—¿Esta es la razón por la que estás aquí? —le preguntó Rafael.
—¿Existe algún otro palacio en un emplazamiento tan hermoso? —preguntó Leonata—. ¿Hay algún otro sitio en la ciudad donde puedas escapar de ella y que tenga estas vistas?
No que Rafael hubiera visto en Vespera y ésa era una ciudad donde uno se consideraba afortunado si podía ver el mar, incluso aunque no viviera cerca de él. Rafael había advertido que algunas de las construcciones más modernas habían forzado asombrosamente su arquitectura como resultado de esto.
—Mis disculpas —dijo Rafael, consciente de sus maneras—. He interrumpido alguna celebración, volveré más tarde. —Rafael estaba ansioso por saber qué es lo que había interrumpido; si tenía suerte, Leonata se lo diría.
Ella miró un segundo a la mayor de las dos mujeres y, entonces, se volvió hacia Rafael.
—En absoluto. Considérate mi invitado.
—No creo que esté vestido para una ocasión especial —dijo con una negativa cortés a la vez que auténtica. Su sencilla vestimenta de seda negra era de diario, lo que se había convertido en un asunto un poco preocupante desde el momento en que supo lo del próximo baile de disfraces. Necesitaba una máscara además de ropa formal. Y encontrarlo a tiempo iba a ser mucho pedir.
—Insisto —dijo Leonata—. Además, necesito aliviarme un poco de tanto turquesa.
—Arria y las demás no llevarán turquesa —señaló amablemente Flavia.
—Deja ya de descubrir mis mentiras corteses, muchacha —dijo Leonata sin tono de reprobación—. Además, él es un Quiridion, sus ropas formales sólo variarán en la intensidad del negro.
—¿Hay variedades de negro? —preguntó Rafael medio en broma.
—Pregunta a un sastre —respondió Flavia con petulancia.
Las otras dos mujeres sonrieron.
—He sido muy desconsiderada —dijo Leonata de repente.
—Rafael, permíteme presentarte a mi mercantarca, Mazera Estarrin. En realidad, ella es la responsable de casi todo el trabajo del clan desde que yo fui lo bastante idiota para permitir que me eligieran en el Consejo. —La mercantarca era una mujer delgada, curtida por el sol y de manos encallecidas. Ella debía de ser la segunda de Leonata en la jerarquía del clan y la que supervisara los asuntos comerciales. Estarrin dispondría de todo un abanico de oficiales con responsabilidad: un almirante del clan, un legado de soldados, un jefe de inteligencia, un chambelán y quizá uno o dos cargos más específicos del clan, pero Mazera estaría por encima de todos ellos.
—Es un honor —dijo Mazera, con una reverencia—. Ambas cosas: el conocerte y el que me sea atribuida la responsabilidad de todo el trabajo, cuando es Leonata la que se empeña en hacerlo. Yo podría haber continuado alegremente como capitán y el clan ni lo hubiera notado.
Eso explicaba a Rafael las manos encallecidas, amén de otras cosas sobre los estarrin. Aunque esta explicación pudiera haber sido diseñada expresamente para él, Rafael estaba dándose cuenta rápidamente de la clase de clan que era éste.
—Así que ¿cuál es el acontecimiento? —preguntó finalmente Rafael, ya que ellas se mostraban inclinadas a mantenerlo en secreto.
—Vamos a ir a los muelles a la botadura de una nueva manta al servicio del clan estarrin —explicó Flavia—. Como deberías saber si te hubieras quedado aquí en lugar de dar vueltas por el mundo.
¿Había un matiz en su voz del que carecían las de las otras dos mujeres? Estaba sonriendo, así que era difícil de decir, pero también ella era la más joven de las tres y la menos capaz de ocultar sus pensamientos. Aunque a Rafael tampoco le hubiera resultado fácil imaginar lo que pensaban Leonata o Mazera acerca de su pasado.
—Tenía una buena razón —dijo Leonata y después, dirigiéndose a Rafael—: Para un viejo navio, la ceremonia sería mucho más discreta, pero ésta es una manta nueva que procede directamente de los astilleros aruwe, y ha sido supervisada por mi hija, en los últimos años de su crecimiento.
—Ni que necesitáramos más razones para hacer la celebración.
Flavia dirigió una mirada elocuente al reloj sobre la mesa, un elaborado modelo mecánico, no como los comunes relojes de éter.
—Sí, ya sé. Vamos a llegar tarde. Id vosotras por delante y concededme un momento con nuestro invitado antes de embarcar.
—Sólo un momento —dijo Flavia.
—Sí, ya lo sé —dijo Leonata con más convicción—. No llegaré tarde.
Las otras dos mujeres se marcharon por una puerta lateral y Leonata aguardó hasta que dejó de oírse el ruido de sus pasos, antes de tomar la palabra de nuevo, ahora ya con un tono más serio. Aunque se mantuvo notablemente abierta, considerando el poco tiempo que hacía que conocía a Rafael.
—¿Es urgente? —preguntó Leonata.
—Es privado, pero no es urgente por ahora.
—Dices «por ahora» como si fuera significativo.
Rafael hizo una pausa, sopesando las opciones durante una fracción de segundo. ¿Cuánto debía decirle? Silvanos había hablado como si algunas cosas fueran de dominio público, otras no. Su instinto le decía que Leonata era más digna de confianza que sus superiores políticos, pero los instintos podían ser desatinados y él andaba ya con el agua al cuello en lo que a la emperatriz se refería.
Pero Rafael no se iba a quedar en la ignorancia ni llegar a una falsa conclusión sólo porque la emperatriz hubiera tenido a bien ocultarle información vital. No había manera de que él confiara en las pautas que el Imperio le había suministrado, en especial cuando procedían de su tío. Si demostraban ser correctas, mejor. Rafael dudaba mucho de que ése fuera el caso; serían ciertas probablemente excepto por uno o dos pequeños detalles, aunque en extremo importantes, que Silvanos habría omitido.
—¿Qué sabes de las almas perdidas?
Los ojos verdes de Leonata se quedaron fijos en él durante un momento muy largo.
—El Imperio cree que Iolani está relacionada con ellos —dijo ella finalmente.
—El Imperio cree que Iolani es uno de ellos —precisó Rafael—. Y tengo la impresión de que nadie va a decirme toda la verdad sobre ellos.
—Eso sería difícil —dijo Leonata acercándose hacia la mesa para coger un pequeño joyero y extraer de él un pesado sello del clan que se puso en el dedo. Parecía fuera de lugar, demasiado abultado y ostentoso en comparación con sus otras joyas—. Nadie está completamente seguro de quiénes son.
—El Imperio parece bastante seguro.
—El Imperio les tiene miedo —dijo Leonata cerrando la caja y mirándole de nuevo.
—Si son un resurgimiento de los tuonetares y están haciendo causa común de nuestra destrucción, quizá el Imperio tenga un motivo.
—Como te he dicho, el Imperio les teme. Por el momento no nos han dado una razón para ello.
—No puedo creer —dijo Rafael, imprimiendo un tono de sarcasmo en la voz—, que el Consejo de los Mares observe cómo se desarrolla una nueva potencia y no sepa comprobar si constituye una amenaza.
—El Consejo de los Mares ha hecho mucho más que eso —dijo Leonata con dureza—. A diferencia del Imperio, tenemos la mente abierta. Los norteños no son demonios con colmillos y con alas negras que van por ahí comiendo niños para desayunar.
—Lo serán cuando Tiziano los acabe de retratar en su ópera.
—Lo que no es una perspectiva divertida, ni siquiera en privado —dijo Leonata. Como si buscara una manera de mantener las distancias, se dirigió a la ventana más apartada y bajó la persiana para impedir que entrara el sol de la tarde. Algo que, sin duda, los sirvientes de palacio habrían hecho cuando ella se hubiera marchado, si es que quedaba alguno. La mitad del clan parecía haberse concentrado en el patio principal.
—Sé que no lo es —dijo Rafael, ya sin el tono frívolo—, pero han pasado nueve años desde que estuve en el norte o cerca de allí. Muchas cosas podrían haber cambiado. Los piratas de Sertina recibieron estímulo y, posiblemente, ayuda de alguien de norte, y no creo que actuara solo. Existe una nueva potencia y necesito saber si Iolani no es más que una agente. ¿O es que no importa mientras ellos sigan aportando dinero a las arcas de la ciudad?
—Eso no es digno de ti —subrayó Leonata, dejando ahora la persiana a medio bajar, protegiéndose más del sol y tapando más aquel paisaje sublime.
—Me estoy cansando un poco de los que optan por no decirme cosas.
—Y yo me pregunto cuánto de lo que yo te diga acabará sobre la mesa de Silvanos —dijo Leonata exasperada—. Así es que ya ves, los dos tenemos preocupaciones.
—El Imperio aún no se ha ganado ese tipo de lealtad por mi parte —dijo Rafael, y Leonata permaneció en silencio un instante, alcanzando el tercer cordón de la persiana. Pareció temblar por lo que Rafael estuviera a punto de decir, fuera lo que fuera, pero Leonata se mantuvo callada.
—Las almas perdidas tienen una causa que los mantiene unidos —dijo ella finalmente—. El Imperio está convencido de que es la destrucción de Thetia, pero nosotros no estamos de acuerdo y a este respecto, nuestros servicios de inteligencia son superiores a los suyos. El consejo ordenó (en ausencia de Iolani) que toda la información sobre las almas perdidas deberá ser compartida a partir de ahora. Ellos hablarán con nosotros, hasta cierto punto.
—¿Y Iolani es uno de ellos?
—Ella es un producto del resurgimiento y tiene estrechos vínculos con ellos. Hasta donde nosotros sabemos, ella controla totalmente el comercio del hielo y no está subordinada a ninguna autoridad superior.
—¿Quién es su autoridad máxima? —Silvanos no le había explicado quién era su líder.
—No tenemos ni idea —reconoció Leonata—. Ni siquiera sabemos si son una autocracia o alguna forma de república. Y ahora debemos bajar —dijo ella—. No puedo llegar tarde. Sería terriblemente descortés.
Ella mantuvo abierta la puerta por la que sus asistentes habían salido, la cual Rafael vio que conducía a un rellano con puertas y una escalera de madera.
—Por aquí abajo. Detente al final.
—Una pregunta más —dijo Rafael, haciendo una pausa.
—¿Sí?
—¿Cuántos entre los suyos y sus aliados sobrevivieron a la derrota de Ruthelo?
—Casi ninguno —respondió Leonata—. No puedes imaginarte ni de lejos lo sangrienta que fue la Anarquía.
Leonata se abstuvo de añadir nada más, de manera que Rafael abandonó la estancia en penumbra, lamentando haber suscitado una discusión en un lugar tan hermoso, y descendió por el apretado espacio hasta el fondo de la escalera. El ruido de voces volvió a llenar el ambiente. Eran más fuertes que arriba, pero no había ninguna ventana que él pudiera ver por la que pudieran filtrarse.
Leonata bajó detrás de él, atusándose otra vez el cabello y con la expresión mucho menos jovial que cuando llegó Rafael, y alcanzó el picaporte.
—Mis disculpas —dijo Rafael—. No me gusta dar palos de ciego.
—Todos estamos haciendo eso mismo —dijo Leonata, con una sombra de preocupación—. Pero déjalo hoy de lado. Mi hija me entrega un nuevo navio y he estado esperando esto mucho tiempo.
Leonata abrió la puerta y salieron a un salón con altos arcos. Se detuvo un momento y se encaminó hacia la puerta del embarcadero donde le aguardaba la barcaza. Del clan reunido llegó un grito: ¡Estarrin!
* * *
A Leonata le encantaba navegar en el
Manatí
.
De hecho, le encantaban los barcos, en parte por la fragancia, el sonido y el movimiento, y en parte porque aproximaban mundos separados, mundos en los que ella había pasado gran parte de su vida. Lugares con sus propias reglas y complejidades, microcosmos dentro de un mundo mayor, pero que ella podía conocer y entender completamente. De manera que no importaba que la embarcación en cuestión fuera una barcaza o una manta.
Haber hecho construir una barcaza para los estarrin fue su único acto de pura vanidad como thalassarca. Todo lo demás (nuevos barcos, la expansión del palacio, el haber formado a tantos miembros del clan como botánicos o biólogos) era justificable. Lo de la barcaza era diferente y, en su momento, incluso habla provocado que algunos de sus consejeros cuestionaran su idoneidad para el liderato.
La verdad es que había sido tanto por los armadores como por la misma barcaza. Leonata se encontró con ellos en los Portanis cuando Anthemia tenía unos cinco años, pero ya le fascinaba cualquier cosa que navegara o se deslizara por arriba o por debajo de las olas. Un astillero que se desmoronaba, que había fabricado barcazas para los clanes, que casi se arruina cuando la demanda cayó en picado durante la Anarquía, y que se vio abocado a la producción de embarcaciones de trabajo y
vaporettos
como salchichas, vitales aunque no objetos de arte por sí mismos.
Entonces ella les hizo un encargo urgente, un acto de locura en aquel tiempo. Les pidió que construyeran la barcaza del más alto nivel y que pudiera rivalizar en calidad y esplendor con las barcazas de Salassa, Xelestis o cualquier otro de los antiguos clanes. Los cuales, a diferencia de los estarrin, ya las poseían, pero las estaban dejando pudrirse en los cobertizos para embarcaciones.
Leonata quiso devolverle al clan su orgullo después de todo lo que había ocurrido, y también el suyo a los constructores de navíos pero lo que al final consiguió fue devolver a Vespera una parte de su amor propio y no podía negar que hubiera sido algo completamente intencionado. Leonata había proclamado bien alto que Estarrin se sentía orgulloso de ser un clan de Vespera, no importaba lo que le hubiera ocurrido a la ciudad durante la Anarquía. Ella no quería renunciar a las ceremonias y regatas en la Estrella, porque formaban parte de lo que hacía única a Vespera.
No había grandes clanes sin una barcaza. Ya no.
El legado Orando y el almirante Seganao se encontraban aguardando sobre la plancha; eran los últimos que quedaban por embarcar. El clan de Leonata llenaba el puente bajo toldos turquesas, las nuevas banderas estarrin ondeaban sobre el castillo de popa dorado y plateado. No era la barcaza más grande de entre todas las barcazas de los clanes, pero a sus ojos era la más elegante, y en su madera laqueada de turquesa estaba escrita la memoria de veinte años como thalassarca de los estarrin, veinte turbulentos pero felices años en los que había visto recuperarse al clan y a la ciudad y crecer a sus hijas.
—Todos presentes y en orden —informó Seganao. El almirante del clan procedía del archipiélago del Sur, nacido a más de nueve mil kilómetros al sur, en la misma villa que había dado a Sagantha Karao, el más grande de los almirantes de Palatina II. Eso no importaba, no en Vespera.