Había tenido, mientras duró, un vivo color bermellón sobre el verde muerto de las hojas que les rodeaban.
—Lo malo —susurró Alberto— es que como los departamentos presidenciales están aislados de la publicidad, cuando usas este sistema de transporte… te ahogan… Áspides, preparados y a punto… Detened al conde Ratkoff… en cuanto le veáis…
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—Supongo —dijo Sergio— que vamos directamente al centro…
—Totalmente, sí
—Quedará aislado de sus tropas…
—Aislado, en efecto.
—Pero es preciso preverlo… ¡Walther! Comunícate con el Cuartel General… La guardia personal del conde debe ser neutralizada tan pronto le tengamos en nuestro poder…
—Inmediatamente, Alteza.
Walther podía tener el rostro aniñado, pero las secas órdenes que dio por radio, a continuación, demostraron cumplidamente que sabía lo que estaba haciendo…
—¡Áspides!
Con un relámpago, la cortina vegetal se rasgó en medio de chasquidos y ruidos de madera rota sobre una habitación pequeña, de paredes tapizadas de gris fungoso, en cuyo centro, junto a un transmisor de metal, había dos hombres… Los áspides saltaron como muelles tensados, y cayeron junto a los dos hombres… Las manos blancas ondularon de forma amenazadora ante los asustados rostros… y como en un sueño, surgieron esposas de metal brillante… hubo un par de gritos amortiguados… unos estallidos como de líquido que se derrama, y las dos figuras negras atravesaron de nuevo la rota cortina vegetal, llevando consigo a dos hombres de rostros descompuestos, las manos esposadas a la espalda, las ropas lujosas desgarradas en algunos lugares…
El ambiente de la sala comenzó a cargarse de nerviosismo mientras la cortina vegetal volvía a ocupar su lugar. Algo como estampidos lejanos, ensordecidos por la distancia, atravesaban los espesos muros.
—Nuestras tropas atacan, señor —murmuró el Edecán.
Pero Sergio no le hacía caso. Contemplaba fijamente, como sino tuviera ojos para otra cosa, a uno de los dos hombres maniatados ante él. Era un hombre gris, sin ningún rasgo saliente ni destacado; el pelo cano, la barbilla afeitada, la piel color yeso, los ojos inexpresivos, hubieran podido pertenecer a cualquier persona sin relieve. No obstante se derramaba de él una impresión de potencia próxima, como si una fuente interior de poder dirigiese ondas a su alrededor…
—Nos volvemos a encontrar, conde Ratkoff —dijo Sergio—. Nos volvemos a encontrar…
—Lo esperaba, señor… —contestó el otro, en voz baja—. Lo esperaba… No creí, sin embargo, que fueseis tan hábil…
—¿Y tú, Bategay? —dijo Sergio, con la voz alterada, mirando al otro hombre, un enano poco más alto que el Huesos, pero con tantos rasgos dañinos y malintencionados como el pobre enano terrestre los tenía de infeliz y buena persona—. ¿No te ríes ya? ¿No te ríes, nada, nada?
El llamado Bategay exhibió unos dientes amarillos y nada dijo.
—Tú dirás, Ratkoff… tú dirás —pronunció Sergio, tensamente, y como si sólo ellos dos estuvieran en la estancia— que la primera idea malvada la tuve a los dieciséis años… quizá poco después de que el silogista Gavrilo asesinase a mis padres… Quizá pienses que la bomba que les mató me mató a mí también… sí, Ratkoff, en aquellos tiempos en que mi primo Alberto y yo estábamos aún tan unidos… siempre juntos, en los jardines, en palacio, en los lagos…
—No os daré la razón, señor —musitó el prisionero—. No os odio,… pero no pienso que haya hecho mal.
—¿Y tú, Bategay? ¿También eres sincero… tú, el alma condenada, la eminencia gris del conde Ratkoff? ¡Ah, que bueno ha sido cogeros a los dos…!
—Esto no es necesario, señor —dijo el Conde Ratkoff, serenamente—. Si es necesario acabar conmigo, hacedlo… pero no os burléis…
—Yo… —murmuró el enano Bategay— he sido fiel, Alteza…, no sabía nada de lo que el Conde…
—¡Cállate, cerdo! ¡No sabías nada! ¡No sabías nada! Y por eso te reías de mí… sí, te reías de mí… del Presidente de la Ciudad, asqueroso enano mal nacido, hijo de un perro. ¡No me interrumpáis! ¿Cuándo te dio la idea? ¿Cuándo, Ratkoff? Mientras eras regente, seguramente… con un consejo de Notables que no pintaba nada… cuando yo, que era un crío, me veía con Alberto, alternaba con chicas de la corte, bebía con mi primo, hablaba de su fábrica de ropa interior… femenina… conde. Mientras aún odiaba al asesino de mis padres, o después, cuando intenté averiguar porqué lo hizo, porque pensaba… aquel hombre debía tener alguna razón…
—Vuestro primer error, señor —dijo Ratkoff—. Quisisteis saber demasiado sobre el partido silogista… Un presidente no debe saber eso, un presidente debe confiar en sus ministros, un presidente…
—¡Calla y no me interrumpas! Un presidente debe ser, sobre todo si es un niño, un muñeco en manos de un hombre viejo como tú… Y más aún si quiere saber porqué mataron a sus padres, y más aún, si llega a opinar que es vital investigar el pasado para saber cómo, porqué, y de qué manera, hemos llegado aquí, y qué estamos haciendo…
Había un absoluto silencio. Los demás presentes se limitaban a escuchar el duelo verbal entre Sergio y su prisionero… pero al oír esta última frase hubo en todos los rostros evidentes signos de molestias, hasta en los de los áspides, normalmente carentes de toda expresión.
—Pero… ¿por qué eso, señor, por qué? —gimió el Conde Ratkoff.
—¿Y por qué no? Os molestaba a todos… nadie quería saber nada más que sobre el presente… el pasado no existía. Era repugnante y vil hablar de él. Todo había surgido sin explicación alguna. Puede ser que la muerte de mis padres rompiera en mí un dique mental desconocido, o puede ser que yo fuera distinto a los demás… ¡Yo qué sé! Lo cierto es que te hice partícipe de mis ideas… y eso te preocupó mucho, Ratkoff… ¿Verdad que discutimos sobre ello, e incluso tuvimos verdaderas peleas?
—Siempre con respeto por mi parte. Alteza. Yo pienso de otra forma, pero…
—Sí, claro. Formas no te faltan. Muy respetuosamente, dijiste que no. Muy respetuosamente, cuando te planteé un ultimátum, al cumplir los veinte años, te rebelaste contra mí. Sí. Cuando te dije que, o se investigaban todos los libros y archivos de la ciudad, grabaciones, cuadros, lo que fuera, a nivel nacional… o yo mismo me haría cargo del poder, te depondría, y realizaría esa investigación… Bueno, Alberto, Doctor… no me miréis con esa cara tan descompuesta. Si sé perfectamente que la sola mención del pasado os hace daño; no insistiré más en ello. Además, a mí no me importa ahora nada… ya veréis por qué…
—Lo imagino, señor —dijo el Conde Ratkoff.
—Imaginas muchas cosas… y muy respetuosamente. Pues, sí; tan respetuosamente como contestaste a mi ultimátum, haciendo desaparecer mi doble genético… ¿lo recordáis? ¿Qué se dijo por aquel entonces…?
—Se habló, señor… —comenzó Bategay.
—Cállate… sólo verte me da asco. Dilo tú, Walther…
—Sí, Alteza. Se habló de una amenaza indirecta contra su Alteza, al privarle de sus órganos de repuesto, de un atentado simbólico… pero no sabíamos…
—Claro que no. No había sido raptado mi doble genético, valga la palabra, por ningún partido contrario a la Presidencia. Ni mucho menos. Estaba en poder del Conde Ratkoff, en virtud de una idea de Bategay. Porque en esa repugnante pareja, las malas ideas, las ideas babosas y rastreras, las ha tenido siempre este enano odioso, y la fuerza, la acción, ha sido de Ratkoff. Alguna persona más estará metida en esto… Misión tuya, Walther. Encuéntralas y silencíalas; mi primo te dejará sus áspides…
—Desde luego, Alteza.
—Desde luego, primo.
—Bueno; la amenaza cayó sobre mí con la fuerza de un martillo pilón; o me conformaba con ser un Presidente nominal, aprobando todo lo que Ratkoff y Bategay hicieran y dijeran, y sobre todo, olvidando mi pretendida investigación del pasado, o por el contrario, se me encarcelaría, siendo sustituido por mi doble, cuidadosamente equipado… tan cuidadosamente equipado como tú lo encontraste abajo y tal como ha hecho mi papel desde hace meses… un poco sordamente, como un muñeco grande, sin más vida ni ideas que las que estos dos le daban, pero… cumpliendo. Basta una figura… ¿verdad?
—No es así, alteza. No es así —dijo el Conde Ratkoff—. A mí me dolía más que a nadie… yo no deseaba ningún mal… no pensé…
—Claro que no pensaste. Bategay lo hacía por ti. ¿Tienes algún arma a mano, Alberto? Me gusta manejarlas… me gusta tener alguna entre las manos; dan confianza. ¡Ah, sí, tu revólver! Excelente pieza… funciona, ¿verdad?… Bien contrapesado; se ajusta a la mano bien… Pero sigamos. Cuando me plantearon la alternativa, me asusté; era demasiado joven, y tenía miedo a muchas cosas; no conocía la extensión de mi poder, ni era lo suficientemente astuto… porque Bategay no se privó de decirme, entre risas, que con un muñeco bastaba.
—¡Traidor! —gritó Walther.
—Este sí; el otro, no. Ratkoff puede que fuera traidor, pero no estafador. Creía sinceramente que estaba haciendo algo grande y maravilloso por la ciudad.
—Beldad en tus pesarios engolfada, uretra, uretra —silabeó el Manchurri, con una voz extraordinariamente espesa.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Walther, escandalizado.
—Ha dicho: «Ciudad en los espacios engarzada, etcétera, etcétera». ¿No lo has entendido?
—Yo no he entendido eso. Alteza.
—Yo, sí; y basta. Y tú cállate, Manchurri, y no bebas más. Que ya vale. Bueno, Alberto; de aquella época data nuestro distanciamiento, y mi separación de todos. Este inmundo Bategay se cuidó muy bien de que no tuviera amigos, ni relación con nadie… Durante cuatro años se mantuvo este sistema; tomé posesión de la Presidencia, dirigí un discurso al pueblo, cuidadosamente tamizado por ambos, y continué siendo un prisionero, gracias a haber perdido el dominio de mi doble.
—Teníais todo lo que queríais. Alteza —dijo Ratkoff—. Y ahora me doy cuenta para qué… Los satélites a Marte, vuestras aficiones astronómicas…
—No eran más que cajones de armas y provisiones a la tierra; trescientos doce para ser exactos, cuidadosamente repartidos por Europa.
—Nos engañasteis.
—Es maravilloso tu nuevo sentido de la moral, Ratkoff. Fue mi único acierto; el sentir miedo ante vosotros, demostrarlo así, y seguir mostrándolo más tarde, incluso cuando ya no lo sentía; y quizá hubiera aguantado mi Esclavitud de no ser por un pequeño detalle, que os contaré… Bueno; lo cierto es que ya comprendéis mi plan; si yo forzaba al Conde a sacar mi doble genético, podría deshacerme de él… Pero no me atrevía, no me atrevía a dar el último y definitivo paso… Ese tiempo de duda, indecisión y espera fue bueno, porque me permitió ir afinando mis planes. Seleccioné a Sergio Armstrong, al
auténtico
, lo acondicioné y esperé… porque sentía un profundo terror ante la idea de permanecer unos meses solo en la tierra, entre espantosos salvajes… Y era preciso decidirse… El jubileo se acercaba cada vez más… Cuando cumpliera veinticinco años, o sea hoy, el sector Central descendería a la tierra, como era tradicional… pero ¿dónde? Nadie lo sabía… En una de las columnas negras; el Pilón Real… pero ¿cuál? Los técnicos sólo conocían lo necesario para iniciar el descenso; lo demás era automático… ¿os aclara esto algo acerca del absoluto desprecio que habéis sentido por la tierra que hay bajo vuestras plantas?
—Bueno; no sabemos nada de eso, primo —dijo Alberto de Belloc, con cierto mal humor—. Y no me explico esa admiración por la tierra y sus habitantes, si es que son como estos que vemos, sucios y con mala pinta… No creo que te encuentres bien; debías…
—Basta, Alberto; no me hagas perder la paciencia. Como decía, todo estaba preparado; los cajones en Europa; el reloj marcador en mi muñeca; la pequeña calculadora de órbitas en la hebilla de mi cinturón; el pobre y retrasado Sergio Armstrong, algo parecido a mí, preparado para realizar una locura; incluso la llave maestra para abrir esposas magnéticas, y todo lo preciso. ¿Sabéis? A los guardianes les tranquiliza mucho que su prisionero tenga aficiones manuales… pero estas tienen también sus riesgos… Un poco de agua, Walther; no, no he dicho de eso… Agua… ¡sin hielo, hombre! No quiero acostumbrarme mal. Por cierto, ¿qué ha sido de Sergio Armstrong?
—Lo capturamos al cabo de unos días. Alteza —contestó el Conde Ratkoff, con voz tensa—. Como Vos decís, era un retrasado… y tuvisteis buen cuidado de que no supiera nada. Porque no conseguimos que nos explicase exactamente qué había sucedido…
—¿Te encargaste tú, Bategay?
En los labios del enano surgió una sonrisa amarilla.
—Duró mucho, señor… —dijo con voz afilada—. Mucho más de lo que hubiera querido él mismo…
—Me lo imagino… me lo imagino muy bien. Es triste. Pero esa muerte no pesa sobre mi conciencia, sino sobre la vuestra. Fuisteis hábiles. Apartasteis de mí a mis primos, a mis amigos… a las mujeres…
—Lo hice todo por el bien de la ciudad, señor. Vuestras ideas eran peligrosas, disolventes; hubieran sido la ruina de todos…
—Sí, y por eso apartaste a las mujeres de mí. Soy un hombre; las mujeres me gustan… pero hasta en ese aspecto tuve que estar solo… hasta que apareció Ana Arnold…
—No sé quién es —dijo Alberto.
—Claro que no. Era una mujer maravillosa… congeniamos rápidamente, y por primera vez, cosa extraña, Ratkoff no se interpuso en unos amores nacientes, ni Bategay mandó una visita nocturna a la casa de alguna muchacha para convencer a su familia de que jugaban un juego peligroso… ¡Qué buenos se habían vuelto de pronto! Ella vino a vivir conmigo, al palacio, sin que se enterasen más que los sirvientes más íntimos, los áspides, los cuales, desde luego, habían sido modificados mucho antes para que no pudieran hacer nada a Ratkoff ni a Bategay… Guardo buenos recuerdos de ella —dijo Sergio, amargamente—. Muy buenos recuerdos… Aunque ello te escandalice, Alberto, te diré que nuestras noches de amor eran perfectas, en todos los sentidos… hasta la última y definitiva. Todo maravilloso, la música, las bebidas, la conversación, los jugueteos preliminares… todo de una perfección inusitada. El más intenso enamorado del mundo no hubiera podido pedir más… Lástima que aquello acabó de forma inesperada y desagradable en el momento menos oportuno… cuando a Ana Arnold se le acabaron repentinamente las baterías…