Vespera (69 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
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Rafael oyó un chillido y, al instante, una oleada de asaltantes cargó contra el palacio de Salassa desde el lado de tierra y una nube de flechas se precipitó sobre el patio interior.

Estaba a más de medio camino y su respiración volvía ser entrecortada. Tras ellos, la voz debía de haber corrido hasta los muelles, pues algunos hombres estaban saltando sobre la lancha armada. Rafael tenía los brazos cansados, pero se obligó a seguir. Thais le observaba con una extraña expresión de dolor en el rostro. Sus brazos flaqueaban pero Rafael se esforzó aún más, deseando ardientemente que la barca fuera más rápido, como si su deseo pudiera darle más brío. El motor de la lancha se puso en marcha con un rugido. Aesonia pronto los vería.

Los atacantes estaban trepando por los escombros del palacio salassano. Parecía haber alguna resistencia, aunque era irrisoria.

La lancha se estaba moviendo, con su motor de éter sonando enloquecidamente y girando en un amplio círculo hasta apuntar a Rafael con la proa. Rafael no lo conseguiría. No a la velocidad que iba la lancha. Pero el espacio que había entre él y la orilla se había acortado más por la parte del palacio en llamas y medio en ruinas que estaba al lado del de Salassa y que había sido impactado por uno de los primeros morteros. Podría desviarse y salir por allí.

Y eso fue lo que hizo, se desvió y remó con desesperación, observando decrecer la distancia. Sesenta pasos, cincuenta, cuarenta, treinta. La lancha sólo estaba a algunas esloras tras ellos, haciendo rugir sus motores. Delante de él pudo ver soldados con armaduras blancas luchando. Algunos tribunos, algunos canteni, pero en su mayoría eran rozzini de rojo y marrón.

Y entonces, la pequeña embarcación arribó con violencia a la orilla y las llamas lo envolvieron.

* * *

—¡Rozzini, Rozzini!

Odeinath oyó el grito mientras esperaba, sujetando una espada y una obsoleta ballesta, llevando la mitad de una armadura prestada, y dispuesto a morir defendiendo el palacio salassano. Quizá había treinta soldados defendiendo la Torre Renate, comandados por Petroz, que llevaba una sencilla armadura y un yelmo sin penacho, aguardando en el hueco de la escalera, y quizá otros veinte como él, miembros del clan y personal de servicio, que iban armados con cualquier cosa que hubieran podido encontrar. Había otros dos grupos de soldados mucho menores en las otras dos torres intactas, dos cañones ligeros de éter que habían sobrevivido, los cuales, pese a su nombre, requerían de tres hombres para ser transportados y operados, y algunas ballestas de éter, pesadas y tremendamente imprecisas.

Las ballestas eran las armas de éter más pequeñas creadas nunca. Aún requerían de un tanque de éter que se cargaba a la espalda y funcionaban sólo la mitad del tiempo. Sin embargo, el palacio salassano estaba bien armado, con más que suficientes ballestas de éter antes de que el bombardeo hubiera destruido el arsenal y les obligara a luchar con espadas como los tribunos o los thetianos de hacía siglos.

Un palacio entero destruido por sus propios hijos, siglos de historia y uno de los edificios más hermosos de Vespera eliminados por el capricho de un tirano. Centenares de salassanos asesinados por el único crimen de haber vivido en el palacio, como habían hecho los miembros del clan durante siglos. Al norte, sólo dos de los morteros continuaban abriendo fuego, probablemente reduciendo las ruinas del palacio jharissa a polvo de piedra en aquellos momentos. Era un edificio más nuevo, aunque menos robusto que el de Salassa.

Que había sido el de Salassa.

—Ser destruido por un hombre que creyera en algo. Eso aún podría soportarlo —dijo Petroz, levantando la vista un instante hacia las tropas que avanzaban—, pero caer ante Correlio Rozzini, un hombre comprado por mi propio sobrino, un individuo tan corrupto que hasta los miembros de su clan lo desprecian... eso duele.

—Hay algunos tribunos y algunos soldados canteni con ellos —dijo Odeinath.

—Entonces moriré luchando contra los canteni porque, al menos, ellos tienen algo de honor —dijo Petroz y, a continuación, en voz más baja—: Debería haber intervenido antes de que todo esto se precipitara.

Petroz alzó la espada cuando pasó una nube de flechas trazando un inútil arco hasta el patio. La docena aproximada de arqueros que habían conseguido recuperar sus arcos intactos entre los escombros de los barracones estaba disparando ahora, derribando a algunos de los asaltantes, pero no a los suficientes. Las tropas rozzini estaban tomando posiciones sobre los escombros y las flechas zumbaban en ambas direcciones.

—¡Contraatacad! —les ordenó Petroz, con su voz haciendo eco por el hueco destrozado de la escalera. El cañón escupió su éter y dos rozzini acabaron consumidos por el fuego. Otros cayeron ante las flechas, pero cada vez había más y más desperdigándose.

Qué final para una vida, la vida que él amó a bordo del
Navigator
. ¿Encontrarían ellos a un sustituto? ¿Podría Granius convertirse en capitán? ¿O se apoderaría alguien del barco y lanzaría a toda su querida tripulación a que se hundiera en tierra, en un mundo que no entendían?

Nunca debió haber regresado. Él estaba en deuda con su tripulación antes que con aquella dividida tierra suya. Qué siniestro era aquel lugar, pudiendo haber sido tan hermoso. Todos aquellos años de viaje, de exploración, de enseñar a su tripulación y a sus aprendices, de los placeres del pensamiento, vetados por completo para cualquier erudito enclaustrado en el Museion.

Odeinath se arriesgó a echar una mirada. Los canteni y los tribunos estaban avanzando sobre los escombros, al frente de los rozzini, ganando cada vez más terreno pese a que algunos caían ante las flechas, el cañón y los desesperados artilleros salassanos, que estaban machacando las ruinas de su propio palacio.

Odeinath se agachó cuando una flecha impactó sobre una piedra cerca de su cabeza.

Los naranjales de Mons Ferranis, el altiplano de Huasa, las islas y arrecifes sin nombre bajo las estrellas. Miles de plantas y animales a los que habían puesto nombre y catalogado, islas topografiadas, nuevos pueblos descubiertos. Pruebas de nuevas islas lejos al sur, adonde la exiliada Palatina II y el almirante Karao se fueron en busca de una nueva vida. Las ruinas de Eridan y aquel inquietante monumento en el Senado tuonetar.

Había sido una buena vida, pero no debería acabar así.

—Espera —le dijo Petroz, comprobando el mecanismo de su arco.

Las flechas pasaban zumbando por aquellas defensas improvisadas donde se encontraban, y los soldados salassanos que estaban arriba estaban cayendo uno a uno. El cañón de éter había sido alcanzado o bien se había quedado sin munición; ya no se oía. Otra oleada de tropas rozzini estaba encima de las ruinas de la Torre Dariena.

Al norte, el bombardeo, finalmente, se había detenido.

Los rozzini, envalentonados ahora que sus aliados más audaces habían acallado la mayor parte de la resistencia, avanzaban y los tribunos sacaron las espadas. Petroz y aquellos de sus hombres que habían resistido estaban demasiado bien escondidos de las flechas para causar daño alguno.

Bahram, el banquero monsferratano, arrastrado por amistad a una lucha que no era la suya, se frotó las palmas de las manos con polvo de piedra y levantó su hacha prestada.

—Siempre quise ver Mons Ferranis —dijo Petroz. Afuera, los tribunos estaban avanzando. Si ellos esperaban un poco más, acabarían cercados. Petroz y su legado habían planeado algunas tácticas, con otros soldados cayendo sobre los flancos de los asaltantes. Pero eso no sería suficiente; no contra tantos.

—Te hubiera gustado —dijo Bahram.

¡Salassa! —gritó Petroz, y cargaron.

* * *

Rafael y Thais bucearon hasta el muelle del palacio chiriano. Habían apartado las llamas con rapidez, aunque a punto estuvieron de alcanzarles los pies antes de meterse en al agua. Los disparos de la lancha cesaron de repente. Rafael vio una lancha de Chiria llena de gente que se interponía entre ellos y sus perseguidores, de manera que la artillería dejó de disparar. No fueron tan desalmados como para abrir fuego contra los refugiados. Su lancha era muy rápida y todo lo que tenían que hacer era dar un rodeo rápido y alcanzarlos por la otra parte.

Toda la parte oriental del palacio chiriano era un montón de ruinas en llamas. Las compuertas estaban prácticamente abandonadas, así que Rafael se precipitó a su interior esquivando los maderos en llamas, hasta un patio que no conocía donde había cadáveres esparcidos por todos los lados, mientras hombres, mujeres y niños ennegrecidos trataban de combatir el fuego en vano con el agua de una fuente. Había otros encaramados en escaleras tratando de evacuar a los que aún estaban en un piso superior en llamas.

Rafael atravesó corriendo el patio, con Thais siempre detrás de él. Nadie los detuvo. La puerta estaba abierta y había gente herida echada sobre la carretera, que estaba siendo atendida por los vecinos y la gente de las casas y tiendas del otro lado de la calle. Había un médico, que no daba abasto, y un boticario. Un grupo de soldados, vestidos con distintos colores, desde el siguiente callejón, había improvisado una manguera y estaban arrojando agua sobre el palacio en llamas.

Y justo después del palacio chiriano, yacían las ruinas del palacio de Salassa y las viviendas circundantes, como si una mano gigantesca lo hubiera arrasado todo. Rafael pudo oír los ruidos del combate y ver a las tropas rozzini cercar las defensas salassanas.

Odeinath, Petroz y Bahram, si es que seguían vivos, estarían luchando a vida o muerte.

Cerca de ellos, vigilando el acceso, quizá una veintena de soldados chirianos observaba la lucha sin hacer nada. Ellos no tenían la fuerza, pero eso no era necesario. Aquél no era un asunto de fuerza.

—¿Por qué? —les gritó Rafael, y entonces les vio darse la vuelta y fijarse en él—. ¿Por qué no hacéis nada?

—Nos dijeron que nos perdonarían la vida si nos manteníamos al margen —le gritó un hombre con un penacho de tribuno.

—¡Ellos no perdonaron vuestro palacio! —Era Thais y no Rafael quien hablaba. Las manos le temblaban y todo le daba vueltas—. ¡Atacad, por favor!

—¡Tribuno! —dijo Rafael—. Los rozzini son unos cobardes; puedes verlo por la manera en que luchan. Ellos se doblegarán si les atacamos con bastante fuerza. No sé lo que piensas de Salassa, ni cuáles son tus alianzas, pero ¡ayúdalos! ¿Podrías vivir en una ciudad gobernada por un hombre que hace esto? ¿Les ayudarás, por Vespera?

—Somos diecinueve —dijo el tribuno—. La gente de mi clan está sin protección. Todos nuestros líderes han muerto.

—Entonces, se trata de tu responsabilidad —dijo Rafael, al tiempo que escuchaba un desafiante grito de «¡Salassa!» procedente del palacio en llamas, lo que le hizo saber que estaban librando el último combate—. Son soldados y están muriendo. Su enemigo es ahora tu enemigo.

El tribuno agarró el brazo de Rafael, a la manera de un saludo entre soldados.

—¡Dadle a este hombre una espada! —gritó y alguien puso una espada en la mano de Rafael—. Coged las ballestas, un solo disparo. Haced tanto ruido como podáis.

Rafael se puso al lado de los demás y entonces el tribuno gritó:

—¡Chiria por Salassa!

—¡Salassa! —gritó Rafael, y entraron a la carga, tan rápido como pudieron sobre los escombros. Eran una delgada línea de hombres con armas obsoletas desde hacía décadas. Los rozzini se dieron la vuelta; los soldados lanzaron una sola flecha, cada uno con sus ballestas y a continuación, las tiraron.

Y a los rozzini debieron de parecerles auténticos demonios a la carrera surgiendo del mismo infierno. Rafael oyó un grito de «¡Salassa!» a modo de respuesta desde la guarnición sitiada. Los rozzini, atrapados entre dos fuerzas y luchando porque se les había dicho que tenían que hacerlo. Saquearon, mientras que en el otro flanco los salassanos debieron acometer con fuerza, porque ellos se dieron media vuelta y echaron a correr.

—¡Dejémosles marchar! —gritó Rafael, apartándose para abrir un paso por el que pudieran salir huyendo los rozzini. Y entonces, se subió a la cima de la última pila de escombros, las ruinas de la que litera una soberbia torre, y vio el mortífero caos, los rozzini atrapados en medio, los tribunos y los canteni y salassanos sitiados en un sangriento combate y entonces, los restantes rozzini se dividieron y empezaron a correr o se rindieron.

Los canteni y los tribunos lucharon hasta con el último de sus hombres, mientras que los soldados chirianos y salassanos unidos, los rodearon y los despacharon. Rafael se encontró al lado de Bahram, pero no dijo nada antes de que Bahram decapitara al último tribuno con un golpe de su hacha.

Y entonces Rafael se detuvo, miró a su alrededor y advirtió que apenas había más salassanos que chirianos. Y vio a Tilao, que yacía muerto con una flecha en el pecho, y a Daena que le cerraba los ojos.

Tilao. Un miembro de la tripulación, de la familia, un hombre ejemplar, amable pese a su intimidante apariencia y su tendencia a beber demasiado licor, que lo único que hacía era deprimirlo.

Muerto.

—Nada, salvo una batalla perdida, es ni la mitad de amargo que una batalla ganada —dijo Odeinath, abriéndose paso para acercarse a Rafael.

—Me gustaría decir que hemos ganado —dijo Rafael—, pero no lo hemos hecho. Tan sólo hemos ganado un poco de tiempo.

Al otro lado del agua, aún estaba en pie el palacio ulithi, con su magnificencia barroca intacta por la lucha. Detrás de aquellas ventanas, habría ojos que les estarían observando, aguardando la próxima oportunidad para golpearlos.

Y entre ellos, aquella delgada franja de aguas oscuras, el Dominio de Aesonia, el cual ya podría haber tenido mil kilómetros de anchura.

Un poco más abajo de Rafael, Petroz, con su armadura salpicada de sangre, estaba hablando con el tribuno de Chiria, que se giró y señaló a Rafael. Petroz le hizo imperiosas señas para que se acercara y Rafael fue a encontrarse con el príncipe de Imbria. A algunos pasos más allá, Thais y un soldado salassano trataban de contenerle una hemorragia al legado salassano.

—El que es mi salvador me cuenta que tú los avergonzaste para que vinieran en nuestra ayuda —dijo Petroz—. Pensaba que ya habías elegido tu lado.

—Y lo he hecho —dijo Rafael—.Y ahora necesito presentar batalla al enemigo.

—Tendremos que dar un gran rodeo. La magia de agua de mi hermana es demasiado poderosa.

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