Vespera (63 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
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Había una esperanza, pero era muy pequeña.

Sin embargo, al sur de los Portanis, los miembros menos agresivos de las hermandades patrullaban las calles medio vacías, pasando al caminar por las tiendas con las persianas bajadas y cafeterías y tabernas cerradas. Sólo al llegar al puente de Aetius, custodiado por una centuria de soldados rapai de amarillo y plata, parecía que reinaba la normalidad.

Llegó a Orfeo's. Dentro había (si cabe) más ruido de lo habitual y Rafael se detuvo un instante antes de entrar, para escuchar a un violinista solitario interpretar una tarantela a increíble velocidad. El aroma del café todavía inundaba la calle, pero no había parejas cortejándose en la terraza, ya no había ninguna.

Orfeo's estaba abarrotado.

Parecía que todos los músicos de Tritón se hubieran concentrado en la cafetería. El ruido era ensordecedor. Las patadas en el suelo reverberaban en el techo y todas las mesas estaban llenas. Había clientes que estaban sentados sobre las plantas, apoyados contra las columnas, dos sentados en la misma silla hablando a voz en grito. Los filtros de aire no daban más de sí. Todas las pantallas habían sido retiradas y todos los ventiladores funcionaban en un esfuerzo desesperado de mover el aire. Normalmente Orfeo's recibía la brisa que soplaba desde el este, lo que lo hacía soportable, pero ahora no era así. Por lo menos, estaba protegido del polvo rojo y las ráfagas caliente por el flanco de Tritón.

Aquello parecía la fórmula para conjurar el desastre. Tanta gente apelotonada bajo los efectos enloquecedores del Erythra. Rafael escuchó a tres individuos enganchados en una fiera discusión, mientras se abría paso a empujones, tratando de llegar hasta la barra. Aunque aquéllos eran músicos y, si bien sus rivalidades y odios eran tan sentidos y despiadados como los de cualquier otra persona, la violencia no era su forma de resolver los conflictos.

La atmósfera era sofocante. Rafael fue haciéndose camino entre grupos de músicos apiñados, escuchando todo lo que podía con el fin de evaluar los ánimos.

En el centro del Orfeo's se habían despejado algunas mesas, apartadas apresuradamente para crear una pista bajo el escenario, donde había gente bailando con energía frenética, inhumana, con más rapidez de lo que nunca antes viera Rafael ni siquiera en bailarines profesionales, mientras el violinista tocaba más y más deprisa. Tenía el rostro bañado en sudor apretaba los dientes como un poseso. Sus dedos se movían tan rápidamente que Rafael apenas sí conseguía verlos.

La música terminó cuando, por fin, Rafael llegó a la barra y entonces explotó una enorme algarabía, gritos, aplausos y patadas que llegaron a ensordecer a Rafael, hasta que también él se unió a los demás y el violinista desenrolló los dedos del arco e hizo una reverencia. Debajo de su plataforma, más de un bailarín estaba resollando, cayéndose unos sobre otros, fundiéndose en abrazos que no tenían nada que ver con la pasión, sino con un desesperado deseo de olvidarse de todo.

El estruendo cesó cuando otros los imitaron, pero las patadas en el suelo aún continuaron y Rafael apenas consiguió evitar ser agarrado por una música que estaba cerca de él en la barra. Cuando ella se desenganchó de otra persona un segundo más tarde, Rafael vio que se trataba de una mujer con el pelo castaño, indiscutiblemente atractiva, con hoyuelos y pecas alrededor de la nariz. Sus mirada era desenfrenada y distante.

Ella captó la atención de Rafael y sonrió alargando una mano hasta su cara, pero Rafael la cogió, la besó gentilmente en la palma, la apartó con una sonrisa e hizo un amable gesto negativo con la cabeza. Ella asintió sosteniéndole la mirada durante un segundo, quizá incluso comprendiendo, se deslizó de su taburete y desapareció entre la multitud.

Cualquier otra velada, Rafael no la habría rechazado y, seguramente, habrían acabado en la cama, en la buhardilla de ella en cualquier rincón de Tritón. Rafael podía comprender que se desataran las pasiones en una noche como aquélla, la liberación y la evasión en un lugar donde uno podía olvidarse del mundo, donde los sueños y los temores se disiparían por un rato, antes de quedarse uno dormido tras la extenuación.

Pero aquella noche era diferente. Ese hubiera sido otro hombre, otra época. Rafael era plenamente consciente de ello.

Agarró al primer camarero que tuvo a su alcance, casi haciéndole tirar una botella de vino. El hombre empezó a protestar, pero debió de ver la expresión de Rafael y se contuvo.

—¿Tienes barriles de Gorgano blanco helado?

—Por supuesto —dijo el hombre, con sus ojos presos hipnóticamente en los de Rafael.

—¿Hay bastante para todas las personas que hay aquí?

—¿Bastante para todos los que hay aquí?

El camarero se quedó mirándole, como si Rafael estuviera loco.

—¡Pero eso costaría una fortuna!

—Lo sé —dijo Rafael, pero la gente a su alrededor lo había oído y el ruido cesó de repente, absolutamente, incluso el músico se detuvo mientras dejaba la copa y recogía el arco disponiéndose a acometer otra pieza.

Rafael dio unos ligeros golpecitos a su copa de vino y desapareció hasta el último de los ruidos en la esquina más lejana. Hizo un gesto a los músicos que tenía a su alrededor para que se apartaran y le hicieran algo de espacio.

—Hay bastante Gorgano blanco para todo aquel que lo desee —dijo Rafael a la multitud en silencio—. Para brindar a la salud de Hycano Seithen.

Un hombre pequeño, elegantemente vestido, de unos sesenta años más o menos, surgió de alguna parte. Tenía el pelo cano y parecía llevar escrita en la frente la palabra «Maestro». Y con aire de autoridad preguntó:

—¿Por qué? ¿Quién eres tú?

—Hycano fue hecho preso en la isla de Zafiro —dijo Rafael elevando su voz sobre la multitud—, porque sólo él se atrevió a llamar «tirano» al emperador. Su valor debería recordarse, y nuestra vergüenza. Leonata Estarrin me pidió que hiciera esto. Soy Rafael Quiridion y yo arriesgué su vida para obtener la misericordia del emperador. Mañana os enteraréis de quién soy y qué soy. Bebed a la salud de Hycano y recordadle.

El ruido volvió a estallar junto con una lluvia de preguntas y, durante un segundo, la expresión de aquellos que estaban cerca de Rafael fue tan sombría que parecía que iban a hacerle pedazos. Ellos le habían identificado como alguien al servicio del Imperio, aunque no entendieron sus últimas palabras.

—Sacad los barriles —ordenó el barman—. Ponedlos sobre los bordes de la plataforma, no cabrán en ningún otro sitio. Echad al cuarteto Marmora a la calle, no han pagado su cuenta en una semana; no se merecen estar sentados.

—Una copa para mí, por favor —dijo Rafael y aguardó en un círculo cerrado hasta que sacaron e instalaron los barriles, mientras los músicos se apiñaban alrededor, con la misma impetuosa inconsciencia, para llenarse las copas. Rafael le dio al propietario del Orfeo's un cheque del banco Ostanes, que Bahram o la gente de Bahram respaldarían. Rafael se quedaría en la miseria aunque eso, al día siguiente, probablemente no sería un problema.

¿Regresaría allí alguna vez? Cuando la historia de la isla de Zafiro corriera, nadie creería que él no quiso realmente matar a Hycano, y nada podría cambiar eso. Rafael había seguido la opción más fácil. Thais tenía razón.

Aunque quizá no hubiera una elección más fácil, después de todo. ¿Era mejor ser un esclavo con un alma sin mancha que abrazar la oscuridad y la condenación en la esperanza de una luz mayor? ¿O eso no era nada más que una venganza?

La venganza por las Furias, como se dio cuenta más tarde. No había un nombre en la mitología thetiana para aquello, porque nadie había soñado siquiera que las Furias pudieran ser vencidas.

Por fin, todos o casi todos tenían sus copas y se hizo el silencio sobre todo aquel barullo del Orfeo's, mientras todas las miradas se dirigían a Rafael. Había sólo una copa en la barra, helada, esperándole.

Alargó la mano para cogerla y en un segundo sus dedos se cerraron sobre ella. Sintió el impacto, el terrible frío y el temor indescriptible que le sobrevenían de nuevo, y se estremeció como si se hubiera sumergido en el Alto Ártico, apartando bruscamente los dedos.

¿Por qué? ¿De qué tenía miedo?

Los demás se dieron cuenta, pero Rafael se armó de valor y volvió a coger la copa sin dar explicación alguna.

—Por Hycano Seithen, que soñó con una Vespera republicana. Poeta, músico, hombre de letras, orfeano, ciudadano de Vespera, un hombre más valiente que cualquiera de nosotros. Yo os lo prometo ahora: haré todo lo que pueda por traerlo a casa. Bebo a su salud.

Se hizo una pausa durante un segundo y Rafael creyó advertir cierto respeto a regañadientes en los ojos del maestro, antes de que levantara su copa y gritara «¡Por Hycano!».

Los demás corearon la exclamación, algunos elevando las copas tan violentamente que el vino llegó a derramarse. A continuación bebieron. Después se apartaron, volvió a crecer el ruido y regresó el habitual caos del Orfeo's. El músico volvió a tocar y los bailarines salieron a la pista solos o emparejados. El frenesí se había reiniciado.

Rafael se acabó la copa mientras el frío le penetraba en la mano como si fuera agujas. Luego dejó la copa sobre el mostrador y se marchó. Un corredor se abrió delante de él casi milagrosamente, pero él no se detuvo ni miró hacia atrás, ni siquiera cuando ya había salido al sereno aire de la noche de Vespera.

No había sido la venganza de Leonata. Había sido la forma de Leonata de demostrarle que Iolani le había dicho la verdad acerca de sus orígenes.

Regresó cuesta arriba todo el camino a través del mercado textil hasta el borde de la Cuenca de Piedra y llamó a la puerta de Bahram de nuevo.

—Mostrádmelo —dijo él—. Mostradme lo que ocurrió.

* * *

Rafael se recostó en la silla, respirando con dificultad. Petroz estaba lívido y le temblaban las manos en el regazo y Bahram estaba petrificado.

En la oscuridad de la Sala de éter de la embajada de Mons Ferranis, la última imagen de la grabación estaba congelada sobre la mesa de éter.

Una llanura de huesos, que se extendía hasta perderse en la distancia, miles y miles de ellos hacinados. Rafael cerró los ojos, pero sin encontrar alivio. Vio las cabañas, las torres, los barracones con sus hileras superpuestas de literas, la carretera.

Los huesos.

Se le había helado la carne.

Recordó.

Tan sólo retazos de recuerdos muy distantes. Era muy joven y tenía mucho frío y mucho miedo. Miraba arriba y veía roca desnuda sobre él. Herramientas apiladas en una esquina. Trapos que ondeaban al viento. Manos arañadas y sangrando. Tos, todo el mundo tosiendo.

La ladera de la montaña (esto lo recordaba con más claridad), su descarnada blancura, el repentino vacío al salir al exterior, la primera vez que vio el cielo y el sentimiento de terror que le inspiró. Y el frío, mucho más cortante que nunca, el viento penetrándole en la piel hasta causarle dolor. Había llorado y alguien que le estaba llevando lo envolvió con algo cálido y tosco, y el dolor remitió un poco.

¿Era su madre? Llevaba el rostro envuelto en trapos. Sólo podía verle los ojos, oscuros, pensó Rafael. Pero no el rostro. No podía recordar su rostro.

La tormenta de nieve, encontrarse perdido en la blancura interminable, un mundo sin referencias en el que arriba y abajo dejaban de tener significado, yacer encima de alguien sobre la nieve. ¿Unas manos que le recogían? Una muchacha, algunos años mayor, tan delgada que parecía un esqueleto con mechones de pelo rubio ceniza, conduciéndole, llamando a los demás.

Un hombre, mucho más alto que ninguno de ellos, recogiéndolos a los dos, sujetándolos mientras se abría paso a través de la nieve acumulada por la ventisca y, luego, la gente a lo lejos, sobre extrañas bestias blancas, todos a su alrededor, levantándolos. El hombre no les había permitido ir a ellos. Su rostro fue cubierto, pero tenía negros los iris.

Una ciudad negra y retorcida sobre el horizonte.

Y después, jugando con un gatito plateado en el patio de la casa de Silvanos en Vespera. Su primer recuerdo, eso había pensado él siempre.

Iolani tenía razón. Era cierto.

Se retorcía de dolor. Una tos convulsa, un agudo dolor en sus pulmones. Siempre, cuando tenía frío.

Sus dedos alrededor de una copa, un miedo inefable.

Gorgano blanco helado.

Un mar de almas perdidas...

Se abrazó a sí mismo, intentando conjurar el terrible frío, perdido en sus pensamientos, volviendo a ver aquellos huesos.

Había huesos en el exterior de la mina. Los lobos blancos, que trataban de sobrevivir como fuera, los habían dejado limpios. Cráneos, personas a las que había conocido.

Una presencia en su mente, risas burlonas, despertarse por la noche entre sollozos sólo para caer nuevamente dormido con los lobos blancos cerca.

—¡Rafael!

—¡No! —gritó él, aferrándose los brazos con las manos, clavándose en ellos como garras—. No hagas eso.

—Naranjales —dijo otra voz profunda, tranquilizadora—. Recuerda los naranjales fuera de Vectis. Había una fuente y un pabellón de piedra y todos nos sentábamos y mirábamos el desierto. A la sombra, porque hacía demasiado calor.

Naranjales. Rafael lo recordó y también dónde estaba ahora. Abrió los ojos nuevamente. La imagen había desaparecido y volvía a haber luz. No era la luz del día, sólo el resplandor dorado y triste de las luces de palisandro que calentaban el ambiente. Bahram estaba allí, con una túnica amarilla y Rafael clavó los ojos en la túnica, la cosa más brillante de la Sala.

Se suponía que Rafael debía planear su venganza y, en cambio, estaba encorvado en una silla como un niño pequeño aterrorizado, en una sala de la embajada monsferratana, en la que había un panel de éter; una sala fría con tapices verdes sólo para compensar la piedra desnuda y la fría luz azul.

Rafael era entonces lo suficientemente mayor para que ahora pudiera recordar el norte, lo que significaba que hasta la edad que tenía era una mentira. Su vida entera lo había sido, de alguna manera, porque la oscuridad de Silvanos fue lo que le empujó a abandonar Thetia, después de huir de Sarthes.

Pensó que era un acto de rebeldía, pero había sido planeado por el propio Silvanos; envió a Rafael a Sarthes sabiendo lo que ocurriría. Silvanos le impulsó a marcharse, a pasar todos aquellos años alejado de Thetia y de aquello en lo que se había convertido la ciudad. Le había obligado a descubrir su propio camino.

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