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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (53 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—Falta algo, primo. La visita a la cripta. Yo no tengo ningún interés en hacerla; sólo quiero acabar con esto cuanto antes. Pero siempre he sonreído ante la adversidad; mi divisa… Ve tú…

—No querría ir solo.

—Es igual… si lo quieres, no me importa. La haremos los dos.

Un relámpago amarillo restalló.

APUESTA POR TU FUTURO EN LAS OBLIGACIONES DEL TESORO PRESIDENCIAL, RESPALDADAS AHORA POR SU ALTEZA ALBERTO I. LLEVAN ORLA NEGRA COMO PROCEDE. JORGE III ERA BUENO. ¡ALBERTO I SERÁ MEJOR! ¡CONVIÉRTELAS! ¡COMPRA AHORA! AMNISTÍA A LOS ACREEDORES POR EL NOMINAL, COMO SIEMPRE…

—Se te olvidó cerrar la publicidad, primo —dijo Sergio, con la sonrisa en los labios.

XII
UN PASADO LEGENDARIO

Caminaban, el uno al lado del otro, hacia la oquedad cuadrada que había al fondo de la plaza. La noche era intensamente oscura, y solamente las desvaídas luminarias de la ciudad, rodeadas de un halo circular, como un pequeño arcoiris, alumbraban la solitaria plaza. Sergio se había cubierto con una capa azul de oficial de Infantería, y un casco cromado, con airoso plumero. Por otra parte, la capa no le estorbaba; en la Ciudad, hacía
frío
, un frío casi helado que no sabía si salía de los mismos edificios, de la gélida noche, o de su propio interior.

—Cuando tenía diez años —dijo Sergio— mi padre me contó algo de lo que sucedió durante el jubileo… Pero en cuanto a la visita a la cripta, aparte de que le molestaba profundamente hablar de ello, sólo dijo que dentro no había más que viejas banderas desgarradas… ¿Te acuerdas del ritual, Alberto?

—Perfectamente. El vehículo, el camino, y la entrada… Me dijeron, como a ti, que todo es fácil, y que no hay ninguna dificultad…

—Sin embargo, no te gusta ir, ¿no es así?

—No. Tienes razón; no sé por qué, pero no me gusta. ¿Tú sientes lo mismo?

—No tanto… Siento solamente curiosidad… pero es que yo… no sé si esto tendrá que ver… no temo al pasado. Parece como sí la muerte de mis padres fuera un túnel abierto hacia atrás por el que puedo seguir mirando… o quizás es algo distinto. Ahí está; entremos. Es grande, ¿eh?

La inmensa oquedad cuadrada se levantaba sobre ellos como un gigante vacío dentro de la inclinada muralla negra. Más tarde, las silenciosas estructuras del palacio relucían lóbregamente, entre nieblas, con su luz de color naranja apagada y mortecina. Alguna patrulla de vigilancia, diminuta como un cortejo de hormigas, pasaba a lo lejos, sobre la plaza. Durante un instante, Sergio se esforzó en penetrar la intensa negrura de la noche, tratando de distinguir el punto rojo de la hoguera que seguramente habrían encendido sus amigos… No vio nada; solamente una oscuridad profunda, subrayada por un silencio casi insoportable.

—Vamos dentro.

Alberto conectó una potente linterna eléctrica, mostrando un suelo oscuro, cubierto de polvo. La luz no llegaba a iluminar el fondo de la caverna, ni el techo, ni siquiera hubiese alcanzado las paredes de no ser porque caminaban muy próximos a una de ellas. Durante un buen rato continuaron hacia adelante, resonando huecamente en las profundidades las botas ferradas de Alberto de Belloc…

La entrada se perdió a lo lejos, mientras continuaban su camino, con la potente luz oscilando variablemente sobre la pared más próxima y el suelo. De vez en cuando alguno de ellos se volvía hacia atrás, con objeto de observar el acceso a la cripta, y solamente tras una pertinaz observación, lograban distinguir un cuadrado más claro que la extensa tiniebla que les rodeaba. El pavimento, del mismo tono que las paredes, continuaba hallándose cubierto de polvo y detritus, como si hiciera decenas de años que nadie hubiera entrado allí.

—Hay algo —dijo Alberto, tratando de alcanzarlo con el foco del fanal.

Se acercaron. Era un vehículo anticuado, con cuatro grandes ruedas de caucho macizo, colocado sobre dos depresiones paralelas en el suelo de la caverna. Había dos hileras de asientos, sumando en total seis plazas; tres y tres. Sergio hizo un expresivo gesto; había que subir al vehículo; era preciso; para esto habían venido hasta aquí.

Se colocaron en la primera hilera de asientos, después de sacudir el polvo de siglos que cubría los duros tableros de metal. Durante unos segundos, no sucedió nada. Después, con un chirrido de maquinaria en mal estado, el vehículo dio un empujón hacia adelante; se detuvo un segundo y volvió a caminar… Simultáneamente, dos faros escasamente brillantes, de luz rojiza, se encendieron en la parte delantera… Alberto no apagó su fanal, mucho más potente que estas desgastadas luces…

El vehículo, chirriando y exhalando quejidos de maquinaria cubierta de óxido, continuó su lenta marcha hacia adelante. De cuando en cuando, la linterna de Alberto giraba, tratando de iluminar algo distinto de las hoscas paredes negras, el polvo y las dos guías paralelas sobre las que corría lentamente el estropeado armatoste.

—Parece que esto se estrecha —dijo, con un ligero nerviosismo.

Era ciertamente así. Las paredes se habían acercado un poco, al igual que el techo, hasta el punto de que la luz del fanal trazaba sobre ellos unos lúgubres círculos apenas visibles. No se oía un solo rumor; solamente percibían un intenso olor a enmohecido que anegaba sus olfatos, casi impidiéndoles respirar.

—Esperemos que esto no dure mucho —dijo Sergio. Su primo no le contestó. Frente a la simple curiosidad de Sergio, se le veía preocupado, tenso. Era evidente que resistía con dificultad, por alguna razón, esta lenta penetración en los abismos de la Columna Real. Miraba con frecuencia hacia atrás, hacia la ya invisible entrada, y respiraba con cierta rapidez.

El valetudinario vehículo caminó pausadamente durante unos veinte minutos más. Después, tan bruscamente como había empezado a caminar, se detuvo, con un crujir de mal agüero en su maquinaria. Pasó un minuto entero y otro más… Continuaba el silencio más absoluto… o por mejor decir, pensó Sergio, no era así… Se escuchaba algo como el muy lento girar de unas ruedas que estuvieran en movimiento, rozando unos contra otros los arcaicos piñones… Se encendió una luz sobre ellos, tan roja y moribunda como las del desvencijado carromato. Se hallaban ante una pared cerrada, que cortaba definitivamente el camino que habían seguido hasta entonces.

—La entrada —dijo Sergio, bajando del carromato—. El agujero debe estar ahí; eso me dijo mi padre, y su abuelo se lo contó a él también… Vamos, Alberto.

Con renuencia, su primo descendió a su vez del viejo vehículo, situándose junto a él. El olor a moho y a basuras era más intenso aún… causando una penosa impresión en el ánimo; hubiérase dicho que tras aquellos muros polvorientos yacía un pasado olvidado y quizá innecesario.

Caminaron hacia el muro del fondo, y pronto la luz de la linterna descubrió lo que buscaban. Era una especie de hornacina en la negra pared, a la altura del hombro de un hombre, del tamaño suficiente para introducir un brazo… Ambos se acercaron a ella sabiendo perfectamente lo que había que hacer… aunque ninguno de los dos parecía decidido a hacerlo. Por fin, con un ligero suspiro, Sergio introdujo su brazo en la hornacina, procurando que llegase lo más profundo que le fue posible. Sintió un pinchazo en la palma de la mano; aunque lo esperaba, no por eso fue menor el sobresalto. Mantuvo el brazo introducido en el hueco, y en vista de que no sucedía nada más, lo retiró.

El ruido de ruedas dentadas y de mecanismos en funcionamiento se había incrementado; ahora era perfectamente audible. Hubo un par de chasquidos, y después una amplia sección de la pared comenzó a levantarse hacia arriba, corriendo sobre guías metálicas que mostraban manchas de óxido en diversos lugares… Al mismo tiempo una luz se encendió, y después otra, y otra… Vieron ante sus ojos una sala bastante grande, con una pantalla transparente al fondo; entraron en ella. A sus espaldas, la sección de la pared descendió, trompicando, hasta recobrar su situación original.

Las luces tenían escasa fuerza, y alguna de ellas temblaba visiblemente, como si fuera a apagarse. Incluso se veían en el techo algunos focos completamente mates, lo que demostraba que hacía tiempo que habían dejado de funcionar. Sergio y su primo examinaron con curiosidad la sala; había al fondo algo como un gran bloque de plástico transparente, situado sobre aisladores de porcelana, conectados con cables a una compleja y arcaica maquinaria. Ante la pantalla o bloque transparente se hallaban seis sillones de piel, que al igual que el resto de los enseres, estaban cubiertos de polvo… La caverna era más grande que el pasadizo por el que acababan de entrar, y sus profundidades más lejanas, carentes de iluminación, no se distinguían… Al lado del gigante bloque transparente había un cuadro de mandos esmaltado en gris, con diversas palancas y mandos que observaron sólo ligeramente…

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Alberto, ceñudamente.

—Creo que debíamos sentamos en los sillones… deben ser para eso.

Sergio no se molestó en quitar el polvo, cosa que sí hizo su primo, levantando espesas nubes blancas que se expandieron lentamente en la atmósfera enmohecida de la cripta. Permanecieron el uno al lado del otro, contemplando cómo las luces vibraban suavemente, y escuchando el girar trabajoso de escondidas maquinarias. Hubo un momentáneo crujir; las luces destellaron con violencia, lanzando una oleada de intensa luminosidad blanca que alumbró hasta los más profundos rincones de la cripta… Algo como una masa roja, como una nube, se formó lentamente en el interior del gran bloque de cristal… Las luces volvieron a disminuir mientras la nube roja iba perdiendo intensidad, volviéndose sonrosada primero, pálida después… Sergio, con los nervios tensos, respiraba con cierta dificultad; se dio cuenta de que tenía las manos engarfiadas en los brazos del sucio sillón. Miró a su primo; tenía los rasgos sumamente pálidos y desencajados…

La nube sonrosada fue cubriéndose de manchas oscuras, y de otros tonos más claros… poco a poco, fue dibujándose el rostro de un anciano, de un tamaño formidable, pues ocupaba la totalidad del bloque transparente que había ante ellos… Los rasgos se aclararon más, mostrando una cabeza cana, con calva incipiente, la frente y las mejillas cubiertas de arrugas, los ojos azules, con cercos blanquecinos en las pupilas; los labios, delgados y curvados en un rictus de amargura…

Hubo unos carraspeos en algún altavoz escondido; luego se escuchó una voz aparentemente joven, discrepante con el rostro de anciano que parecía observarles, cuyos labios se movían siguiendo las palabras.

—Es evidente que ante mí hay sentado por lo menos uno de los descendientes de Jorge de Belloc, el tercer oficial de la nave «Athelstane». Prometí, antes de morir, que dejaría esta grabación por si alguien sentía algún día curiosidad por lo que sucedió en este planeta… y lo cumplo. Mis palabras, a pesar de que mi voz sea aún joven, son ya las de un anciano próximo a la muerte. Trataré de contar solamente lo que sucedió, y tú que me escuchas, no me tomes muy en serio, y si ese es tu gusto, olvídame después.

«Debes saber que hubo un momento en que días gigantescos corrieron para la Humanidad. Hubo un pasado en que fuerzas sin límite, manejadas por el hombre, llegaron a dominar las estrellas… a causa de él, de ese mundo animal racional, energías muy superiores a cualquier otra fuerza conocida recorrieron el universo, saltando de una estrella a otra, de una galaxia a otra, de un sol a otro sol… Yo, cuando era joven, asistí al primitivo desencadenamiento de esos días, y a las consecuencias que tuvo para la Humanidad. En esas enormes jornadas de conquista y de lucha, miles de millones de individualidades se quemaron para que otros miles de millones pudieran subsistir… Parecía que el hombre estaba solo en el universo, pero no era así. Sin embargo, mientras ese momento llegó, el hombre dejó de contar como individuo para transformarse en un número más, un diminuto componente de esa monstruosa fuerza que empujaba a la Humanidad entera de un planeta a otro. Había temibles ordenadores establecidos en cada estrella, bombeando sus ingentes energías del sol del sistema, que planificaban, ordenaban y disponían el comportamiento de miles de millones de seres que antaño estuvieron limitados a un solo planeta: la Tierra. Nada escapaba a la carrera sin fin de aquellos alucinantes días. Y por lo que yo sé, todavía debe seguir. De no ser así, habrían silenciado esta grabación y terraplenado este lugar…

»He dicho que parecía que el hombre estaba sólo en el Universo, y que no era así. Ciertamente. En uno de esos días sin mesura, en que las noticias que llegaban del ámbito completo del Universo eran tantas y tan complejas que un hombre solo hubiera gastado una vida entera en enterarse de las novedades de una sola jornada, el hombre encontró una oposición en su camino. Qué fue y cuál era su fuerza, así como en qué consistía exactamente, nunca llegué a saberlo. Las complejas máquinas y los hombres más encumbrados que manejaban el destino entero de la Humanidad nunca dieron una explicación completa… Desde la Tierra, la verdadera y original Tierra, cuna de la Humanidad, donde yo vivía, se retransmitían las noticias a todos los confines de aquella gigantesca extensión de dominio humano… Realmente, el esquema era tan complicado que nadie sabía muy bien quién gobernaba ni llevaba los derroteros de la Humanidad. La otrora fértil tierra era un planeta estéril, sin agua ni cultivos, alfombrado de hierro y cubierto por centenares de pisos… Allí vivía yo, y allí vivía la tripulación completa de la nave "Athelstane".

»Sin embargo, en la Tierra había rumores… que a veces se confirmaban. Otras no. En esta ocasión se confirmaron. En su avasallador camino, el hombre había encontrado algo extraño, no humano, posiblemente inteligente, desconocido, maligno… que se oponía a ese avance sin límites. Lo que pasó en los confines del Universo no lo sé con exactitud… ¿para qué iban a contarnos nada, si podían hacer de nosotros lo que quisieran? Pero se habló de una catástrofe gigantesca, a escala estelar, de cantidades de muertos que sobrepasaban todo lo imaginable, de sistemas estelares enteros transformados en gas o en llamaradas cósmicas… Y también se habló de lo que se pretendía hacer para dominar ese peligro desconocido… Rumores, rumores. No vivíamos más que de rumores, de alimentos sintéticos, y del apretado y tenso horario que sólo nos permitía desplazarnos desde nuestros cubículos al trabajo, y de éste a nuestras entecas viviendas… Cierto era que contábamos con mil medios técnicos que antes no se hubieran podido soñar: televisión, alimentador automático, máquina de sueño, digestor, servicio sanitario inmediato… Pero yo no había visto un árbol hasta que llegué a Estromidor VI… Por otra parte, se hablaba mucho de que el hombre había conquistado las estrellas, los soles, las galaxias y el Universo entero… Pero eso era cierto sólo en parte; las personas normales no podían ir a ninguno de esos sitios; el pasaje era tan caro que prácticamente sólo las fuerzas militares y los funcionarios se desplazaban… Sí. El espacio era nuestro, del hombre. Pero el hombre, por término medio, no tenía dinero para ir al espacio.

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