Vespera (23 page)

Read Vespera Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
2.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Entiendo.

—Gracias por la oferta —dijo Odeinath. A su manera, era conmovedora. Tenía la impresión de que era una auténtica oferta, y fuera de la clase que fuera, en el corazón de Massilio eso era una prueba de amistad.

—Era sólo una idea —dijo Massilio, con brusquedad—. De todas maneras, te aconsejaría que no te quedaras demasiado tiempo en Lamorra.

Odeinath tiró torpemente de su caballo para detenerlo, y éste relinchó en señal de protesta.

—¿Y por qué no?

—Tenemos aliados que no sienten aprecio por los thetianos y que pasarán pronto por aquí. Como muchos habitantes del norte. No me gustaría que os capturaran a ti y tu tripulación. Ellos son... no son amables, incluso considerando los estándares del norte. Si yo fuera tú, pondría nuevamente rumbo al sur, al sureste, sería lo mejor. Ya que no pareces interesado en mi proposición, avisarte es lo mejor que puedo hacer por ti.

Odeinath miró fijamente a Massilio por un momento, tratando de hallar algún indicio de decepción o de cualquier otra cosa en su rostro.

—Tendré en cuenta tu aviso —dijo finalmente Odeinath—. ¿Qué quiere decir «demasiado tiempo»?

—Tres, cuatro días te dejarían un margen amplio. Me aseguraré de que Besach te abastezca con cualquier cosa que Lamorra se pueda permitir, en forma de obsequio. Y ahora, si nos metemos por esta abertura verás algo bastante impresionante.

Sin deseos de llevar la conversación más lejos, Odeinath no añadió nada más mientras ataban los caballos en el exterior de la abertura de lo que debió de ser algún día la cúpula más grande de la ciudad y, a través de los restos de un corredor entre otros dos montículos, se dirigieron hacia al interior. Llegaron a un círculo amplio, lleno de maleza por todas partes, con lo que en su momento pudo ser un tribunal en el lado opuesto.

—¿Qué era?

—Era el lugar donde se celebraban las asambleas, cuando todavía tenían ciudadanía y elecciones. No hay mucho que ver. En Eridan debió haber alguna vez uno asombroso, pero éste es el mejor conservado.

A Odeinath se le pusieron los ojos como platos.

—¿Eridan? ¿Has estado en Eridan?

Los thetianos la habían rebautizado con el nombre de Aran Cthun, transformando el nombre relativamente inocuo de la capital tuonetar en un lugar terrorífico, al menos en las mentes de los que escucharan el nombre. Quizá era sólo una cuestión de pronunciación.

—No queda nada —dijo Massilio—. Sólo hielo, cenizas y fantasmas.

Se alejó, caminando alrededor del círculo y Odeinath se quedó un momento observándolo antes de coger su cuaderno de dibujo. Había tanto que estudiar. Y tan poco tiempo.

* * *

Pasaron tres días en Lamorra, comerciando con gente de toda la isla, cenando con Besach y quedándose a hablar hasta tarde todas las noches. No les llamaron decadentes sureños demasiadas veces; no después de que Tilao demostrara que podía beber tranquilamente tanto como el mejor de los lamorranos y levantarse pronto a la mañana siguiente. Pero no era un lugar en el que Odeinath pudiera llegar a sentirse como en casa alguna vez pues, a pesar de todas las pretensiones de reforma de Besach, la sombra de la guerra y el aplastante ambiente gris del norte planeaban constantemente sobre él.

Besach les enseñó su biblioteca, orgulloso en extremo de los cerca de cincuenta libros que poseía, más que todos los que había en la isla reunidos. Odeinath se abstuvo de reírse como habría hecho cualquier otro que hubiera visto la biblioteca del Museion en Vespera, que contenía millones de volúmenes acumulados a lo largo de los siglos, la colección más vasta de libros y pergaminos de Aquasilva. Besach había aprendido él solo a leer cuando era un niño, despreciado por su familia y sólo protegido por su rango ante la malevolencia que otros niños mostraban hacia cualquiera que fuera diferente en lo más mínimo.

Massilio no volvió a mencionar la amenaza, pero se les abasteció sobradamente con alimentos de Lamorra, verduras frescas y agua de los manantiales glaciales. Odeinath volvió a las ruinas para hacer esbozos de todo cuanto pudo, mientras Cassini vagabundeaba por los campos y la playa recogiendo muestras de plantas norteñas, ante el asombro y el desprecio ocasional de los granjeros. Daena soldó algunos huesos rotos y ayudó a la gente en lo que pudo, lo que fue, probablemente, lo más apreciado de todo cuanto hicieron. Ella era incomparablemente mejor que cualquier otro doctor que los lamorranos hubieran visto antes e incluso algunos llegaron a pensar que lo que hacía eran milagros, lo cual, proviniendo de una mujer, corría el peligro de interpretarse como algo maligno.

El mismo Besach acudió a ver cómo partían el último día. Le acompañaron Ambiorix, Massilio y una multitud de guerreros que, obviamente, pensaron que si el
Navigator
merecía una despedida por parte del mismo príncipe, también ellos debían estar presentes. Ambiorix, afortunadamente, los mantuvo a una prudente distancia.

Desde el primer día, Odeinath había pensado que Besach merecía un obsequio mejor que una simple daga monsferratana, pero hasta aquel momento no había decidido qué podía tomar de la preciada biblioteca del
Navigator
que pudiera ser reemplazado. Para eso tenía que pedir permiso a la tripulación, pues varios de sus miembros eran voraces lectores.

Un volumen era un almanaque basado en la
Geografía
de Bostra, actualizado sin demasiada torpeza hacía sólo una década o dos por alguien que sabía escribir de verdad, y otro, una enciclopedia del tipo con el que los estudiosos del Museion estaban obsesionados en aquel momento, a pesar de que sus ideas de catalogar todo el conocimiento estaban condenadas al fracaso.

El tercero era el
Thesserey
, porque Besach no disponía de un ejemplar y nunca había oído hablar de Ethelos, el primero y el más grande de entre todos los poetas en todas las lenguas. Era una edición thetiana, porque no había traducciones al ralentic, pero Massilio podría ayudarlo.

—Todo el mundo debería leerlo —dijo Odeinath, abrumado por el caluroso agradecimiento—. Nadie sabe realmente quién fue Ethelos, aunque todo el mundo lo reivindica como suyo. Pero aunque fuera un tehaman, él inspiró a tantos autores thetianos que bien puede considerársele uno de ellos.

Además era una de las obras de arte más hermosas de todos los tiempos.

Y tanto a Besach como a Massilio, Odeinath les dijo que, si por alguna razón se veían obligados a abandonar el norte, serían bienvenidos en caso de que desearan unirse a la tripulación del
Navigator
. Y lo dijo sinceramente. Quizá el alma de Massilio albergaba aún algunas brasas que podían prender de nuevo; o quizá tanto Odeinath como Massilio ya eran demasiado viejos para eso.

Después se despidieron, dejando atrás el extraño navio con la convicción de que algo tenía que ver con el pueblo de Massilio, y pusieron rumbo hacia el sureste hasta que Lamorra desapareció en el horizonte.

A continuación, y aprovechándose de la hora de sol que les quedaba y de que el mar estaba en calma, Odeinath dio un suspiro, dejó el buque al pairo, contó a la tripulación lo que Massilio les había dicho y les hizo una pregunta.

Medio reloj de arena más tarde, El
Navigator
describió un largo viraje que le conduciría alrededor de Lamorra, poniendo dirección noroeste, hacia Thure.

SEGUNDA PARTE

UN CLAMOR DE FURIAS

Capítulo 8

El santuario de los exiliados en Vespera, donde se alojaba Aesonia, se encontraba al sur de Tritón, anclado en las cristalinas aguas del puerto Santo, a la sombra de la Casa del Océano.

Rafael tomó un bote allí a la mañana siguiente, desde el acceso de la Embajada, prescindiendo de toda pretensión de anonimato por el momento. Había mensajeros, exiliados, funcionarios que iban y venían todo el tiempo de la Embajada al santuario, y compartió el bote con dos acólitas exiliadas y un oficinista que agarraba firmemente un fajo de papeles, probablemente arreglos para el próximo baile de disfraces. El personal de los Ulithi se había lanzado a un frenético caos al descubrir que disponían de menos de una semana para organizar un baile y, quedando ya sólo tres días, la sensación de apremio era monumental.

Rafael ignoró a los ajetreados funcionarios y observó a la ciudad deslizarse por ambos lados, mientras sus pensamientos se concentraban en su próxima visita a Aesonia. Necesitaba que ella creyera en su lealtad, en especial si él iba a estar navegando en aguas turbulentas. Rafael estaba seguro de que ella era la clave; Aesonia era la que había marcado la dirección política del Imperio mientras su marido y su hijo se ocupaban de los asuntos de la guerra.

Esta parte de la ciudad, el borde nororiental de la Marmora alrededor de la colina Naiad, era el corazón del territorio de los clanes, donde se apiñaban los palacios al borde del agua, hasta los que llegaba el frescor de los preponderantes vientos orientales hacia el valle. Docenas de puentes en forma de arco se extendían allí sobre el paseo Procesional, conectando los palacios de los clanes más altos con los cobertizos para botes en la orilla del agua. Los palacios resplandecían a la luz del sol de última hora de la mañana, con las banderas que lucían cientos de colores, sedes orgullosas de los clanes de Vespera que habían soportado el paso de los siglos. Rafael sintió una fugaz punzada de envidia.

Los thalassarcas no tenían que estar pendientes de un emperador para solicitarle favores y, pese a estar atrapados en las complejas redes de la tradición y la intriga que eran la urdimbre de toda la ciudad, tenían una independencia de criterio y actuación sólo comparable a la de los lores mercantes de Taneth y, especialmente desde la Anarquía, una apertura a la sangre nueva. Eso preocupaba al Imperio, y también la cantidad de clanes vesperanos que estaban liderados por hombres y mujeres que se habían abierto camino desde la nada y se sentían poco inclinados a entregar el trabajo de sus vidas a su benigna autoridad.

Especialmente porque, en ese estado de cosas, si el Imperio estableciera el control sobre Vespera, la ciudad se convertiría inmediatamente en la capital, y los clanes tendrían que vérselas con una autoridad residente que ellos no tendrían forma de controlar.

Naturalmente, el emperador quería Vespera. Valentino lo consideraba como parte de sus derechos de nacimiento. La cuestión era con qué rapidez se pondría en acción. Aquella visita era un primer paso, un intento de conquistar corazones y mentes, pero ¿enmascaraba un plan más profundo?

Ahora estaban rodeando la Casa del Océano, aclamada durante siglos como la construcción más grande de Vespera, quizá del mundo, con su gran cúpula verde azulada sobre la península y con sus arcos subsidiarios que parecían emerger directamente del mar. Aquella colosal y sobrecogedora estructura que albergaba un lugar mágico en su interior era indescriptible, pero ese día no contribuía a serenar los ánimos de Rafael.

Rafael volvería allí antes de que Valentino abandonara Vespera para apreciarla como correspondía, para observar la antigua rosa de los vientos diseñada sobre el suelo y contemplar el interior bañado con la extraña luz azul dorada de la cúpula y las ventanas de alabastro. La última conquista de la República moribunda (la República original, no la breve reinstauración de Ruthelo Azrian), pese a que sobre cada entrada figurara el nombre del primero de los emperadores.

Rafael lo observaba todo sin verlo realmente, mientras el bote giraba por un estrecho canal que era un atajo, bajo los puentes, a través del cuello de la península, y pasaba por los fondeaderos semicirculares donde amarraban botes y barcazas, con sus desnudos postes de atraque descoloridos y desconchados. El Consejo apenas hacía uso del salón; era un lugar solamente apropiado para los eventos más grandes y espléndidos.

Entonces, aparecieron por el lado más lejano, por donde se encontraba el laberíntico y apagado Santuario anclado en el puerto. Era la única edificación de Vespera que no estaba construida con piedra, sino con madera noble tratada y una sustancia muy parecida al pólipo de las mantas que resistía durante siglos en el agua salobre.

Le recordó a Sarthes, la enorme abadía que empequeñecía al Santuario vesperano, una ciudad flotante con sus extrañas construcciones de pólipo y madera, sus capiteles irguiéndose hasta el cielo, su red de pasillos y claustros que se extendían por debajo del nivel del mar. Los mismos materiales, la misma concepción aproximadamente, la misma arquitectura de Exilio, extraña y ligeramente ajena, que se había desarrollado a lo largo de los siglos. Las ventanas eran dobles o estaban dispuestas en hileras de arcos delgados y puntiagudos, completamente diferentes a los arcos redondos del resto de Thetia; las puertas eran similares, pero a una escala mayor. Agujas delgadas y delicadas ascendían del mismo Santuario y doce de ellas, dispuestas en forma de anillo, rodeaban la cúpula central.

Se escucharon risas reverberando sobre el agua. Se interrumpieron abruptamente y Rafael vio a un grupo de hombres, no más de catorce o quince, que eran guiados a través del pontón de madera desde la península, bajo la severa mirada de una novicia. Tanto tiempo había estado allí el puente que casi parecía estar fundido con su entorno, llevando cañerías y conductos de éter en su armazón desde la red de Vespera por sus vigas blanqueadas por el sol.

El bote atracó en un embarcadero próximo al Santuario y tuvieron que aguardar unos momentos hasta que se retirara otro. Los dos acólitos se levantaron y caminaron a paso rápido en una misma dirección, el oficinista en otra y Rafael se quedó sobre la endurecida cubierta de pólipo, preguntándose adonde ir.

Se dirigió hacia la entrada más cercana, una estructura redonda a un lado del Santuario, y se detuvo.

No había esperado encontrarse con el perfecto estanque circular de agua marina conectado al mar por un canal, ni con la esbelta doble columnata en forma de anillo que lo rodeaba con arcos entrelazados, pintada de blanco y rizada por el reflejo del sol en el estanque. A través de ella pasaba un torrente constante de personas, contemplando el agua o arrojando ofrendas, pero sin el silencio que Rafael asociaba a los templos. Por el contrario, hablaban en voz baja, casi como ofreciendo sus respetos a la diosa. Parecía una profanación de aquel lugar, con su austera pero increíble belleza.

—La galería inferior es silenciosa —le dijo una suave voz por detrás, mientras Rafael estaba aguardando en las escaleras para entrar en el templo propiamente dicho, sin deseos de abandonar aquel lugar para ir a ver a Aesonia—. Y por la noche también lo es ésta.

Other books

El mito de Júpiter by Lindsey Davis
An Eligible Bachelor by Veronica Henry
London Under by Peter Ackroyd
Some Desperate Glory by Max Egremont
Claiming Valeria by Rebecca Rivard