.
—Me atrevo, porque si fracasas, no habrá nadie que proteja a los norteños de la ciudad contra Fergho y los de su ralea.
—¿Y qué te importa a ti? —le preguntó ella dando un paso atrás—. No eres más que otro lacayo imperial. ¿Por qué no estás con Tiziano celebrando su gloriosa nueva ópera?
Así que ella lo sabía. No le sorprendía, la verdad. Tendría que ser una idiota para no darse cuenta de que alguien estaba intentando premeditadamente reavivar los viejos rencores dirigidos contra su clan.
—Tiziano es un estúpido y una criatura de la emperatriz. Esto es algo más que la investigación de un asesinato, es algo más que una guerra territorial, y yo descubriré la verdad antes que tú y la emperatriz podáis anegar a Thetia en sangre.
—La sangre ya ha sido derramada —dijo Iolani, casi tarareando las palabras—. Océanos y océanos de sangre, en la oscuridad, lejos de toda mirada. Y la sangre pide más sangre.
Parecía casi trastornada, aunque hasta el momento tampoco había sido exactamente un modelo de cordura, a pesar de su gélido control.
—¿De eso se trata? ¿De una guerra feudal con el Imperio?
—¡Qué palabras tan inocentes! Tú no tienes ni la más ligera idea de qué va todo esto. La verdad te destruiría.
—Y tú le estás destruyendo a ti misma.
—Espera y verás —dijo Iolani—. Yo te entregaré a la maga, pero si intentas registrar mis almacenes, haré que te disparen. A ti y a cualquier otro que intente cruzar este canal. Envía a su casa a esos matones. Quizá la próxima vez tengas más tino para elegir a tus aliados.
Iolani hizo un gesto brusco de despedida con la cabeza y los dos empezaron a andar para unirse a los demás, separándose tan pronto como pudieron.
—¡Entregádsela! —dijo Iolani, y Glaucio y Laredo dejaron caer al suelo el cuerpo comatoso de la maga. Iolani se dio la vuelta marcialmente y se perdió en las sombras de los
horrea
jharissa, cerrando la puerta tras ella. Los hombres que estaban apostados en el borde del palacio jharissa, permanecieron en sus puestos.
—Deberíamos ir tras ella —dijo Fergho—. Va a destruir las pruebas.
—No —dijo Rafael. Fergho tenía razón, pero Rafael sabía que aquél era el precio que tenía que pagar por el trato que acababa de hacer. Si Iolani tenía algo de sentido común, su gente ya habría borrado todas las huellas que la implicasen, de manera que ya no había forma de saber si la maga procedía del palacio jharissa o no—.Tenemos a la maga, que es lo importante. La emperatriz madre estará contenta y no querrá que la violencia estropee la visita de Valentino.
Tardó algunos segundos, pero Fergho comprendió el razonamiento.
—Te lo agradezco —dijo Rafael, odiándose a sí mismo por ello.
—De nada —dijo Fergho—. Llámanos cuando nos necesites. Cualquier amigo del Imperio es un amigo nuestro.
Él y sus hombres observaron cómo Rafael ayudaba a Plautius a tender a la maga delicadamente en el fondo de su bote. Los hombres en tierra fueron convirtiéndose en una masa indiferenciada mientras los remeros tiraban de sus remos y ponían rumbo hacia el este por el Averno. Rafael estaba recostado sobre las tablas de la embarcación y las manos le estuvieron temblando muy ligeramente durante todo el trayecto.
Plautius había hecho un almohadón con unos trapos y ya se había puesto a examinar a la maga derrengada, mascullando mientras iba tomando notas en su cuaderno. «Signos de inanición... quemaduras en las ropas... posiblemente extendidas... conducta sugiere enajenación inducida...»
—¿Enajenación inducida? —preguntó Rafael, feliz de ver que se hacía más grande la franja de agua entre ellos y la orilla del Averno y la polución que cubría la ciudad.
—La maga ha perdido el control sobre sus poderes —dijo Plautius—. La única manera de que ocurra eso es volviéndola loca. —Plautius hizo una pausa—. Era la maga guardaespaldas de Catilina y debería haber estado en su nave escolta, protegiendo el navio del emperador.
Rafael vio una barcaza blanca que se les aproximaba por el oeste y que parecía repleta de guardias. Rafael ni siquiera se había acercado a investigar la muerte del otro individuo. Otro error que sumar a la lista.
—¿Son tan encantadores todos los amigos del Imperio en esta ciudad? —preguntó Rafael tras un instante de silencio.
—No, no lo son —respondió Plautius—. Ese grupo pertenece a las hermandades.
Las hermandades no habían sido otra cosa que clubes sociales hasta hacía poco, por lo que parecía. La mayoría exigían juramentos y códigos morales y estaban formadas por hombres procedentes de todas partes de la ciudad y de Thetia, los cuales, generalmente, simpatizaban con el Imperio y una visión más ordenada de Thetia. Pensaban que la ciudad estaba en decadencia y consideraban necesario que el Imperio le diera otro rumbo.
—Al principio, sólo se trataba de política y de ideas, pero los tiempos han cambiado —dijo Plautius, negándose a que le siguiera sonsacando—. Deberíamos llevar a esta mujer al Santuario.
* * *
Cuando Rafael regresó a casa ya se era muy tarde. Las calles estaban desiertas cuando volvió caminando junto a las casas cerradas y los patios ocultos, con el discreto ruido de fondo de las cigarras y las fuentes.
La casa de Silvanos parecía un lugar pacífico bajo la plateada luz de la luna, cuyos rayos se filtraban a través de las ventanas, como en un intento de alejar las sombras que aún la acechaban. El sonido de la fuente era tan dulce, la forma e imperfecciones de sus piedras tan familiares... la muesca bajo el borde en la parte oeste, la leve depresión que había hecho posible que un niño sin sueño se recostara apoyado contra el borde y se pasara horas allí afuera bajo la luz de la luna.
Fue a sus habitaciones por unos momentos, para hacer un bosquejo de la maga de Exilio mientras aún la recordara. Después, regresó sobre sus pasos y atravesó el patio interior hasta la suite del hombre que, por alguna razón, no había sido visto en toda la noche. ¿Tan secretas eran sus enmarañadas redes que ni siquiera su propio sobrino podía llegar hasta él?
No se oía ruido alguno en el interior, no había ni siquiera una luz. Rafael se sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta exterior y entró en el vestíbulo, oscuro como boca de lobo con las ventanas cerradas, y cerró la puerta de nuevo. Trató de no tropezar con ningún mueble mientras avanzaba y dio unos golpecitos en la puerta del dormitorio en una precisa secuencia. Hubo un largo silencio y después vio una luz titilante del otro lado. Así que, por más de un motivo, se preparó.
Pese a que transcurrió una eternidad, Rafael aguardó, oliendo la sangre en el aire, hasta que oyó decir a una voz ronca: «Adelante».
Al igual que las ropas de Silvanos, la habitación era negra, incluso las sábanas de la enorme cama, hechas según sus propias indicaciones. Las sirvientas y los encargados de la limpieza se asombrarían, dejando de lado alguna siniestra perversión, y considerarían las manchas de sangre como una prueba de la enfermiza inclinación de Silvanos hacia el sufrimiento y la tortura.
—¿Qué ha pasado? —Silvanos aún llevaba su túnica; estaba echado sobre las sábanas y no dentro de la cama. Estaba encorvado y su rostro ya siniestro parecía una máscara funeraria.
A Rafael le bastaba con mirarle para que su garganta se tensara por el recuerdo del dolor punzante en sus propios pulmones. La enfermedad era la misma, aunque más grave en Silvanos.
—Encontramos a la maga de Catilina cerca del palacio jharissa. Mató a varias personas.
—¿Y el asalto?
—No hay rastro de Matteozzo. Los guardias aún no habían terminado con los cadáveres cuando me marché. Plautius nos dará un informe por la mañana.
—¿De dónde venía?
—No tuve oportunidad de descubrirlo —le respondió Rafael. Le describió a la muchedumbre y le contó su pacto con Iolani. Aunque no lo que Rafael le dijo a ella al final, ni por qué hizo el trato.
—Eres un idiota. —Silvanos no dijo nada más durante varios minutos, pues empezó a toser sobre un negro paño que retiró húmedo—. ¿Qué ocurrió antes de eso?
Rafael le contó todo, desde la llegada del mensajero hasta su regreso a casa, fría, concisa y exactamente, porque Silvanos no aguantaría otra cosa.
Cuando Rafael hubo terminado, Silvanos no volvió a hablar pues le sacudió otro ataque de tos, más largo que el anterior. Pero después, sus ojos casi negros se clavaron en su sobrino, destellando bajo la luz de la única lámpara blanca.
—Esperaba más de ti —dijo con voz rasposa—. Tienes una oportunidad perfecta para demostrar la culpabilidad de Iolani y la dejas escapar.
—Tuve una oportunidad perfecta para evitar una matanza y la aproveché.
—Todo lo que tenías que hacer para evitar esa matanza era ganar tiempo, esperar a que llegaran los guardias. Y en cambio, has perdido una oportunidad para aprovecharte del error de los jharissa.
—No sabemos si eran culpables.
—«No sabemos si eran culpables» —repitió Silvanos, mofándose—. Naturalmente que lo sabemos. Ellos la tenían prisionera en sus
horrea
. Matteozzo y su gente la encontraron cuando penetraron sus defensas y la liberaron, pero no se dieron cuenta de que había enloquecido. O ella les mató o se escapó y anduvo de un lado a otro, y ellos huyeron antes de que los guardias de Iolani pudieran prenderlos. Perfecto. Excepto que fuiste tan idiota que dejaste que la oportunidad se nos escurriera de las manos.
—¿Eso es todo lo que se supone que debo hacer? ¿Encontrar alguna prueba contra Iolani y ofrecérsela al emperador?
—¿Y para qué crees que estamos aquí?
—¿Y cuando todo este asunto se convierta en algo mucho más grave y complicado y se vuelva contra nosotros? ¿Entonces, qué?
—¿Es que te has enamorado de esa mujer? —preguntó sarcásticamente Silvanos, antes de sufrir otro ataque de tos. Sus dedos la buscaban el pulverizador y Rafael vio cómo se lo aplicó hasta agotarlo.
—¿Por qué el Imperio odia a los jharissa? —le preguntó Rafael, mientras su tío se incorporaba de nuevo— La verdad, no tu versión pública.
—Ah, la verdad. De repente pareces sentir gran apego por ella.
—¿Por qué el Imperio odia a los jharissa? —repitió Rafael.
—Porque ellos no son un clan en absoluto. Son sólo la cabeza visible de una nueva potencia en el norte, un renacer de los habitantes de Tuonetar. Son sombríos e implacables y ellos mismos tienen sus fundamentos en lo que se convirtieron los tuonetares hacia el final de la Gran Guerra, una tiranía que esclaviza las mentes, los pensamientos y los sueños. Y porque la mejor forma de hacerse popular en el lejano norte, desde que las legiones de Aetius el Grande y las tempestades lo arrasaron todo excepto el musgo y el liquen, es jurar venganza sobre los thetianos. Eso es lo que están haciendo. Y lenta pero firmemente están reconstruyendo el norte y forjando allí arriba un nuevo imperio. El comercio de hielo les permite comprar armamento y recursos aquí abajo y embarcarlos hacia allí de regreso. Thetia se encuentra debilitada, dividida, mientras ellos tienen juramentos de lealtad que el Dominio envidiaría y un gran objetivo en el que creen. Todos los príncipes lo saben, pero no piensan que sea una amenaza. A Vespera no le preocupa, mientras el dinero de los jharissa fluya en sus arcas. Sólo el Imperio se toma la molestia de hacer algo, pero nosotros estamos atados de pies y manos por la necesidad de protegernos de todo el resto del mundo.
—Yo no vi nada de eso cuando estuve allí —dijo Rafael—. Ni odio, ni una nueva potencia.
Odeinath y la tripulación del
Navigator
habían sido bien recibidos donde quiera que fueran, trayendo mercancías y conocimientos y la curiosidad sin límites de Odeinath. Incluso navegaron hasta Ralentis, las islas del Archipiélago nororiental, las que albergaban los últimos rescoldos de la civilización tuonetar. Donde aún se reunía el Senado tuonetar, después de más de un millar de años, una sombra de su antigua identidad, y los ralentianos intentaban desesperadamente defenderse contra el hielo que les invadía y mantener en funcionamiento su antigua maquinaria.
—Todavía estaba todo en mantillas, en el lejano noroeste. Y de todas maneras, Odeinath es único en su especie —dijo Silvanos, lo que en él significaba un gran elogio—. Sé que estuviste en Ralentis; ellos no se han unido a esta nueva potencia; valoran demasiado su penosa independencia.
—¿Cómo se llaman a sí mismos? —preguntó Rafael.
La sangre ya ha sido derramada. Océanos y océanos de sangre, en la oscuridad, lejos de toda mirada
.
—Las «almas perdidas» —dijo Silvanos, escrutando el rostro de Rafael—. Te cuesta creerme.
—Encaja con todo lo que sé —dijo Rafael.
—Puedes confirmar todo lo que te he dicho con la gente que no tiene ninguna razón para ocultar la verdad. Pregunta a los comerciantes vesperanos, que han intentado comerciar o explorar la posibilidad de hacerlo en el norte, a los capitanes xelestis. A Petroz Salassa.
—Entonces, ¿por qué son thetianos tantos tratantes árticos? —le preguntó Rafael.
—No preguntes eso —le contestó Silvanos con mucha frialdad y precisión—. No tienes por qué saberlo.
—Entonces lo descubriré —dijo Rafael.
—No lo harás. Eres un servidor del emperador y, en consecuencia, eres mi subordinado. Y yo te lo prohíbo.
—Si querías que pensara así —dijo Rafael volviéndose a poner en pie—, nunca deberías haberme mandado a Sarthes. Yo no soy servidor de nadie.