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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (38 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—Volvamos con los demás —dijo Sergio, desesperanzado—. Es ya tarde.

En ese momento oyeron, uno detrás de otro, tres estampidos.

Cuando llegaron. Marta cojeando, con la herida sangrante, apoyada en el hombro de Sergio, contemplaron al Capitán Grotton y a Zacarías de pie, mirando hipnotizados la caldera de hierro que exhalaba un apetitoso vapor sobre un pequeño fuego…

—Si llego a quedarme aquí —dijo el abuelo Jones, cacareando como una gallina— vais buenos… Puse unos lazos por ahí y cogí un par de estos…

Eran unos animales pequeños, parecidos a conejos, pero con un rabo largo, y las orejas redondas…

—No cogimos nada —dijo Sergio.

—Ni nosotros tampoco —susurró el capitán Grotton.

Tocaron a dos frutas y una porción de carne por persona. A la mañana siguiente bebieron el caldo, y comieron lo poco que el Capitán había conseguido retener para el desayuno… Pero dos días más tarde, en un bebedero de animales, mataron un antílope.

—Parece el infierno, mismamente —dijo Marta, conteniendo un gesto de dolor.

La mordedura se había inflamado. Al cabo de dos días de marcha, la pierna se había hinchado de tal forma que fue preciso cortar con un cuchillo la bota de montar para poder quitársela. El pie estaba enrojecido, y completamente enconado, formando una masa de un color rojo oscuro de donde salían los dedos, como un racimo de uvas pálidas. Con trozos del cuero de la bota, y algún harapo, Sergio fabricó una especie de tosca abarca que no oprimía el irritado miembro… Pero la marcha de Marta era extraordinariamente dificultosa. Sólo la fuerza que el alimento fresco les había dado, haciendo que recuperasen parte de su energía, le permitía continuar. Eso, y la salvaje determinación que volvía a brillar en sus llameantes ojos.

—Si quieres —dijo Sergio— paramos un momento. Que ellos sigan; yo me quedaré contigo…

—Amos, anda… ¿No andabas tú cuando tenías las fiebres? No t'habrás creído que yo soy menos… Vamos p'alante… Con tal de que me dejes apoyarme… Ya digo; esto parece el infierno…

Era verdad. Caminaban en un dédalo de pequeños desfiladeros, sin una sola planta, que se entrecruzaban entre sí, formando como un laberinto continuado. Había encrucijadas, curvas, recodos. Las paredes se alzaban a pico hasta una quincena de metros desde el suelo, formando a veces una gran masa rodeada por los desfiladeros; otras, un pequeño islote del cual partían varios caminos…

De forma misteriosa, el Capitán Grotton parecía no haber perdido el sentido de la orientación en medio de aquel desolador paisaje. Caminaba el primero, volviendo de vez en cuando hacia los demás un rostro amarillo cubierto de una gran barba. Todos los hombres se sentían molestos por esa masa de pelos, que les picaban continuamente, y se llenaban de parásitos. Zacarías Gómez tenía una barba cerrada, oscura, muy parecida a la del Capitán; Sergio una barba castaña, de pelo suave y no muy abundante, que se le pegaba al cuello humedecido por el sudor continuo; el abuelo Jones mostraba unos pelos ralos, de color blanco, que sólo crecían en algunos lugares, dejando unas calvas como producidas por alguna enfermedad contagiosa.

De cuando en cuando, un hilo de agua cruzaba silenciosamente los estrechos cañones; otras veces era un arroyo de mayor profundidad, con una rápida corriente, no muy ancha, que todos cruzaban fácilmente, a excepción de Marta.

La primera vez, la mujer se obstinó en cruzar ella, lanzando un gemido al sentir el contacto del agua en la inflamada pierna; después, bajo la reprimenda de Sergio, permitió que éste la tomase en brazos cada vez que era preciso.

Un sonido retumbante, como el vibrar de un gong colosal resonó sobre los desfiladeros, repitiéndose en múltiples ecos, cada vez más débiles. Se detuvieron, asombrados y preocupados a la vez.

—Los mandriles —dijo el Capitán Grotton, al ver todas las miradas fijas en él—. Han debido encontrar nuestro rastro… Eso… lo he oído antes, es una especie de tambor hecho con madera hueca… Si les llegase el caletre para eso, diría que se comunican con él…

El sonido retumbante volvió a sonar al cabo de un lapso de tiempo, y después continuó haciéndolo a intervalos regulares, que Sergio calculó aproximadamente en una duración de unos treinta segundos.

Continuaron andando, cada vez más nerviosos, mientras el sonido funeral continuaba repitiéndose. En el ritmo, en la separación de uno y otro retumbar, había algo maligno… cuando sonaba un golpe, transcurría tanto tiempo hasta que se escuchaba otro, que parecía que no iba a sonar ya, que les habían perdido la pista, que esta vez, no, no sonaba, nos han perdido, no nos ven… Y de pronto, como un brusco recordatorio de que debían perder todas las esperanzas, el lóbrego resonar atronaba sordamente a través de los cañones, las grietas y las rocas sueltas.

—No podemos detenernos ahora, amigos —dijo el Capitán Grotton—. Hemos de seguir mientras podamos… comeremos andando incluso, y si alguien tiene que hacer algo a solas, que lo haga deprisa, y se reúna en seguida con los demás… ¡Ah! Y que avise que tiene ganas de lo que sea, para que lo sepamos los demás…

—¿Tenemos que decirte también de qué color es? —contestó Marta, con un atisbo de mal humor.

El Capitán Grotton se lo pensó un momento.

—Pues no —contestó como si se lo hubiera tomado en serio—. Pero si lo entierras, mejor… Los mandriles lo verían, y sabrían por dónde andamos… Basta de charla, y adelante.

—Tu madre —dijo Marta.

Nadie le hizo caso. Todos se daban cuenta de que la fiebre la estaba consumiendo y se imaginaban perfectamente los espantosos dolores que la hinchada pierna debía producirle…

—¿Cuánto faltará? —dijo Zacarías, al cabo de un rato, repitiendo la misma pregunta que todos tenían en la mente.

—Poco —dijo el Capitán Grotton, evasivamente. —¿Cuánto es poco?

—¡Poco, pedazo de animal! Dos o tres días, todo lo más. Y haz el favor de no molestarme más hasta que lleguemos… al condenado desfiladero del río Rojo…

La áspera roca rojiza de los cañones continuaba pasando junto a ellos, a medida que caminaban. En algunos lugares, Sergio había percibido claramente una malignidad latente como si alguno de los espantosos demonios dominados por Herder estuviera agazapado entre las rocas, acechándoles. Quizá también lo percibían los demás, instintivamente, pues era cierto que aceleraban el paso cuando atravesaban alguna de aquellas zonas.

El sol, sin una sola nube en el firmamento de caliente acero azul, caía de plano sobre los desfiladeros, rebotando en las paredes de roca, y haciendo aumentar lentamente la temperatura, a medida que entraba la mañana.

¡Gong!

El sonido se repitió un vez más, amenazador, cercano. No se escuchaba un solo ruido, aparte del de sus pasos y del lento murmurar de los hilos de agua y los arroyos que corrían pausadamente por el fondo de los cañones. Ni el piar de un pájaro, ni el gañir de una fiera, ni el alarido de una hiena… Nada. La naturaleza parecía haber muerto, o estar completamente detenida, a excepción del rebombar retador y rítmico.

¡Gong!

Había un arroyo más ancho que los demás, y al otro lado, el desfiladero por el que caminaban se dividía en dos ramas, que continuaban hacia adelante con una ligera divergencia. Durante un instante, el Capitán Grotton dudó entre ambas, antes de cruzar el arroyo; después, alzando los hombros, anunció…

—Tanto da. Tomaremos por la derecha…

—Yo me voy a quedar aquí un momento —dijo Marta. Tenía el rostro desencajado, y su mano, como una tenaza, se cerraba sobre el hombro de Sergio.

—No tardes… ¿Te quedas con ella, Sergio?

—Naturalmente… No la voy a dejar sola aquí. Os alcanzamos en seguida.

Zacarías, el Capitán Grotton y el abuelo Jones cruzaron chapoteando la corriente y se introdujeron en la rama derecha del cañón. Un recodo les ocultó en seguida a la vista. ¡Gong!

—Vete —dijo Marta—. Vete. No puedo seguir.

—Vamos; no digas tonterías. Primero haz lo que tengas que hacer, y luego seguiremos. Si te quedas, me quedo yo.

—Ayúdame a llegar a aquel rincón, ¡estás loco!

A tropezones, Sergio llevó, casi en volandas, a Marta hasta un recoveco de la roca. La ayudó, profundamente conmovido, a soltarse la correa de los pantalones, y antes de irse, se inclinó para examinar la herida. Tenía un aspecto espantoso; la inflamación y el enrojecimiento subían hasta la rodilla; el limpio bocado circular de unos días antes se había transformado en un agujero de carne casi negra, con los bordes azulados o blancos, donde estaba claro que la sangre no circulaba… Marta lanzó un gemido ante el solo roce de los dedos de Sergio…

—¿Qué haces?

—Quiero ver los ganglios…

Exploró cuidadosamente la ingle, sintiendo bajo sus dedos las protuberancias inflamadas de los ganglios, como nódulos grandes y endurecidos bajo la piel.

—Me haces daño… Déjame aquí y vete… es una tontería quedarse conmigo… Yo no saldré viva de aquí.

Sergio guardó silencio durante unos segundos antes de contestar.

—Mira, Marta. Es muy importante para mí lo que tengo que hacer… lo de la Piedra de Luna y todo eso —palmeó el zurrón donde aún se hallaba el enigmático mineral—. Pero no te abandonaría por nada del mundo. De una vez debo decírtelo; si te empeñas en quedarte, yo me quedaré también…

—¿Por qué? —dijo ella.

—Porque eres una mujer que quiero que siga a mi lado siempre.

—¿Y Edy?

—Eso es otra cosa… Es diferente. Ni yo mismo sé explicarlo. Pensarás que soy tonto, ¿verdad?

En el descompuesto rostro de Marta hubo una sonrisa trágica.

—A los casi cuarenta años tenía que encontrar un hombre como tú… y mucho más joven. Ojalá hubiera muchos tontos así… Anda, cabezota, está bien… Haz el favor de traerme un poco de agua…

¡Gong!

Mientras caminaba hacia el arroyo, Sergio trató de apartar de su mente la idea de que había algo equivocado en todo lo que estaba sucediendo; algo terriblemente equivocado, y profundamente mortífero a la vez. Intentó en vano apartar ese pensamiento que revoloteaba en su cabeza como un pegajoso moscardón; no pudo. Se rascó intensamente bajo la barba y en el pecho, donde unos molestos bichitos le habían cubierto de rojas picaduras. Algo que estaba mal hecho… ¡Tonterías!

Se inclinó sobre el arroyo e introdujo en el agua la cantimplora, inclinándola para que se llenase mejor. Mientras miraba a todas partes, preocupado por esa repentina sensación de error, una sombra rápida y suave se deslizó bajo las aguas.

—No me dirás otra vez lo que soy —dijo la agradable voz de tenor.

Tenía la cabeza redonda, cubierta de suave vello rojizo al igual que todo el cuerpo, con ojos profundos y una serie de manchas azuladas que iban aumentando hacia la base del cuerpo.

—No —dijo Sergio, aburrido—. ¿Qué quieres esta vez?

—¿Estáis huyendo de los mandriles?

—Sí, cellisa.

—Pues por ahí —dijo el ser, sacando medio cuerpo fuera del agua, y señalando con una aleta hacia la rama derecha del desfiladero— está todo lleno.

La otra aleta, suavemente, se posó sobre su mano infundiéndole una sensación de urgencia. Soltando repentinamente la cantimplora, Sergio atravesó el arroyo a grandes saltos, mientras el ser, como una sombra azulada, se deslizaba hacia las profundidades. Corrió desaladamente, sin importarle el ruido que hiciera, temiendo oír a cada momento el repentino crepitar de la fusilería. Pero no oyó nada… Corrió, corrió. Afortunadamente, quizá por el cansancio, o quizá por esperarles, el grupo del Capitán Grotton no había avanzado mucho. Los vio al volver un recodo calizo, vueltos hacia atrás con rostros sorprendidos por su estruendosa carrera.

—Capitán Grotton… Capitán Grotton —dijo Sergio, con el aliento perdido—. Volved atrás… los mandriles están ahí… ¡ahí!

Ante la mano conminatoria que señalaba hacia las profundidades del cañón, los otros se volvieron, con los rostros aterrados, como si una horda de los peludos salvajes fuera a surgir de las rocas al instante próximo.

—¡Qué tontería! —dijo Zacarías Gómez—. No se oye nada.

—¿Y Marta?

—Marta está bien; esperándome. Pero hemos de ir por la otra rama… Capitán Grotton; están esperándonos ahí… lo sé.

En un impulso, Sergio tomó en las suyas una de las grandes manos callosas del Capitán… Los ojos irritados de éste se fijaron con intensidad en los de Sergio, como si quisiera taladrarle el alma. De pronto, pareció como si una corriente eléctrica saltase de una mano a otra; el Capitán tuvo un sobresalto y sus ojos brillaron más… A Sergio la sensación le pareció distinta de cuando impuso las manos al moribundo Amílcar Stone; era una sensación de poder, de convencimiento; en ese instante le parecía percibir dentro de sí todo este mundo a la vez; las verdes arboledas, los caudalosos ríos, las cumbres, las cordilleras, el mar… en su pecho se agitaba un confuso presentimiento de que lo que había dicho la cellisa era cierto, y de que además el ya lo sabía antes, en virtud de aquel presentimiento que había tenido… Durante unos segundos le pareció que iba a comprender lo que le faltaba por comprender, pero todo pareció romperse ante las palabras del Capitán Grotton.

—¿Es algo… es algo como cuando quisiste curar al pobre Amílcar?

Sergio hizo que sí con la cabeza, sin hablar, aún inundado por aquella sensación de plenitud y de identificación total con algo enorme.

—Nos volvemos, muchachos —dijo fríamente el Capitán Grotton—. Mira, Zacarías, que te veo venir. Cállate, que ya me tienes harto… o te haré callar a mamporros.

Retrocedieron apresuradamente, con gran alivio de Sergio, mirando atrás de cuando en cuando, con miedo cada vez más creciente. Mientras los otros esperaban, Sergio cruzó el arroyo de nuevo, chapoteando como un caballo en la rápida corriente, recogió su cantimplora, y llegó al lugar donde había dejado a Marta. La encontró apoyada en la roca, respirando rápidamente, con los ojos cerrados.

—Venid —medio gritó a sus compañeros— Marta se ha desmayado.

Intentó cogerla en brazos y levantarla, pero no pudo hacerlo hasta que el Capitán Grotton, tan débil como él, le echó una mano.

—Zacarías, lleva tú el rifle y la mochila de Sergio. Abuelo, entre tú y yo vamos a ayudarle a llevarla hasta el arroyo…

¡Gong!

El agua fresca reanimó algo a Marta, que bebió a grandes sorbos, con los ojos muy abiertos, brillantes por la fiebre, sin decir nada. Sergio le tomó las manos, y se concentró, intentando una y otra vez emitir aquella extraña percepción que le había permitido aliviar los dolores de Amílcar… Pero parecía como si la fuente de donde emanaba ese peculiar poder estuviera extinguida de momento. No consiguió nada.

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