Viaje a un planeta Wu-Wei (37 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—Eres una cellisa —dijo, torpemente.

—Ya me lo has dicho.

Tenía dos grandes ojos pardos, cubiertos por largas y sedosas pestañas. El pelaje era gris, incluso en la cabeza. Pero el lomo se hallaba dividido por dos estrechas líneas de pelo blanco…

—Toma esto. Estás mal…

Algo gelatinoso se acercó a su boca… sintió que la húmeda zarpa gris lo introducía con suavidad. Tragó, notando un perforante dolor cuando varios grumos de materia pastosa atravesaron su hinchada garganta…

—Es bueno —dijo la agradable voz de tenor.

—Es… bueno… —repitió automáticamente, Sergio.

Hubo un chapuzón rápido, y una sombra gris se deslizó velozmente por el fondo del arroyo.

—No creo que pueda seguir andando —dijo Marta di Jorse—. Habrá que hacer una camilla o algo parecido…

—¿Y quién va a llevarla…? —gruñó Zacarías.

—Si es preciso, la llevaré yo sola.

Parecía que le levantaban en alto, que le arrastraban… El mundo no era más que una masa de colores, sin sentido ni forma determinada, pero que daba la vuelta sobre sí mismo, y formaba un conjunto peculiar, donde había que comprender algo… que comprender algo…

—Y yo te ayudaré —dijo la cascada voz del abuelo Jones.

Era de noche, y se sentía helado. Había dos resplandores plateados en el aire…— Uno de ellos bajaba del firmamento, atravesando lentamente las tupidas ramas de los árboles; el otro surgía de su mochila, a unos pasos de allí, como rayos de plata líquida que se esparcieran a su alrededor… Tenía un frío intenso, animal, que le penetraba hasta lo más profundo… —¿Qué te pasa?

—Estoy helado, Marta… helado… no puedo moverme…

—Espera.

Apenas se oían graznidos en el aire espeso y mojado de la jungla. Una pequeña hoguera, apenas unos tizones, ardía a poca distancia, mostrando la figura disforme del Capitán Grotton paseando pausadamente, con el rifle terciado. Un cántico monótono llegaba de más allá…

—¿Por qué lo hice? ¿Por qué no me dejé matar antes de eso? ¿Qué era esa porquería que me dieron…? Me excitó, oh, me excitó… qué asco…

Notaba un ruido de ropas a su lado. Se hallaba tendido sobre un lecho de anchas hojas crujientes, atravesadas sobre una armadura de palos… Le dolía mucho menos la garganta, y quizá la fiebre era menor, pero el hielo eterno que formaba su cuerpo parecía que no pudiera calentarse nunca… Bajo la lejana luz rojiza de la hoguera vio relumbrar el desnudo cuerpo de Marta; ella apilaba sobre su cuerpo las desgarradas ropas que acababa de quitarse…

—¿Te encuentras mejor?

—Tengo frío. Marta…

—Espera…

Sintió como Marta se deslizaba a su lado, bajo las sucias ropas, ciñéndose a él, cubriéndole totalmente con su cuerpo. El rostro de la mujer se colocó junto al suyo, y sus piernas se entrelazaron con las suyas… Los dos fuertes brazos femeninos le rodeaban, apretándole contra ella. Poco a poco… muy despacio… una leve onda de calor, acompañada de una pequeña vibración lejana, como un perfume perdido, como el pálido recuerdo de una flor marchita siglos antes, comenzó a penetrar su cuerpo congelado…

—¿Mejor?

—Mejor, Marta…

El benéfico calor aumentaba todavía más… llegando a pasar de las capas superficiales de su cuerpo, de la helada piel y los contraídos músculos, hasta más adentro… La boca de Marta, ancha y ardiente, se colocó junto a su oído. Notó como ella le mordía ligeramente el lóbulo de la oreja…

—Sólo por ti haría esto…

Era curioso. La ronca voz femenina parecía ligeramente excitada.

El volcán se alzaba sobre ellos, ingente y formidable en su profunda penetración vertical del espacio azul, el cráter cubierto de nieves eternas dejando escapar una delgada columna de humo, que ascendía, ascendía sin detenerse hacia el infinito. Gigantes arboledas cubrían los titánicos flancos, tanto más desnudos de vegetación cuanto más subían hacia el colosal cráter.

—¿Cuándo perdimos a María Viborg?

El Capitán Grotton volvió hacia él un rostro descompuesto, donde profundas arrugas rellenas de mugre circundaban la ancha boca de batracio y los profundos ojuelos.

—Nadie lo sabe, Sergio… nadie lo sabe…

Ya hacía dos días que se encontraba mejor. La fiebre había ido desapareciendo y el congelado cuerpo de unas jornadas antes había ido admitiendo poco a poco un calor natural. Apenas necesitaba apoyarse en Marta, que caminaba a su lado, sonriéndole tristemente de cuando en cuando. De todas maneras, ninguno de ellos se encontraba bien. Aquella mañana habían comido cada uno un puñadito de harina de mijo, doce altramuces, y un diminuto trozo de carne fría, ya algo maloliente.

El abuelo Jones aún mascaba algo, con su desdentada boca, mientras continuaban caminando.

—¿Qué comes, abuelo?

—¿Es que tú no te has guardado nada? No. Ninguno lo había hecho. Todos, excepto el viejo, habían devorado rápidamente su miserable ración, incluyendo el indestructible Capitán Grotton.

—¿Cuánto hace que partimos?

—Cinco días, Sergio. No creo que hayamos hecho más de cien o ciento veinte kilómetros… aún nos quedan cerca de trescientos…

—No llegaremos nunca —dijo Zacarías Gómez. Nadie le hizo caso. Continuaron caminando los cinco, sintiendo cada vez más profundo el hiriente dolor de los pies llagados por la marcha incesante, y el cansancio atroz, y el hambre. Sobre todo el hambre, que roía las entrañas constantemente, y que no sólo no se calmaba, sino que empeoraba cuando se quería llenar el vacío estómago mediante agua… En vano había sido que el Capitán Grotton repitiese una y otra vez que no era conveniente beber demasiado… y más aún no teniendo comida a su disposición. El estómago pedía algo rabiosamente, y agua era lo único que había en abundancia. La diarrea había aparecido de nuevo, y era frecuentísimo que uno de ellos se separase de los demás para evacuar el torturado estómago…

—¿Qué es eso?

Había una gran masa metálica atravesada en su camino. Apoyándose en su rifle, Sergio se aproximó, mientras los demás, como hipnotizados, permanecían quietos, oscilando un poco sobre sus piernas, mirando aquel inesperado obstáculo.

Era algo enorme, que cruzaba la selva de lado a lado. Algo como un disforme gusano metálico, con numerosas patas, hundidas en el barro… Estaba formado de secciones del tamaño de una casa, ligeramente cuadrangulares, encajadas las unas en las otras, y de cada una de ellas surgía un par de patas formidables, cubiertas de óxido y plantas fangosas, con las articulaciones corroídas y descompuestas muchos años antes…

—Rodeémoslo…

Bajo sus pies, el suelo retembló ligeramente. Mirando a la cumbre del volcán vieron que la ligera humareda se había incrementado momentáneamente, formando una nube negra y polvorienta que se extendió paulatinamente sobre la jungla… después, el delgado humo continuó surgiendo sin interrupción del cráter.

—Quietos ahí —dijo el abuelo Jones—. Se mueve algo.

Todos se acurrucaron entre las anchas hojas. Durante un buen rato no sucedió nada. Después, un ligero remover agitó el follaje, en la misma dirección en que venían… Apareció una figura negra, deforme, coronada por una gran cabeza con un hocico azul… Sergio quitó silenciosamente el seguro del rifle; lo alzó, fijando la mira en la cabeza del mandril… Hubo un silbido cuando el pequeño proyectil fue impulsado por el potente campo magnético… El salvaje dio un salto, como un muñeco de muelle, y se derrumbó entre la hojarasca…

—Sigamos —dijo el Capitán Grotton—, adelante, adelante…

El abuelo Jones había encontrado una especie de frutar silvestres del tamaño de una manzana, amarillas, partidas interiormente en cuatro gajos y repletas de una pulpa azucarada. Comieron de ellas, no muy seguros de la afirmación del viejo de que eran totalmente comestibles, pero sintiendo que sino, iban a perecer de inanición. Lo único que no faltaba era el agua.

Los alimentos se habían terminado el día anterior, y cada vez era menor el camino recorrido diariamente. Ya ni siquiera el Capitán Grotton parecía tener fuerza para realizar, sus diarias exploraciones delante y detrás de los supervivientes de la patrulla. El más desmoralizado de todos era Zacarías Gómez, que repetía, continuamente, cuando lograba reunir las fuerzas para ello:

—No llegaremos nunca, no llegaremos…

Lo peor de todo era que, a pesar de su extrema debilidad, la sensación de hambre había desaparecido casi por completo. Se miraban unos a otros, encontrándose delgados, con el cuerpo anguloso, los huesos salientes, el aliento fétido, la piel cubierta de unas placas pardas que semejaban suciedad, pero que no desaparecían lavándose…

—Es preciso encontrar algo de comer —dijo el Capitán Grotton, débilmente— o no pasaremos de aquí… Mirad bien donde estamos… ayudadme a poner esas piedras juntas, para que sirvan de señal…

Como fantasmas, o como cadáveres movidos por las corrientes submarinas, le ayudaron desmañadamente a formar una pequeña pirámide de rocas. El rumor del río, a pocos pasos de ellos, sonaba sordamente sobre las peñas del fondo, saltando las cantarinas aguas en un turbión de espumas.

—Recordadlo —repitió el Capitán Grotton, haciendo un esfuerzo para pronunciar cada palabra—. El montón de piedras al lado del río… Es mediodía… Marta y Sergio, id río arriba… Zacarías y yo, río abajo. Tú, abuelo Jones, sería mejor que te quedases aquí…

—Que te crees tú eso —dijo el viejo—. Yo también voy…

—Te ordeno que te quedes aquí, abuelo…

—Si tú lo mandas… —respondió el viejo, a regañadientes.

—El primero que encuentre algo, o que mate algo, deberá disparar tres tiros seguidos… Un solo disparo no significa nada… —¿Y si matamos un mandril?

Hubo un instante de silencio, en el que se miraron todos los unos a los otros.

—No sé que haréis —dijo Zacarías—. Pero si matamos un mandril, yo me lo como… Lástima del que desperdiciamos el otro día…

—A los tres tiros, nos reunimos aquí. Adelante. Ven, Zacarías…

El Capitán Grotton y Zacarías Gómez desaparecieron entre el follaje, en el sentido descendente del río. Marta miró a Sergio…

—Vamos p'allá, hombre… A ver si hay suerte. Dirigieron una última mirada al abuelo Jones, acurrucado junto a las mochilas y a la vacía caldera de hierro, y, apoyándose el uno en el otro, comenzaron a caminar río arriba.

—Si iba a quedarse el abuelo Jones —dijo Marta—, ¿por qué hizo poner esas piedras?

—Ninguno nos damos cuenta de lo que hacemos. Marta…

—Siento la boca seca… y por más agua que bebo…

—Yo también…

Además de seca, le parecía que la lengua se le había hinchado algo y que la tenía como cubierta de un légamo espeso.

—No orino nada —continuó Marta—. A pesar de tanta agua.

—Ni yo tampoco…

La mujer tropezó en una raíz, y Sergio la retuvo, tomándola por un brazo. Lo sintió escuálido y adelgazado bajo sus dedos y le invadió una pena enorme… a pesar de que él se hallaba en las mismas condiciones.

—Un pavo.

Estaba allí, con el plumaje negro, la cola abierta en rueda, con las franjas negras y blancas alternadas, el rojo moco cayéndole sobre el pico… Sergio abrió y cerró los ojos varias veces. No había nada; sólo una planta con largas hojas, abierta como un abanico…

Caminaron durante mucho tiempo, mientras el sol parecía mantenerse inmóvil en el cielo…

—El Capitán dice que estamos a mitad de camino…

A lo lejos pareció resonar el estampido sordo de un disparo. Se detuvieron, prestando oído. No sonó ningún otro. Mirándose apesadumbradamente, continuaron andando por la ribera, junto a las aguas que se deslizaban mansamente. Se inclinaron sobre el cristalino caudal; no había peces; no había cangrejos… ni un solo organismo viviente… Y sin embargo, entre las ramas, en las alturas, se oía el chirriar de los pájaros, algún chillido estridente, un cacareo repentino…

—Voy a bañarme —dijo Marta—. Estoy sucia, sucia… No puedo soportarlo…

Se quitaron las ropas y las destrozadas botas en la ribera, abandonando los rifles y las municiones sin cuidado alguno. Sentían una indiferencia total ante lo que pudiera suceder…

Sergio se metió en el agua hasta las rodillas, siguiendo a Marta. La corriente era rápida y tibia y no les refrescó ni les dio ánimos. Permaneció inmóvil allí, contemplando a la mujer, que había penetrado un poco más, y se echaba agua con las manos sobre todo el cuerpo. Tenía los hombros como perforados por las clavículas; los muslos adelgazados hasta el punto de que las rodillas parecían formar dos nudos huesosos entre ellos y las esqueléticas pantorrillas… El estómago de Marta estaba pegado a la espalda, y bajo los pechos casi inexistentes, como si los hubiera absorbido, el tórax marcaba claramente todas las costillas a través de la piel cubierta de placas oscuras… Se miró a sí mismo. Estaba igual; exactamente igual. Y a pesar de estar totalmente desnudos los dos, no sentía absolutamente ninguna excitación por aquella mujer… Le parecía increíble el haberla deseado días antes… Sólo pensaba en comer, en comer algo… Intentó quitar las oscuras manchas de la piel a base de frotarlas con agua, pero no consiguió nada…

Marta lanzó un grito, y con una energía inesperada corrió hacia él, con el rostro desencajado por el dolor. De uno de sus tobillos chorreaba la sangre…

—Me mordió algo…

Salieron rápidamente a la orilla, y Sergio se sentó para examinar mejor la herida. Le recordó el limpio bocado que un animal desconocido le produjo el primer día de su estancia en la tierra; a mitad de la pantorrilla había un limpio círculo cortado, de donde faltaba algo de carne, y del que salía un lento chorrear de sangre, como si apenas hubiera ya nada dentro del cuerpo de Marta…

Lo vendó toscamente con un trozo de camisa, mientras ella, tapándose la cara con las huesudas manos, sollozaba débilmente, con un lastimero llanto agudo, como el de un niño abandonado.

—Marta, Marta… no te preocupes. Saldremos de aquí… Los demás habrán encontrado algo…

—Si salimos —dijo ella, levantando hacia él los ojos llorosos— me gustaría seguir contigo… ¿Crees que Edy tendrá inconveniente?

—Ya se lo diremos… Espera…

Algo pequeño se movía en la ribera, entre las hojas… Haciendo que Marta se tendiera en el suelo, a su lado, Sergio alargó el brazo para tomar el rifle… Trató de apuntar hacia el lugar donde las hojas se movían… y la vista se le nubló… Cuando volvió a poder enfocarla claramente, vio un pequeño monito, con una cola larga y retorcida, que les miraba con atención… Apretó el gatillo; la bala silbó entre las frondas, y el monito, con un chillido agudo, desapareció…

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